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Carta a las familias (2/2/1994)

 

CARTA APOSTÓLICA

 

DEL SUMO PONTÍFICE

JUAN PABLO II

 

A LAS FAMILIAS

 

CON MOTIVO DEL AÑO DE LA FAMILIA

1994

 

 

 

 

ÍNDICE

 

INTRODUCCIÓN

La familia camino de la Iglesia

El Año de la Familia

Oración

Amor y solicitud por todas las familias

 

CAPÍTULO I – LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR

 

«Varón y mujer los creó»

La alianza conyugal

Unidad de los dos

Genealogía de la persona

El bien común del matrimonio y de la familia

La entrega sincera de sí mismo

Paternidad y maternidad respo sables

Dos civilazaciones

El amor es exigente

Cuarto mamdamiento:«Honra a tu padre y a tu madre»

La educación

La familia y la sociedad

 

CAPÍTULO II – EL ESPOSO ESTÁ CON VOSOTROS

 

En Caná de Galilea

El gran misterio

La Madre del amor hermoso

El nacimiento y el peligro

«... me habéis recibido»

Fortalecidos en el hombre interior

Amadísimas familias:

 

1 La celebración del Año de la familia me ofrece la grata oportunidad de llamar a la puerta de vuestros hogares, deseoso de saludaros con gran afecto y de acercarme a vosotros. Y lo hago mediante esta carta, citando unas palabras de la encíclica Redemptor hominis, que publiqué al comienzo de mi ministerio petrino: El «hombre es el camino de la Iglesia».

 

Con estas palabras deseaba referirme sobre todo a las múltiples sendas por las que el hombre camina y, al mismo tiempo, quería subrayar cuán vivo y profundo es el deseo de la Iglesia de acompañarle en recorrer los caminos de su existencia terrena. La Iglesia toma parte en los gozos y esperanzas, tristezas y angustias del camino cotidiano de los hombres, profundamente persuadida de que ha sido Cristo mismo quien la conduce por estos senderos: es él quien ha confiado el hombre a la Iglesia; lo ha confiado como «camino» de su misión y de su ministerio.

 

La familia - camino de la Iglesia

 

2. Entre los numerosos caminos, la familia es el primero y el más importante. Es un camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano. En efecto, él viene al mundo en el seno de una familia, por lo cual puede decirse que debe a ella el hecho mismo de existir como hombre. Cuando falta la familia, se crea en la persona que viene al mundo una carencia preocupante y dolorosa que pesará posteriormente durante toda la vida. La Iglesia, con afectuosa solicitud, está junto a quienes viven semejantes situaciones, porque conoce bien el papel fundamental que la familia está llamada a desempeñar. Sabe, además, que normalmente el hombre sale de la familia para realizar, a su vez, la propia vocación de vida en un nuevo núcleo familiar. Incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de «familia humana» al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?

 

La familia tiene su origen en el mismo amor con que el Creador abraza al mundo creado, como está expresado «al principio», en el libro del Génesis (1, 1). Jesús ofrece una prueba suprema de ello en el evangelio: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). El Hijo unigénito, consustancial al Padre,«Dios de Dios, Luz de Luz», entró en la historia de los hombres a través de una familia: «El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, ...amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado». Por tanto, si Cristo «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre»4, lo hace empezando por la familia en la que eligió nacer y crecer. Se sabe que el Redentor pasó gran parte de su vida oculta en Nazaret: «sujeto» (Lc 2, 51) como «Hijo del hombre» a María, su Madre, y a José, el carpintero. Esta «obediencia» filial, ¿no es ya la primera expresión de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte» (Flp 2, 8), mediante la cual redimió al mundo?

 

El misterio divino de la encarnación del Verbo está, pues, en estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre». Siguiendo a Cristo, «que vino» al mundo «para servir» (Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen «el camino de la Iglesia».

 

El Año de la familia

 

3. Precisamente por estos motivos la Iglesia acoge con gozo la iniciativa, promovida por la Orga es ya la primera expresión de aquella obediencia suya al Padre «hasta la muerte» (Flp 2, 8), mediante la cual redimió al mundo?

 

El misterio divino de la encarnación del Verbo está, pues, en estrecha relación con la familia humana. No sólo con una, la de Nazaret, sino, de alguna manera, con cada familia, análogamente a cuanto el concilio Vaticano II afirma del Hijo de Dios, que en la Encarnación «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre». Siguiendo a Cristo, «que vino» al mundo «para servir» (Mt 20, 28), la Iglesia considera el servicio a la familia una de sus tareas esenciales. En este sentido, tanto el hombre como la familia constituyen «el camino de la Iglesia».

 

El Año de la familia

 

3. Precisamente por estos motivos la Iglesia acoge con gozo la iniciativa, promovida por la Organización de las Naciones Unidas, de proclamar el 1994 Año internacional de la familia. Tal iniciativa pone de manifiesto que la cuestión familiar es fundamental para los Estados miembros de la ONU. Si la Iglesia toma parte en esta iniciativa es porque ha sido enviada por Cristo a «todas las gentes» (Mt 28, 19). Por otra parte, no es la primera vez que la Iglesia hace suya una iniciativa internacional de la ONU. Baste recordar, por ejemplo, el Año internacional de la juventud, en 1985. También de este modo, la Iglesia se hace presente en el mundo haciendo realidad la intención tan querida al Papa Juan XXIII, inspiradora de la constitución conciliar Gaudium et spes.

 

En la fiesta de la Sagrada Familia de 1993 se inauguró en toda la comunidad eclesial el «Año de la familia», como una de las etapas significativas en el itinerario de preparación para el gran jubileo del año 2000, que señalará el fin del segundo y el inicio del tercer milenio del nacimiento de Jesucristo. Este Año debe orientar nuestros pensamientos y nuestros corazones hacia Nazaret, donde el 26 de diciembre pasado ha sido inaugurado con una solemne celebración eucarística, presidida por el legado pontificio.

 

A lo largo de este año será importante descubrir los estimonios del amor y solicitud de la Iglesia por la familia: amor y solicitud expresados ya desde los inicios del cristianismo, cuando la familia era considerada significativamente como «iglesia doméstica». En nuestros días recordamos frecuentemente la expresión «iglesia doméstica», que el Concilio ha hecho suya y cuyo contenido deseamos que permanezca siempre vivo y actual. Este deseo no disminuye al ser conscientes de las nuevas condiciones de vida de las familias en el mundo de hoy. Precisamente por esto es mucho más significativo el título que el Concilio eligió, en la constitución pastoral Gaudium et spes, para indicar los cometidos de la Iglesia en la situación actual: «Fomentar la dignidad del matrimonio y de la familia». Después del Concilio, otro punto importante de referencia es la exhortación apostólica Familiaris consortio, de 1981. En este documento se afronta una vasta y compleja experiencia sobre la familia, la cual, entre pueblos y países diversos, es siempre y en todas partes «el camino de la Iglesia». En cierto sentido, aún lo es más allí donde la familia atraviesa crisis internas, o está sometida a influencias culturales, sociales y económicas perjudiciales, que debilitan su solidez interior, si es que no obstaculizan su misma formación.

 

Oración

4. Con la presente carta me dirijo no a la familia «en abstracto», sino a cada familia de cualquier región de la tierra, dondequiera que se halle geográficamente y sea cual sea la diversidad y complejidad de su cultura y de su historia. El amor con que «tanto amó Dios al mundo» (Jn 3, 16), el amor con que Cristo «amó hasta el extremo» a todos y cada uno (Jn 13, 1), hace posible dirigir este mensaje a cada familia, «célula» vital de la grande y universal «familia» humana. El Padre, creador del universo, y el Verbo encarnado, redentor de la humanidad, son la fuente de esta apertura universal a los hombres como hermanos y hermanas, e impulsan a abrazar a todos con la oración que comienza con las hermosas palabras: «Padre nuestro».

 

La oración hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20). Esta carta a las familias quiere ser ante todo una súplica a Cristo para que permanezca en cada familia humana; una invitación, a través de la pequeña familia de padres e hijos, para que él esté presente en la gran familia de las naciones, a fin de que todos, junto con él, podamos decir de verdad: «¡Padre nuestro!». Es necesario que la oración sea el elemento predominante del Año de la familia en la Iglesia: oración de la familia, por la familia y con la familia.

 

Es significativo que, precisamente en la oración y mediante la oración, el hombre descubra de manera sencilla y profunda su propia subjetividad típica: en la oración el «yo» humano percibe más fácilmente la profundidad de su ser como persona. Esto es válido también para la familia, que no es solamente la «célula» fundamental de la sociedad, sino que tiene también su propia subjetividad, la cual encuentra precisamente su primera y fundamental confirmación y se consolida cuando sus miembros invocan juntos: «Padre nuestro». La oración refuerza la solidez y la cohesión espiritual de la familia, ayudando a que ella participe de la «fuerza» de Dios. En la solemne «bendición nupcial», durante el rito del matrimonio, el celebrante implora al Señor: «Infunde sobre ellos (los novios) la gracia del Espíritu Santo, a fin de que, en virtud de tu amor derramado en sus corazones, permanezcan fieles a la alianza conyugal». Es de esta «efusión del Espíritu Santo» de donde brota el vigor interior de las familias, así como la fuerza capaz de unirlas en el amor y en la verdad.

 

Amor y solicitud por todas las familias

 

5. ¡Ojalá que el Año de la familia llegue a ser una oración colectiva e incesante de cada «iglesia doméstica» y de todo el pueblo de Dios! Que esta oración llegue también a las familias en dificultad o en peligro, las desesperanzadas o divididas, y las que se encuentran en situaciones que la Familiaris consortio califica como «irregulares». ¡Que todas puedan sentirse abrazadas por el amor y la solicitud de los hermanos y hermanas!

 

Que la oración, en el Año de la familia, constituya ante todo un testimonio alentador por parte de las familias que, en la comunión doméstica, realizan su vocación de vida humana y cristiana. ¡Son tantas en cada nación, diócesis y parroquia! Se puede pensar razonablemente que esas familias constituyen «la norma», aun teniendo en cuenta las no pocas «situaciones irregulares». Y la experiencia demuestra cuán importante es el papel de una familia coherente con las normas morales, para que el hombre, que nace y se forma en ella, emprenda sin incertidumbres el camino del bien, inscrito siempre en su corazón. En nuestros días, ciertos programas sostenidos por medios muy potentes parecen orientarse por desgracia a la disgregación de las familias. A veces parece incluso que, con todos los medios, se intenta presentar como «regulares» y atractivas —con apariencias exteriores seductoras— situaciones que en realidad son «irregulares».

 

En efecto, tales situaciones contradicen la «verdad y el amor» que deben inspirar la recíproca relación entre hombre y mujer y, por tanto, son causa de tensiones y divisiones en las familias, con graves consecuencias, especialmente sobre los hijos. Se oscurece la conciencia moral, se deforma lo que es verdadero, bueno y bello, y la libertad es suplantada por una verdadera y propia esclavitud. Ante todo esto, ¡qué actuales y alentadoras resultan las palabras del apóstol Pablo sobre la libertad con que Cristo nos ha liberado, y sobre la esclavitud causada por el pecado (cf. Ga 5, 1)!

 

Vemos, por tanto, cuán oportuno e incluso necesario es para la Iglesia un Año de la familia; qué indispensable es el testimonio de todas las familias que viven cada día su vocación; cuán urgente es una gran oración de las familias, que aumente y abarque el mundo entero, y en la cual se exprese una acción de gracias por el amor en la verdad, por la «efusión de la gracia del Espíritu Santo», por la presencia de Cristo entre padres e hijos: Cristo, redentor y esposo, que «nos amó hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). Estamos plenamente persuadidos de que este amor es más grande que todo (cf. 1 Co 13, 13); y creemos que es capaz de superar victoriosamente todo lo que no sea amor.

 

¡Que se eleve incesantemente durante este año la oración de la Iglesia, la oración de las familias, «iglesias domésticas»! Y que sea acogida por Dios y escuchada por los hombres, para que no caigan en la duda, y los que vacilan a causa de la fragilidad humana no cedan ante la atracción tentadora de los bienes sólo aparentes, como son los que se proponen en toda tentación.

 

En Caná de Galilea, donde Jesús fue invitado a un banquete de bodas, su Madre se dirige a los sirvientes diciéndoles: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). También a nosotros, que celebramos el Año de la familia, dirige María esas mismas palabras. Y lo que Cristo nos dice, en este particular momento histórico, constituye una fuerte llamada a una gran oración con las familias y por las familias. Con esta plegaria la Virgen Madre nos invita a unirnos a los sentimientos de su Hijo, que ama a cada familia. Él manifestó este amor al comienzo de su misión de Redentor, precisamente con su presencia santificadora en Caná de Galilea, presencia que permanece todavía.

 

Oremos por las familias de todo el mundo. Oremos, por medio de Cristo, con Cristo y en Cristo, al Padre, «de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (cf. Ef 3, 15).

 

CAPÍTULO I

 

LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR

 

«Varón y mujer los creó»

 

6. El cosmos, inmenso y diversificado, el mundo de todos los seres vivientes, está inscrito en la paternidad de Dios como su fuente (cf. Ef 3, 14-16). Está inscrito, naturalmente, según el criterio de la analogía, gracias al cual nos es posible distinguir, ya desde el comienzo del libro del Génesis, la realidad de la paternidad y maternidad y, por consiguiente, también la realidad de la familia humana. Su clave interpretativa está en el principio de la «imagen» y «semejanza» de Dios, que el texto bíblico pone muy de relieve (Gn 1, 26). Dios crea en virtud de su palabra: ¡«Hágase»! (cf. Gn 1, 3). Es significativo que esta palabra de Dios, en el caso de la creación del hombre, sea completada con estas otras: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1, 26). Antes de crear al hombre, parece como si el Creador entrara dentro de sí mismo para buscar el modelo y la inspiración en el misterio de su Ser, que ya aquí se manifiesta de alguna manera como el «Nosotros» divino. De este misterio surge, por medio de la creación, el ser humano: «Creó Dios al hombre a imagen suya: a imagen de Dios le creó; varón y mujer los creó» (Gn 1, 27).

 

Bendiciéndolos, dice Dios a los nuevos seres: «Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). El libro del Génesis usa expresiones ya utilizadas en el contexto de la creación de los otros seres vivientes: «Multiplicaos»; pero su sentido analógico es claro. ¿No es precisamente ésta, la analogía de la generación y de la paternidad y maternidad, la que resalta a la luz de todo el contexto? Ninguno de los seres vivientes, excepto el hombre, ha sido creado «a imagen y semejanza de Dios». La paternidad y maternidad humanas, aun siendo biológicamente parecidas a las de otros seres de la naturaleza, tienen en sí mismas, de manera esencial y exclusiva, una «semejanza» con Dios, sobre la que se funda la familia, entendida como comunidad de vida humana, como comunidad de personas unidas en el amor (communio personarum).

 

A la luz del Nuevo Testamento es posible descubrir que el modelo originario de la familia hay que buscarlo en Dios mismo, en el misterio trinitario de su vida. El «Nosotros» divino constituye el modelo eterno del «nosotros» humano; ante todo, de aquel «nosotros» que está formado por el hombre y la mujer, creados a imagen y semejanza divina. Las palabras del libro del Génesis contienen aquella verdad sobre el hombre que concuerda con la experiencia misma de la humanidad. El hombre es creado desde «el principio» como varón y mujer: la vida de la colectividad humana —tanto de las pequeñas comunidades como de la sociedad entera— lleva la señal de esta dualidad originaria. De ella derivan la «masculinidad» y la «femineidad» de cada individuo, y de ella cada comunidad asume su propia riqueza característica en el complemento recíproco de las personas. A esto parece referirse el fragmento del libro del Génesis: «Varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). Ésta es también la primera afirmación de que el hombre y la mujer tienen la misma dignidad: ambos son igualmente personas. Esta constitución suya, de la que deriva su dignidad específica, muestra desde «el principio» las características del bien común de la humanidad en todas sus dimensiones y ámbitos de vida. El hombre y la mujer aportan su propia contribución, gracias a la cual se encuentran, en la raíz misma de la convivencia humana, el carácter de comunión y de complementariedad.

 

La alianza conyugal

7. La familia ha sido considerada siempre como la expresión primera y fundamental de la naturaleza social del hombre. En su núcleo esencial esta visión no ha cambiado ni siquiera en nuestros días. Sin embargo, actualmente se prefiere poner de relieve todo lo que en la familia —que es la más pequeña y primordial comunidad humana— representa la aportación personal del hombre y de la mujer. En efecto, la familia es una comunidad de personas, para las cuales el propio modo de existir y vivir juntos es la comunión: communio personarum. También aquí, salvando la absoluta trascendencia del Creador respecto de la criatura, emerge la referencia ejemplar al «Nosotros» divino. Sólo las personas son capaces de existir «en comunión». La familia arranca de la comunión conyugal que el concilio Vaticano II califica como «alianza», por la cual el hombre y la mujer «se entregan y aceptan mutuamente».

 

El libro del Génesis nos presenta esta verdad cuando, refiriéndose a la constitución de la familia mediante el matrimonio, afirma que «dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gn 2, 24). En el evangelio, Cristo, polemizando con los fariseos, cita esas mismas palabras y añade: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). Él revela de nuevo el contenido normativo de una realidad que existe desde «el principio» (Mt 19, 8) y que conserva siempre en sí misma dicho contenido. Si el Maestro lo confirma «ahora», en el umbral de la nueva alianza, lo hace para que sea claro e inequívoco el carácter indisoluble del matrimonio, como fundamento del bien común de la familia.

 

Cuando, junto con el Apóstol, doblamos las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad y maternidad (cf. Ef 3, 14-15), somos conscientes de que ser padres es el evento mediante el cual la familia, ya constituida por la alianza del matrimonio, se realiza «en sentido pleno y específico». La maternidad implica necesariamente la paternidad y, recíprocamente, la paternidad implica necesariamente la maternidad: es el fruto de la dualidad, concedida por el Creador al ser humano desde «el principio».

 

Me he referido a dos conceptos afines entre sí, pero no idénticos: «comunión» y «comunidad». La «comunión» se refiere a la relación personal entre el «yo» y el «tú». La «comunidad», en cambio, supera este esquema apuntando hacia una «sociedad», un «nosotros». La familia, comunidad de personas, es, por consiguiente, la primera «sociedad» humana. Surge cuando se realiza la alianza del matrimonio, que abre a los esposos a una perenne comunión de amor y de vida, y se completa plenamente y de manera específica al engendrar los hijos: la «comunión» de los cónyuges da origen a la «comunidad» familiar. Dicha comunidad está conformada profundamente por lo que constituye la esencia propia de la «comunión». ¿Puede existir, a nivel humano, una «comunión» comparable a la que se establece entre la madre y el hijo, que ella lleva antes en su seno y después lo da a luz?

 

En la familia así constituida se manifiesta una nueva unidad, en la cual se realiza plenamente la relación «de comunión» de los padres. La experiencia enseña que esta realización representa también un cometido y un reto. El cometido implica a los padres en la realización de su alianza originaria. Los hijos engendrados por ellos deberían consolidar —éste es el reto— esta alianza, enriqueciendo y profundizando la comunión conyugal del padre y de la madre. Cuando esto no se da, hay que preguntarse si el egoísmo, que debido a la inclinación humana hacia el mal se esconde también en el amor del hombre y de la mujer, no es más fuerte que este amor. Es necesario que los esposos sean conscientes de ello y que, ya desde el principio, orienten sus corazones y pensamientos hacia aquel Dios y Padre «de quien toma nombre toda paternidad», para que su paternidad y maternidad encuentren en aquella fuente la fuerza para renovarse continuamente en el amor.

 

Paternidad y maternidad son en sí mismas una particular confirmación del amor, cuya extensión y profundidad originaria nos descubren. Sin embargo, esto no sucede automáticamente. Es más bien un cometido confiado a ambos: al marido y a la mujer. En su vida la paternidad y la maternidad constituyen una «novedad» y una riqueza sublime, a la que no pueden acercarse si no es «de rodillas».

 

La experiencia enseña que el amor humano, orientado por su naturaleza hacia la paternidad y la maternidad, se ve afectado a veces por una crisis profunda y por tanto se encuentra amenazado seriamente. En tales casos, habrá que pensar en recurrir a los servicios ofrecidos por los consultorios matrimoniales y familiares, mediante los cuales es posible encontrar ayuda, entre otros, de psicólogos y psicoterapeutas específicamente preparados. Sin embargo, no se puede olvidar que son siempre válidas las palabras del Apóstol: «Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra» (Ef 3, 14-15). El matrimonio, el matrimonio sacramento, es una alianza de personas en el amor. Y el amor puede ser profundizado y custodiado solamente por el amor, aquel amor que es «derramado» en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). La oración del Año de la Familia, ¿no debería concentrarse en el punto crucial y decisivo del paso del amor conyugal a la generación y, por tanto, a la paternidad y maternidad?

 

¿No es precisamente entonces cuando resulta indispensable la «efusión de la gracia del Espíritu Santo», implorada en la celebración litúrgica del sacramento del matrimonio?

 

El Apóstol, doblando sus rodillas ante el Padre, lo invoca para que «conceda... ser fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ef 3, 16). Esta «fuerza del hombre interior» es necesaria en la vida familiar, especialmente en sus momentos críticos, es decir, cuando el amor —manifestado en el rito litúrgico del consentimiento matrimonial con las palabras: «Prometo serte fiel... todos los días de mi vida»— está llamado a superar una difícil prueba.

 

Unidad de los dos

 

8. Solamente las «personas» son capaces de pronunciar estas palabras; sólo ellas pueden vivir «en comunión», basándose en su recíproca elección, que es o debería ser plenamente consciente y libre. El libro del Génesis, al decir que el hombre abandonará al padre y a la madre para unirse a su mujer (cf. Gn 2, 24), pone de relieve la elección consciente y libre, que es el origen del matrimonio, convirtiendo en marido a un hijo y en mujer a una hija. ¿Cómo puede entenderse adecuadamente esta elección recíproca si no se considera la plena verdad de la persona, o sea, su ser racional y libre? El concilio Vaticano II habla de la semejanza con Dios usando términos muy significativos. Se refiere no solamente a la imagen y semejanza divina que todo ser humano posee ya de por sí, sino también y sobre todo a una «cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor».

 

Esta formulación, particularmente rica de contenido, confirma ante todo lo que determina la identidad íntima de cada hombre y de cada mujer. Esta identidad consiste en la capacidad de vivir en la verdad y en el amor; más aún, consiste en la necesidad de verdad y de amor como dimensión constitutiva de la vida de la persona. Tal necesidad de verdad y de amor abre al hombre tanto a Dios como a las criaturas. Lo abre a las demás personas, a la vida «en comunión», particularmente al matrimonio y a la familia. En las palabras del Concilio, la «comunión» de las personas deriva, en cierto modo, del misterio del «Nosotros» trinitario y, por tanto, la «comunión conyugal» se refiere también a este misterio. La familia, que se inicia con el amor del hombre y la mujer, surge radicalmente del misterio de Dios. Esto corresponde a la esencia más íntima del hombre y de la mujer, y a su natural y auténtica dignidad de personas.

 

El hombre y la mujer en el matrimonio se unen entre sí tan estrechamente que vienen a ser —según el libro del Génesis— «una sola carne» (Gn 2, 24). Los dos sujetos humanos, aunque somáticamente diferentes por constitución física como varón y mujer, participan de modo similar de la capacidad de vivir «en la verdad y el amor». Esta capacidad, característica del ser humano en cuanto persona, tiene a la vez una dimensión espiritual y corpórea. Es también a través del cuerpo como el hombre y la mujer están predispuestos a formar una «comunión de personas» en el matrimonio. Cuando, en virtud de la alianza conyugal, se unen de modo que llegan a ser «una sola carne» (Gn 2, 24), su unión debe realizarse «en la verdad y el amor», poniendo así de relieve la madurez propia de las personas creadas a imagen y semejanza de Dios.

 

La familia que nace de esta unión basa su solidez interior en la alianza entre los esposos, que Cristo elevó a sacramento. La familia recibe su propia naturaleza comunitaria —más aún, sus características de «comunión»— de aquella comunión fundamental de los esposos que se prolonga en los hijos. «¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos...?», les pregunta el celebrante durante el rito del matrimonio. La respuesta de los novios corresponde a la íntima verdad del amor que los une.

 

Sin embargo, su unidad, en vez de encerrarlos en sí mismos, los abre a una nueva vida, a una nueva persona. Como padres, serán capaces de dar la vida a un ser semejante a ellos, no solamente «hueso de sus huesos y carne de su carne» (cf. Gn 2, 23), sino imagen y semejanza de Dios, esto es, persona.

 

Al preguntar: «¿Estáis dispuestos?», la Iglesia recuerda a los novios que se hallan ante la potencia creadora de Dios. Están llamados a ser padres, o sea, a cooperar con el Creador dando la vida. Cooperar con Dios llamando a la vida a nuevos seres humanos significa contribuir a la trasmisión de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo «nacido de mujer».

 

Genealogía de la persona

9. Mediante la comunión de personas, que se realiza en el matrimonio, el hombre y la mujer dan origen a la familia. Con ella se relaciona la genealogía de cada hombre: la genealogía de la persona. La paternidad y la maternidad humanas están basadas en la biología y, al mismo tiempo, la superan. El Apóstol, «doblando las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad 1 en los cielos y en la tierra», pone ante nuestra consideración, en cierto modo, el mundo entero de los seres vivientes, tanto los espirituales del cielo como los corpóreos de la tierra. Cada generación halla su modelo originario en la Paternidad de Dios. Sin embargo, en el caso del hombre, esta dimensión «cósmica» de semejanza con Dios no basta para definir adecuadamente la relación de paternidad y maternidad. Cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona.

 

Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación «sobre la tierra». En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella «imagen y semejanza», propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación.

 

Así, pues, tanto en la concepción como en el nacimiento de un nuevo ser, los padres se hallan ante un «gran misterio» (Ef 5, 32). También el nuevo ser humano, igual que sus padres, es llamado a la existencia como persona y a la vida «en la verdad y en el amor». Esta llamada se refiere no sólo a lo temporal, sino también a lo eterno. Tal es la dimensión de la genealogía de la persona, que Cristo nos ha revelado definitivamente, derramando la luz del Evangelio sobre el vivir y el morir humanos y, por tanto, sobre el significado de la familia humana.

 

Como afirma el Concilio, el hombre «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma». El origen del hombre no se debe sólo a las leyes de la biología, sino directamente a la voluntad creadora de Dios: voluntad que llega hasta la genealogía de los hijos e hijas de las familias humanas. Dios «ha amado» al hombre desde el principio y lo sigue «amando» en cada concepción y nacimiento humano. Dios «ama» al hombre como un ser semejante a él, como persona. Este hombre, todo hombre, es creado por Dios «por sí mismo». Esto es válido para todos, incluso para quienes nacen con enfermedades o limitaciones. En la constitución personal de cada uno está inscrita la voluntad de Dios, que ama al hombre, el cual tiene como fin, en cierto sentido, a sí mismo. Dios entrega al hombre a sí mismo, confiándolo simultáneamente a la familia y a la sociedad, como cometido propio. Los padres, ante un nuevo ser humano, tienen o deberían tener plena conciencia de que Dios «ama» a este hombre «por sí mismo».

 

Esta expresión sintética es muy profunda. Desde el momento de la concepción y, más tarde, del nacimiento, el nuevo ser está destinado a expresar plenamente su humanidad, a «encontrarse plenamente» como persona. Esto afecta absolutamente a todos, incluso a los enfermos crónicos y los minusválidos. «Ser hombre» es su vocación fundamental; «ser hombre» según el don recibido; según el «talento» que es la propia humanidad y, después, según los demás «talentos». En este sentido Dios ama a cada hombre «por sí mismo». Sin embargo, en el designio de Dios la vocación de la persona humana va más allá de los límites del tiempo. Es una respuesta a la voluntad del Padre, revelada en el Verbo encarnado: Dios quiere que el hombre participe de su misma vida divina. Por eso dice Cristo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

 

El destino último del hombre, ¿no está en contraste con la afirmación de que Dios ama al hombre «por sí mismo»? Si es creado para la vida divina, ¿existe verdaderamente el hombre «para sí mismo»? Ésta es una pregunta clave, de gran interés, tanto para el inicio como para el final de la existencia terrena: es importante para todo el curso de la vida. Podría parecer que, destinando al hombre a la vida divina, Dios lo apartara definitivamente de su existir «por sí mismo». ¿Qué relación hay entre la vida de la persona y su participación en la vida trinitaria? Responde san Agustín: «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». Este «corazón inquieto» indica que no hay contradicción entre una y otra finalidad, sino más bien una relación, una coordinación y unidad profunda. Por su misma genealogía, la persona, creada a imagen y semejanza de Dios, participando precisamente en su Vida, existe «por sí misma» y se realiza. El contenido de esta realización es la plenitud de vida en Dios, de la que habla Cristo (cf. Jn 6, 37-40), quien nos ha redimido previamente para introducirnos en ella (cf. Mc 10, 45).

 

Los esposos desean los hijos para sí, y en ellos ven la coronación de su amor recíproco. Los desean para la familia, como don más excelente. En el amor conyugal, así como en el amor paterno y materno, se inscribe la verdad sobre el hombre, expresada de manera sintética y precisa por el Concilio al afirmar que Dios «ama al hombre por sí mismo». Con el amor de Dios ha de armonizarse el de los padres. En ese sentido, éstos deben amar a la nueva criatura humana como la ama el Creador. El querer humano está siempre e inevitablemente sometido a la ley del tiempo y de la caducidad. En cambio, el amor divino es eterno. «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía —escribe el profeta Jeremías—, y antes que nacieses, te tenía consagrado» (1, 5). La genealogía de la persona está, pues, unida ante todo con la eternidad de Dios, y en segundo término con la paternidad y maternidad humana que se realiza en el tiempo. Desde el momento mismo de la concepción el hombre está ya ordenado a la eternidad en Dios.

 

El bien común del matrimonio y de la familia

10. El consentimiento matrimonial define y hace estable el bien que es común al matrimonio y a la familia. «Te quiero a ti, ... como esposa —como esposo— y me entrego a ti, y prometo serte fiel en las alegrías y en las penas, en la salud y en la enfermedad, todos los días de mi vida». El matrimonio es una singular comunión de personas. En virtud de esta comunión, la familia está llamada a ser comunidad de personas. Es un compromiso que los novios asumen «ante Dios y su Iglesia», como les recuerda el celebrante en el momento de expresarse mutuamente el consentimiento. De este compromiso son testigos quienes participan en el rito; en ellos están representadas, en cierto modo, la Iglesia y la sociedad, ámbitos vitales de la nueva familia.

 

Las palabras del consentimiento matrimonial definen lo que constituye el bien común de la pareja y de la familia. Ante todo, el bien común de los esposos, que es el amor, la fidelidad, la honra, la duración de su unión hasta la muerte: «todos los días de mi vida». El bien de ambos, que lo es de cada uno, deberá ser también el bien de los hijos. El bien común, por su naturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero bien de cada una. Si la Iglesia, como por otra parte el Estado, recibe el consentimiento de los esposos, expresado con las palabras anteriormente citadas, lo hace porque está «escrito en sus corazones» (cf. Rm 2, 15). Los esposos se dan mutuamente el consentimiento matrimonial, prometiendo, es decir, confirmando ante Dios, la verdad de su consentimiento. En cuanto bautizados, ellos son, en la Iglesia, los ministros del sacramento del matrimonio. San Pablo enseña que este recíproco compromiso es un «gran misterio» (Ef 5, 32).

 

Las palabras del consentimiento expresan, pues, lo que constituye el bien común de los esposos e indican lo que debe ser el bien común de la futura familia. Para ponerlo de manifiesto la Iglesia les pregunta si están dispuestos a recibir y educar cristianamente a los hijos que Dios les conceda. La pregunta se refiere al bien común del futuro núcleo familiar, teniendo presente la genealogía de las personas, que está inscrita en la constitución misma del matrimonio y de la familia. La pregunta sobre los hijos y su educación está vinculada estrictamente con el consentimiento matrimonial, con la promesa de amor, de respeto conyugal, de fidelidad hasta la muerte. La acogida y educación de los hijos —dos de los objetivos principales de la familia— están condicionadas por el cumplimiento de ese compromiso. La paternidad y la maternidad representan un cometido de naturaleza no simplemente física, sino también espiritual; en efecto, por ellas pasa la genealogía de la persona, que tiene su inicio eterno en Dios y que debe conducir a él.

 

El Año de la familia, año de especial oración de las familias, debería concientizar a cada familia sobre esto de un modo nuevo y profundo. ¡Qué riqueza de aspectos bíblicos podría constituir el substrato de esa oración! Es necesario que a las palabras de la sagrada Escritura se añada siempre el recuerdo personal de los esposos-padres, y el de los hijos y nietos. Mediante la genealogía de las personas, la comunión conyugal se hace comunión de generaciones. La unión sacramental de los dos, sellada con la alianza realizada ante Dios, perdura y se consolida con la sucesión de las generaciones. Esta unión debe convertirse en unidad de oración. Pero para que esto pueda transparentarse de manera significativa en el Año de la familia, es necesario que la oración se convierta en una costumbre radicada en la vida cotidiana de cada familia. La oración es acción de gracias, alabanza a Dios, petición de perdón, súplica e invocación. En cada una de estas formas, la oración de la familia tiene mucho que decir a Dios. También tiene mucho que decir a los hombres, empezando por la recíproca comunión de personas unidas por lazos familiares.

 

«¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?» (Sal 8, 5), se pregunta el salmista. La oración es la situación en la cual, de la manera más sencilla, se manifiesta el recuerdo creador y paternal de Dios: no sólo y no tanto el recuerdo de Dios por parte del hombre, sino más bien el recuerdo del hombre por parte de Dios. Por esto, la oración de la comunidad familiar puede convertirse en ocasión de recuerdo común y recíproco; en efecto, la familia es comunidad de generaciones. En la oración todos deben estar presentes: los que viven y quienes ya han muerto, como también los que aún tienen que venir al mundo. Es preciso que en la familia se ore por cada uno, según la medida del bien que para él constituye la familia y del bien que él constituye para la familia. La oración confirma más sólidamente ese bien, precisamente como bien común familiar. Más aún, la oración es el inicio también de este bien, de modo siempre renovado. En la oración, la familia se encuentra como el primer «nosotros» en el que cada uno es «yo» y «tú»; cada uno es para el otro marido o mujer, padre o madre, hijo o hija, hermano o hermana, abuelo o nieto.

 

¿Son así las familias a las que me dirijo con esta carta? Ciertamente no pocas son así, pero en la época actual se ve la tendencia a restringir el núcleo familiar al ámbito de dos generaciones. Esto sucede a menudo por la escasez de viviendas disponibles, sobre todo en las grandes ciudades. Pero muchas veces esto se debe también a la convicción de que varias generaciones juntas son un obstáculo para la intimidad y hacen demasiado difícil la vida. Pero, ¿no es precisamente éste el punto más débil? Hay poca vida verdaderamente humana en las familias de nuestros días. Faltan las personas con las que crear y compartir el bien común; y sin embargo el bien, por su naturaleza, exige ser creado y compartido con otros: «el bien tiende a difundirse» («bonum est diffusivum sui»). El bien, cuanto más común es, tanto más propio es: mío —tuyo— nuestro. Ésta es la lógica intrínseca del vivir en el bien, en la verdad y en la caridad. Si el hombre sabe aceptar esta lógica y seguirla, su existencia llega a ser verdaderamente una «entrega sincera».

 

La entrega sincera de sí mismo

11. El Concilio, al afirmar que el hombre es la única criatura sobre la tierra amada por Dios por sí misma, dice a continuación que él «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo». Esto podría parecer una contradicción, pero no lo es absolutamente. Es, más bien, la gran y maravillosa paradoja de la existencia humana: una existencia llamada a servir la verdad en el amor. El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de sí mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino sólo regalar libre y recíprocamente.

La entrega de la persona exige, por su naturaleza, que sea duradera e irrevocable. La indisolubilidad del matrimonio deriva primariamente de la esencia de esa entrega: entrega de la persona a la persona. En este entregarse recíproco se manifiesta el carácter esponsal del amor. En el consentimiento matrimonial los novios se llaman con el propio nombre: «Yo, ... te quiero a ti, ... como esposa (como esposo) y me entrego a ti, y prometo serte fiel... todos los días de mi vida». Semejante entrega obliga mucho más intensa y profundamente que todo lo que puede ser «comprado» a cualquier precio. Doblando las rodillas ante el Padre, del cual proviene toda paternidad y maternidad, los futuros padres se hacen conscientes de haber sido «redimidos». En efecto, han sido comprados a un precio elevado, al precio de la entrega más sincera posible, la sangre de Cristo, en la que participan por medio del sacramento. Coronamiento litúrgico del rito matrimonial es la Eucaristía —sacrificio del «cuerpo entregado» y de la «sangre derramada»—, que en el consentimiento de los esposos encuentra, de alguna manera, su expresión.

 

Cuando el hombre y la mujer, en el matrimonio, se entregan y se reciben recíprocamente en la unidad de «una sola carne», la lógica de la entrega sincera entra en sus vidas. Sin aquélla, el matrimonio sería vacío, mientras que la comunión de las personas, edificada sobre esa lógica, se convierte en comunión de los padres. Cuando transmiten la vida al hijo, un nuevo «tú» humano se inserta en la órbita del «nosotros» de los esposos, una persona que ellos llamarán con un nombre nuevo: «nuestro hijo...; nuestra hija...». «He adquirido un varón con el favor del Señor» (Gén 4, 1), dice Eva, la primera mujer de la historia. Un ser humano, esperado durante nueve meses y «manifestado» después a los padres, hermanos y hermanas. El proceso de la concepción y del desarrollo en el seno materno, el parto, el nacimiento, sirven para crear como un espacio adecuado para que la nueva criatura pueda manifestarse como «don». Así es, efectivamente, desde el principio. ¿Podría, quizás, calificarse de manera diversa este ser frágil e indefenso, dependiente en todo de sus padres y encomendado completamente a ellos? El recién nacido se entrega a los padres por el hecho mismo de nacer. Su vida es ya un don, el primer don del Creador a la criatura.

 

En el recién nacido se realiza el bien común de la familia. Como el bien común de los esposos encuentra su cumplimiento en el amor esponsal, dispuesto a dar y acoger la nueva vida, así el bien común de la familia se realiza mediante el mismo amor esponsal concretado en el recién nacido. En la genealogía de la persona está inscrita la genealogía de la familia, lo cual quedará para memoria mediante las anotaciones en el registro de Bautismos, aunque éstas no son más que la consecuencia social del hecho «de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21).

 

Ahora bien, ¿es también verdad que el nuevo ser humano es un don para los padres? ¿Un don para la sociedad? Aparentemente nada parece indicarlo. El nacimiento de un ser humano parece a veces un simple dato estadístico, registrado como tantos otros en los balances demográficos. Ciertamente, el nacimiento de un hijo significa para los padres ulteriores esfuerzos, nuevas cargas económicas, otros condicionamientos prácticos. Estos motivos pueden llevarlos a la tentación de no desear otro hijo. En algunos ambientes sociales y culturales la tentación resulta más fuerte. El hijo, ¿no es, pues, un don? ¿Viene sólo para recibir y no para dar? He aquí algunas cuestiones inquietantes, de las que el hombre actual no se libra fácilmente. El hijo viene a ocupar un espacio, mientras parece que en el mundo cada vez haya menos. Pero, ¿es realmente verdad que el hijo no aporta nada a la familia y a la sociedad? ¿No es quizás una «partícula» de aquel bien común sin el cual las comunidades humanas se disgregan y corren el riesgo de desaparecer? ¿Cómo negarlo? El niño hace de sí mismo un don a los hermanos, hermanas, padres, a toda la familia. Su vida se convierte en don para los mismos donantes de la vida, los cuales no dejarán de sentir la presencia del hijo, su participación en la vida de ellos, su aportación a su bien común y al de la comunidad familiar. Verdad, ésta, que es obvia en su simplicidad y profundidad, no obstante la complejidad, y también la eventual patología, de la estructura psicológica de ciertas personas. El bien común de toda la sociedad está en el hombre que, como se ha recordado, es «el camino de la Iglesia». Ante todo, él es la «gloria de Dios»: «Gloria Dei, vivens homo», según la conocida expresión de san Ireneo, que podría traducirse así: «La gloria de Dios es que el hombre viva». Estamos aquí, puede decirse, ante la definición más profunda del hombre: la gloria de Dios es el bien común de todo lo que existe; el bien común del género humano.

 

¡Sí, el hombre es un bien común!: bien común de la familia y de la humanidad, de cada grupo y de las múltiples estructuras sociales. Pero hay que hacer una significativa distinción de grado y de modalidad: el hombre es bien común, por ejemplo, de la Nación a la que pertenece o del Estado del cual es ciudadano; pero lo es de una manera mucho más concreta, única e irrepetible para su familia; lo es no sólo como individuo que forma parte de la multitud humana, sino como «este hombre». Dios Creador lo llama a la existencia «por sí mismo»; y con su venida al mundo el hombre comienza, en la familia, su «gran aventura», la aventura de la vida. «Este hombre», en cualquier caso, tiene derecho a la propia afirmación debido a su dignidad humana. Esta es precisamente la que establece el lugar de la persona entre los hombres y, ante todo, en la familia. En efecto, la familia es —más que cualquier otra realidad social— el ambiente en que el hombre puede vivir «por sí mismo» a través de la entrega sincera de sí. Por esto, la familia es una institución social que no se puede ni se debe sustituir: es «el santuario de la vida».

 

El hecho de que está naciendo un hombre —«ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21)—, constituye un signo pascual. Jesús mismo, como refiere el evangelista Juan, habla de ello a los discípulos antes de su pasión y muerte, parangonando la tristeza por su marcha con el sufrimiento de una mujer parturienta: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste 1, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21). La «hora» de la muerte de Cristo (cf. Jn 13, 1) se parangona aquí con la «hora» de la mujer en los dolores de parto; el nacimiento de un nuevo hombre se corresponde plenamente con la victoria de la vida sobre la muerte realizada por la resurrección del Señor. Esta comparación se presta a diversas reflexiones. Igual que la resurrección de Cristo es la manifestación de la Vida más allá del umbral de la muerte, así también el nacimiento de un niño es manifestación de la vida, destinada siempre, por medio de Cristo, a la «plenitud de la vida» que está en Dios mismo: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10). Aquí se manifiesta en su valor más profundo el verdadero significado de la expresión de san Ireneo: «Gloria Dei, vivens homo».

 

Esta es la verdad evangélica de la entrega de sí mismo, sin la cual el hombre no puede «encontrarse plenamente», que permite valorar cuán profundamente esta «entrega sincera» esté fundamentada en la entrega de Dios Creador y Redentor, en la «gracia del Espíritu Santo», cuya «efusión» sobre los esposos invoca el celebrante en el rito del matrimonio. Sin esta «efusión» sería verdaderamente difícil comprender todo esto y cumplirlo como vocación del hombre. Y sin embargo, ¡tanta gente lo intuye! Tantos hombres y mujeres hacen propia esta verdad llegando a entrever que sólo en ella encuentran «la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Sin esta verdad, la vida de los esposos no llega a alcanzar un sentido plenamente humano.

 

He aquí por qué la Iglesia nunca se cansa de enseñar y de testimoniar esta verdad. Aun manifestando comprensión materna por las no pocas y complejas situaciones de crisis en que se hallan las familias, así como por la fragilidad moral de cada ser humano, la Iglesia está convencida de que debe permanecer absolutamente fiel a la verdad sobre el amor humano; de otro modo, se traicionaría a sí misma. En efecto, abandonar esta verdad salvífica sería como cerrar «los ojos del corazón» (cf. Ef 1, 18), que, en cambio, deben permanecer siempre abiertos a la luz con que el Evangelio ilumina las vicisitudes humanas (cf. 2 Tim 1, 10). La conciencia de la entrega sincera de sí, mediante la cual el hombre «se encuentra plenamente a sí mismo», ha de ser renovada sólidamente y garantizada constantemente, ante muchas formas de oposición que la Iglesia encuentra por parte de los partidarios de una falsa civilización del progreso. La familia expresa siempre un nueva dimensión del bien para los hombres, y por esto suscita una nueva responsabilidad. Se trata de la responsabilidad por aquel singular bien común en el cual se encuentra el bien del hombre: el bien de cada miembro de la comunidad familiar; es un bien ciertamente «difícil» («bonum arduum»), pero atractivo.

 

Paternidad y maternidad responsables

 

12. Ha llegado el momento de aludir, en el entramado de la presente Carta a las Familias, a dos cuestiones relacionadas entre sí. Una, la más genérica, se refiere a la civilización del amor; la otra, más específica, se refiere a la paternidad y maternidad responsables.

 

Hemos dicho ya que el matrimonio entraña una singular responsabilidad para el bien común: primero el de los esposos, después el de la familia. Este bien común está representado por el hombre, por el valor de la persona y por todo lo que representa la medida de su dignidad. El hombre lleva consigo esta dimensión en cada sistema social, económico y político. Sin embargo, en el ámbito del matrimonio y de la familia esa responsabilidad se hace, por muchas razones, más «exigente» aún. No sin motivo la Constitución pastoral Gaudium et spes habla de «promover la dignidad del matrimonio y de la familia». El Concilio ve en esta «promoción» una tarea tanto de la Iglesia como del Estado; sin embargo, en toda cultura, es ante todo un deber de las personas que, unidas en matrimonio, forman una determinada familia. La «paternidad y maternidad responsables» expresan un compromiso concreto para cumplir este deber, que en el mundo actual presenta nuevas características.

 

En particular, la paternidad y maternidad se refieren directamente al momento en que el hombre y la mujer, uniéndose «en una sola carne», pueden convertirse en padres. Este momento tiene un valor muy significativo, tanto por su relación interpersonal como por su servicio a la vida. Ambos pueden convertirse en procreadores —padre y madre— comunicando la vida a un nuevo ser humano. Las dos dimensiones de la unión conyugal, la unitiva y la procreativa, no pueden separarse artificialmente sin alterar la verdad íntima del mismo acto conyugal.

 

Esta es la enseñanza constante de la Iglesia, y los «signos de los tiempos», de los que hoy somos testigos, ofrecen nuevos motivos para confirmarlo con particular énfasis. San Pablo, tan atento a las necesidades pastorales de su tiempo, exigía con claridad y firmeza «insistir a tiempo y a destiempo» (cf. 2 Tim 4, 2), sin temor alguno por el hecho de que «no se soportara la sana doctrina» (cf. 2 Tim 4, 3). Sus palabras son bien conocidas a quienes, comprendiendo profundamente las vicisitudes de nuestro tiempo, esperan que la Iglesia no sólo no abandone «la sana doctrina», sino que la anuncie con renovado vigor, buscando en los actuales «signos de los tiempos» las razones para su ulterior y providencial profundización.

 

Muchas de estas razones se encuentran ya en las mismas ciencias que, del antiguo tronco de la antropología, se han desarrollado en varias especializaciones, como la biología, psicología, sociología y sus ramificaciones ulteriores. Todas giran, en cierto modo, en torno a la medicina, que es, a la vez, ciencia y arte (ars medica), al servicio de la vida y de la salud de la persona. Pero las razones insinuadas aquí emergen sobre todo de la experiencia humana que es múltiple y que, en cierto sentido, precede y sigue a la ciencia misma.

 

Los esposos aprenden por propia experiencia lo que significan la paternidad y maternidad responsables; lo aprenden también gracias a la experiencia de otras parejas que viven en condiciones análogas y se han hecho así más abiertas a los datos de las ciencias. Podría decirse que los «estudiosos» aprenden casi de los «esposos», para poder luego, a su vez, instruirlos de manera más competente sobre el significado de la procreación responsable y sobre los modos de practicarla.

 

Este tema ha sido tratado ampliamente en los Documentos conciliares, en la Encíclica Humanae vitae, en las «Proposiciones» del Sínodo de los Obispos de 1980, en la Exhortación apostólica Familiaris consortio, y en intervenciones análogas, hasta la Instrucción Donum vitae de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La Iglesia enseña la verdad moral sobre la paternidad y maternidad responsables, defendiéndola de las visiones y tendencias erróneas difundidas actualmente. ¿Por qué hace esto la Iglesia? ¿Acaso porque no se da cuenta de las problemáticas evocadas por quienes en este ámbito sugieren concesiones y tratan de convencerla también con presiones indebidas, si no es incluso con amenazas? En efecto, se reprocha frecuentemente al Magisterio de la Iglesia que está ya superado y cerrado a las instancias del espíritu de los tiempos modernos; que desarrolla una acción nociva para la humanidad, más aún, para la Iglesia misma. Por mantenerse obstinadamente en sus propias posiciones —se dice—, la Iglesia acabará por perder popularidad y los creyentes se alejarán cada vez más de ella.

 

Pero, ¿cómo se puede sostener que la Iglesia, y de modo especial el Episcopado en comunión con el Papa, sea insensible a problemas tan graves y actuales? Pablo VI veía precisamente en éstos cuestiones tan vitales que lo impulsaron a publicar la Encíclica Humanae vitae. El fundamento en que se basa la doctrina de la Iglesia sobre la paternidad y maternidad responsables es mucho más amplio y sólido. El Concilio lo indica ante todo en sus enseñanzas sobre el hombre cuando afirma que él «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» y que «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino es en la entrega sincera de sí mismo». Y esto porque ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, y redimido por el Hijo unigénito del Padre, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación.

El Concilio Vaticano II, particularmente atento al problema del hombre y de su vocación, afirma que la unión conyugal —significada en la expresión bíblica «una sola carne»— sólo puede ser comprendida y explicada plenamente recurriendo a los valores de la «persona» y de la «entrega». Cada hombre y cada mujer se realizan en plenitud mediante la entrega sincera de sí mismo; y, para los esposos, el momento de la unión conyugal constituye una experiencia particularísima de ello. Es entonces cuando el hombre y la mujer, en la «verdad» de su masculinidad y femineidad, se convierten en entrega recíproca. Toda la vida del matrimonio es entrega, pero esto se hace singularmente evidente cuando los esposos, ofreciéndose recíprocamente en el amor, realizan aquel encuentro que hace de los dos «una sola carne» (Gén 2, 24).

 

Ellos viven entonces un momento de especial responsabilidad, incluso por la potencialidad procreativa vinculada con el acto conyugal. En aquel momento, los esposos pueden convertirse en padre y madre, iniciando el proceso de una nueva existencia humana que después se desarrollará en el seno de la mujer. Aunque es la mujer la primera que se da cuenta de que es madre, el hombre con el cual se ha unido en «una sola carne» toma a su vez conciencia, mediante el testimonio de ella, de haberse convertido en padre. Ambos son responsables de la potencial, y después efectiva, paternidad y maternidad. El hombre debe reconocer y aceptar el resultado de una decisión que también ha sido suya. No puede ampararse en expresiones como: «no sé», «no quería», «lo has querido tú». La unión conyugal conlleva en cualquier caso la responsabilidad del hombre y de la mujer, responsabilidad potencial que llega a ser efectiva cuando las circunstancias lo imponen. Esto vale sobre todo para el hombre que, aun siendo también artífice del inicio del proceso generativo, queda distanciado biológicamente del mismo, ya que de hecho se desarrolla en la mujer.¿Cómo podría el hombre no hacerse cargo de ello? Es necesario que ambos, el hombre y la mujer, asuman juntos, ante sí mismos y ante los demás, la responsabilidad de la nueva vida suscitada por ellos.

 

Esta es una conclusión compartida por las ciencias humanas mismas. Sin embargo, conviene profundizarla, analizando el significado del acto conyugal a la luz de los mencionados valores de la «persona» y de la «entrega». Esto lo hace la Iglesia con su constante enseñanza, particularmente con la del Concilio Vaticano II.

 

En el momento del acto conyugal, el hombre y la mujer están llamados a ratificar de manera responsable la recíproca entrega que han hecho de sí mismos con la alianza matrimonial. Ahora bien, la lógica de la entrega total del uno al otro implica la potencial apertura a la procreación: el matrimonio está llamado así a realizarse todavía más plenamente como familia. Ciertamente, la entrega recíproca del hombre y de la mujer no tiene como fin solamente el nacimiento de los hijos, sino que es, en sí misma, mutua comunión de amor y de vida. Pero siempre debe garantizarse la íntima verdad de tal entrega. «Íntima» no es sinónimo de «subjetiva». Significa más bien que es esencialmente coherente con la verdad objetiva de aquéllos que se entregan. La persona jamás ha de ser considerada un medio para alcanzar un fin; jamás, sobre todo, un medio de «placer». La persona es y debe ser sólo el fin de todo acto. Solamente entonces la acción corresponde a la verdadera dignidad de la persona.

 

Al concluir nuestras reflexiones sobre este tema tan importante y delicado, deseo alentaros particularmente a vosotros, queridos esposos, y a todos aquéllos que os ayudan a comprender y a poner en práctica la enseñanza de la Iglesia sobre el matrimonio, sobre la maternidad y paternidad responsables. Pienso concretamente en los Pastores, en tantos estudiosos, teólogos, filósofos, escritores y periodistas, que no se plegan al conformismo cultural dominante, dispuestos valientemente a ir contra corriente. Mi aliento se dirige, además, a un grupo cada vez más numeroso de expertos, médicos y educadores —verdaderos apóstoles laicos—, para quienes promover la dignidad del matrimonio y la familia resulta un cometido importante de su vida. En nombre de la Iglesia expreso a todos mi gratitud.¿Qué podrían hacer sin ellos los Sacerdotes, los Obispos e incluso el mismo Sucesor de Pedro? De esto me he ido convenciendo cada vez más desde mis primeros años de sacerdocio, cuando sentado en el confesionario empecé a compartir las preocupaciones, los temores y las esperanzas de tantos esposos. He encontrado casos difíciles de rebelión y rechazo, pero al mismo tiempo tantas personas muy responsables y generosas. Mientras escribo esta Carta tengo presentes a todos estos esposos y les abrazo con mi afecto y mi oración.

 

Dos civilizaciones

 

13. Amadísimas familias, la cuestión de la paternidad y de la maternidad responsables se inscribe en toda la temática de la «civilización del amor», de la que deseo hablaros ahora. De lo expuesto hasta aquí se deduce claramente que la familia constituye la base de lo que Pablo VI calificó como «civilización del amor», expresión asumida después por la enseñanza de la Iglesia y considerada ya normal. Hoy es difícil pensar en una intervención de la Iglesia, o bien sobre la Iglesia, que no se refiera a la civilización del amor. La expresión se relaciona con la tradición de la «iglesia doméstica» en los orígenes del cristianismo, pero tiene una preciosa referencia incluso para la época actual. Etimológicamente, el término «civilización» deriva efectivamente de «civis», «ciudadano», y subraya la dimensión política de la existencia de cada individuo. Sin embargo, el significado más profundo de la expresión «civilización» no es solamente político sino más bien «humanístico». La civilización pertenece a la historia del hombre, porque corresponde a sus exigencias espirituales y morales: éste, creado a imagen y semejanza de Dios, ha recibido el mundo de manos del Creador con el compromiso de plasmarlo a su propia imagen y semejanza. Precisamente del cumplimiento de este cometido deriva la civilización, que, en definitiva, no es otra cosa que la «humanización del mundo».

 

Civilización tiene, pues, en cierto modo, el mismo significado que «cultura». Por esto se podría decir también: «cultura del amor», aunque es preferible mantener la expresión que se ha hecho ya familiar. La civilización del amor, con el significado actual del término, se inspira en las palabras de la constitución conciliar Gaudium et spes: «Cristo... manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación». Por esto se puede afirmar que la civilización del amor se basa en la revelación de Dios, que «es amor», como dice Juan (1 Jn 4, 8. 16), y que está expresada de modo admirable por Pablo con el himno a la caridad, en la primera carta a los Corintios (cf. 13, 1-13). Esta civilización está íntimamente relacionada con el amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5), y que crece gracias al cuidado constante del que habla, de manera tan sugestiva, la alegoría evangélica de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto» (Jn 15, 1-2).

 

A la luz de estos y de otros textos del Nuevo Testamento es posible comprender lo que se entiende por «civilización del amor», y por qué la familia está unida orgánicamente a esta civilización. Si el primer «camino de la Iglesia» es la familia, conviene añadir que lo es también la civilización del amor, pues la Iglesia camina por el mundo y llama a seguir este camino a las familias y a las otras instituciones sociales, nacionales e internacionales, precisamente en función de las familias y por medio de ellas. En efecto, la familia depende por muchos motivos de la civilización del amor, en la cual encuentra las razones de su ser como tal. Y al mismo tiempo, la familia es el centro y el corazón de la civilización del amor.

 

Sin embargo, no hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios «es Amor», y de que el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha llamado «por sí misma» a la existencia. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, sólo puede «encontrar su plenitud» mediante la entrega sincera de sí mismo. Sin este concepto del hombre, de la persona y de la «comunión de personas» en la familia, no puede haber civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este concepto de persona y de comunión de personas. La familia constituye la «célula» fundamental de la sociedad. Pero hay necesidad de Cristo —«vid» de la que reciben savia los «sarmientos»— para que esta célula no esté expuesta a la amenaza de una especie de desarraigo cultural, que puede venir tanto de dentro como de fuera. En efecto, si por un lado existe la «civilización del amor», por otro está la posibilidad de una «anticivilización» destructora, como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho.

 

¿Quién puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda «crisis de la verdad»? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de conceptos. Los términos «amor», «libertad», «entrega sincera» e incluso «persona», «derechos de la persona»,¿significan realmente lo que por su naturaleza contienen? He aquí por qué resulta tan significativa e importante para la Iglesia y para el mundo —ante todo en Occidente la encíclica sobre el «esplendor de la verdad» (Veritatis splendor). Solamente si la verdad sobre la libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en la familia recupera su esplendor, empezará verdaderamente la edificación de la civilización del amor y será entonces posible hablar con eficacia —como hace el Concilio— de «promover la dignidad del matrimonio y de la familia».

 

¿Por qué es tan importante el «esplendor de la verdad»? Ante todo, lo es por contraste: el desarrollo de la civilización contemporánea está vinculado a un progreso científico-tecnológico que se verifica de manera muchas veces unilateral, presentando como consecuencia características puramente positivistas. Como se sabe, el positivismo produce como frutos el agnosticismo a nivel teórico y el utilitarismo a nivel práctico y ético. En nuestros tiempos la historia, en cierto sentido, se repite. El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las «cosas» y no de las «personas»; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas. En el contexto de la civilización del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros. Para convencerse de ello, basta examinar ciertos programas de educación sexual, introducidos en las escuelas, a menudo contra el parecer y las protestas de muchos padres; o bien las corrientes abortistas, que en vano tratan de esconderse detrás del llamado «derecho de elección» («pro choice») por parte de ambos esposos, y particularmente por parte de la mujer. Éstos son sólo dos ejemplos de los muchos que podrían recordarse.

 

Es evidente que en semejante situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse amenazada, porque está acechada en sus mismos fundamentos. Lo que es contrario a la civilización del amor es contrario a toda la verdad sobre el hombre y es una amenaza para él: no le permite encontrarse a sí mismo ni sentirse seguro como esposo, como padre, como hijo. El llamado «sexo seguro», propagado por la «civilización técnica», es en realidad, bajo el aspecto de las exigencias globales de la persona, radicalmente no-seguro, e incluso gravemente peligroso. En efecto, la persona se encuentra ahí en peligro, y, a su vez, está en peligro la familia.¿Cuál es el peligro? Es la pérdida de la verdad sobre la familia, a la que se añade el riesgo de la pérdida de la libertad y, por consiguiente, la pérdida del amor mismo. «Conoceréis la verdad —dice Jesús— y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). La verdad, sólo la verdad, os preparará para un amor del que se puede decir que es «hermoso».

 

La familia contemporánea, como la de siempre, va buscando el «amor hermoso». Un amor no «hermoso», o sea, reducido sólo a satisfacción de la concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16) o a un recíproco «uso» del hombre y de la mujer, hace a las personas esclavas de sus debilidades.¿No favorecen esta esclavitud ciertos «programas culturales» modernos? Son programas que «juegan» con las debilidades del hombre, haciéndolo así más débil e indefenso.

 

La civilización del amor evoca la alegría: alegría, entre otras cosas, porque un hombre viene al mundo (cf. Jn 16, 21) y, consiguientemente, porque los esposos llegan a ser padres. Civilización del amor significa «alegrarse con la verdad» (cf. 1 Co 13, 6); pero una civilización inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni puede ser nunca una civilización del amor. Si la familia es tan importante para la civilización del amor, lo es por la particular cercanía e intensidad de los vínculos que se instauran en ella entre las personas y las generaciones. Sin embargo, es vulnerable y puede sufrir fácilmente los peligros que debilitan o incluso destruyen su unidad y estabilidad. Debido a tales peligros, las familias dejan de dar testimonio de la civilización del amor e incluso pueden ser su negación, una especie de antitestimonio. Una familia disgregada puede, a su vez, generar una forma concreta de «anticivilización», destruyendo el amor en los diversos ámbitos en los que se expresa, con inevitables repercusiones en el conjunto de la vida social.

 

El amor es exigente

 

14. El amor, al que el apóstol Pablo dedicó un himno en la primera carta a los Corintios —amor «paciente», «servicial», y que «todo lo soporta» (1 Co 13, 4. 7)—, es ciertamente exigente. Su belleza está precisamente en el hecho de ser exigente, porque de este modo constituye el verdadero bien del hombre y lo irradia también a los demás. En efecto, el bien —dice santo Tomás— es por su naturaleza «difusivo». El amor es verdadero cuando crea el bien de las personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los demás. Sólo quien, en nombre del amor, sabe ser exigente consigo mismo, puede exigir amor de los demás; porque el amor es exigente. Lo es en cada situación humana; lo es aún más para quien se abre al Evangelio. ¿No es esto lo que Jesús proclama en «su» mandamiento? Es necesario que los hombres de hoy descubran este amor exigente, porque en él está el fundamento verdaderamente sólido de la familia; un fundamento que es capaz de «soportar todo». Según el Apóstol, el amor no es capaz de «soportar todo» si es «envidioso», si «es jactancioso», si «se engríe», si no «es decoroso» (cf. 1 Co 13, 4-5). El verdadero amor, enseña san Pablo, es distinto: «Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 7). Precisamente este amor «soportará todo». Actúa en él la poderosa fuerza de Dios mismo, que «es amor» (1 Jn 4, 8. 16). Actúa en él la poderosa fuerza de Cristo, redentor del hombre y salvador del mundo.

 

Al meditar el capítulo 13 de la primera carta de Pablo a los Corintios, nos situamos en el camino que nos ayuda a comprender, de modo más inmediato e incisivo, la plena verdad sobre la civilización del amor. Ningún otro texto bíblico expresa esa verdad de una manera más simple y profunda que el himno a la caridad.

 

Los peligros que incumben sobre el amor constituyen también una amenaza a la civilización del amor, porque favorecen lo que es capaz de contrastarlo eficazmente. Piénsese ante todo en el egoísmo, no sólo a nivel individual, sino también de la pareja o, en un ámbito aún más vasto, en el egoísmo social, por ejemplo, de clase o de nación (nacionalismo). El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone directa y radicalmente a la civilización del amor.¿Acaso se quiere decir que ha de definirse el amor simplemente como «antiegoísmo»? Sería una definición demasiado pobre y, en definitiva, sólo negativa, aunque es verdad que para realizar el amor y la civilización del amor deben superarse varias formas de egoísmo. Es más justo hablar de «altruismo», que es la antítesis del egoísmo. Pero aún más rico y completo es el concepto de amor, ilustrado por san Pablo. El himno a la caridad de la primera carta a los Corintios es como la carta magna de la civilización del amor. En él no se trata tanto de manifestaciones individuales (sea del egoísmo, sea del altruismo), cuanto de la aceptación radical del concepto de hombre como persona que «se encuentra plenamente» mediante la entrega sincera de sí mismo. Una entrega es, obviamente, «para los demás»: ésta es la dimensión más importante de la civilización del amor.

 

Entramos así en el núcleo mismo de la verdad evangélica sobre la libertad. La persona se realiza mediante el ejercicio de la libertad en la verdad. La libertad no puede ser entendida como facultad de hacer cualquier cosa. Libertad significa entrega de uno mismo, es más, disciplina interior de la entrega. En el concepto de entrega no está inscrita solamente la libre iniciativa del sujeto, sino también la dimensión del deber. Todo esto se realiza en la «comunión de las personas». Nos situamos así en el corazón mismo de cada familia.

 

Nos encontramos también sobre las huellas de la antítesis entre individualismo y personalismo. El amor, la civilización del amor, se relaciona con el personalismo. ¿Por qué precisamente con el personalismo?¿Por qué el individualismo amenaza la civilización del amor? La clave de la respuesta está en la expresión conciliar: «una entrega sincera». El individualismo supone un uso de la libertad por el cual el sujeto hace lo que quiere, «estableciendo» él mismo «la verdad» de lo que le gusta o le resulta útil. No admite que otro «quiera» o exija algo de él en nombre de una verdad objetiva. No quiere «dar» a otro basándose en la verdad; no quiere convertirse en una «entrega sincera». El individualismo es, por tanto, egocéntrico y egoísta. La antítesis con el personalismo nace no solamente en el terreno de la teoría, sino aún más en el del «ethos». El «ethos» del personalismo es altruista: mueve a la persona a entregarse a los demás y a encontrar gozo en ello. Es el gozo del que habla Cristo (cf. Jn 15, 11; 16, 20. 22).

 

Conviene, pues, que la sociedad humana, y en ella las familias, que a menudo viven en un contexto de lucha entre la civilización del amor y sus antítesis, busquen su fundamento estable en una justa visión del hombre y de lo que determina la plena «realización» de su humanidad. Ciertamente contrario a la civilización del amor es el llamado «amor libre», tanto o más peligroso porque es presentado frecuentemente como fruto de un sentimiento «verdadero», mientras de hecho destruye el amor. ¡Cuántas familias se han disgregado precisamente por el «amor libre»! En cualquier caso, seguir el «verdadero» impulso afectivo, en nombre de un amor «libre» de condicionamientos, en realidad significa hacer al hombre esclavo de aquellos instintos humanos, que santo Tomás llama «pasiones del alma». El «amor libre» explota las debilidades humanas dándoles un cierto «marco» de nobleza con la ayuda de la seducción y con el apoyo de la opinión pública. Se trata así de «tranquilizar» las conciencias, creando una «coartada moral». Sin embargo, no se toman en consideración todas sus consecuencias, especialmente cuando, además del cónyuge, sufren los hijos, privados del padre o de la madre y condenados a ser de hecho huérfanos de padres vivos.

 

Como es sabido, en la base del utilitarismo ético está la búsqueda constante del «máximo» de felicidad: una «felicidad utilitarista», entendida sólo como placer, como satisfacción inmediata del individuo, por encima o en contra de las exigencias objetivas del verdadero bien.

 

El proyecto del utilitarismo, basado en una libertad orientada con sentido individualista, o sea, una libertad sin responsabilidad, constituye la antítesis del amor, incluso como expresión de la civilización humana considerada en su conjunto. Cuando este concepto de libertad encuentra eco en la sociedad, aliándose fácilmente con las más diversas formas de debilidad humana, se manifiesta muy pronto como una sistemática y permanente amenaza para la familia. A este respecto, se podrían citar muchas consecuencias nefastas, documentables a nivel estadístico, aunque no pocas de ellas quedan escondidas en los corazones de los hombres y de las mujeres, como heridas dolorosas y sangrantes.

 

El amor de los esposos y de los padres tiene la capacidad de curar semejantes heridas, si las mencionadas insidias no le privan de su fuerza de regeneración, tan benéfica y saludable para la comunidad humana. Esta capacidad depende de la gracia divina del perdón y de la reconciliación, que asegura la energía espiritual para empezar siempre de nuevo. Precisamente por esto, los miembros de la familia necesitan encontrar a Cristo en la Iglesia a través del admirable sacramento de la penitencia y de la reconciliación.

 

En este contexto se puede ver cuán importante es la oración con las familias y por las familias, en particular, las que se ven amenazadas por la división. Es necesario rezar para que los esposos amen su vocación, incluso cuando el camino resulta difícil o encuentra tramos angostos y escarpados, aparentemente insuperables; hay que rezar para que incluso entonces sean fieles a su alianza con Dios.

 

«La familia es el camino de la Iglesia». En esta carta deseo profesar y anunciar a la vez este camino que, a través de la vida conyugal y familiar, lleva al reino de los cielos (cf. Mt 7, 14). Es importante que la «comunión de las personas» en la familia sea preparación para la «comunión de los santos». Por esto la Iglesia confiesa y anuncia el amor que «todo lo soporta», viendo en él, con san Pablo, la virtud «mayor» (cf. 1 Co 13, 7. 13). El Apóstol no pone límites a nadie. Amar es vocación de todos, también de los esposos y de las familias. En efecto, en la Iglesia todos están llamados igualmente a la perfección de la santidad (cf. Mt 5, 48).

 

Cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre»

 

15. El cuarto mandamiento del Decálogo se refiere a la familia, a su cohesión interna; y, podría decirse, a su solidaridad.

 

En su formulación no se habla explícitamente de la familia; pero, de hecho, se trata precisamente de ella. Para expresar la comunión entre generaciones, el divino Legislador no encontró palabra más apropiada que ésta: «Honra...» (Ex 20, 12). Estamos ante otro modo de expresar lo que es la familia. Dicha formulación no la exalta «artificialmente», sino que ilumina su subjetividad y los derechos que derivan de ello. La familia es una comunidad de relaciones interpersonales particularmente intensas: entre esposos, entre padres e hijos, entre generaciones. Es una comunidad que ha de ser especialmente garantizada. Y Dios no encuentra garantía mejor que ésta: «Honra».

 

«Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20, 12). Este mandamiento sigue a los tres preceptos fundamentales que atañen a la relación del hombre y del pueblo de Israel con Dios: «Shemá, Israel», «Escucha, Israel. El Señor nuestro Dios es el único Señor» (Dt 6, 4). «No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 3). Éste es el primer y mayor mandamiento del amor a Dios «por encima de todo»: él tiene que ser amado «con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza» (Dt 6, 5; cf. Mt 22, 37). Es significativo que el cuarto mandamiento se inserte precisamente en este contexto. «Honra a tu padre y a tu madre», para que ellos sean para ti, en cierto modo, los representantes de Dios, quienes te han dado la vida y te han introducido en la existencia humana: en una estirpe, nación y cultura. Después de Dios son ellos tus primeros bienhechores. Si Dios es el único bueno, más aún, el Bien mismo, los padres participan singularmente de esta bondad suprema. Por tanto: ¡honra a tus padres! Hay aquí una cierta analogía con el culto debido a Dios.

 

El cuarto mandamiento está estrechamente vinculado con elmandamiento del amor. Es profunda la relación entre «honra» y «amor». La honra está relacionada esencialmente con la virtud de la justicia, pero ésta, a su vez, no puede desarrollarse plenamente sin referirse al amor a Dios y al prójimo. Y ¿quién es más prójimo que los propios familiares, que los padres y que los hijos?

 

¿Es unilateral el sistema interpersonal indicado en el cuarto mandamiento?¿Obliga éste a honrar sólo a los padres? Literalmente, sí; pero, indirectamente, podemos hablar también de la «honra» que los padres deben a los hijos. «Honra» quiere decir: reconoce, o sea, déjate guiar por el reconocimiento convencido de la persona, de la del padre y de la madre ante todo, y también de la de todos los demás miembros de la familia. La honra es una actitud esencialmente desinteresada. Podría decirse que es «una entrega sincera de la persona a la persona» y, en este sentido, la honra coincide con el amor. Si el cuarto mandamiento exige honrar al padre y a la madre, lo hace por el bien de la familia; pero, precisamente por esto, presenta unas exigencias a los mismos padres. ¡Padres —parece recordarles el precepto divino—, actuad de modo que vuestro comportamiento merezca la honra (y el amor) por parte de vuestros hijos! ¡No dejéis caer en un «vacío moral» la exigencia divina de honra para vosotros! En definitiva, se trata pues de una honra recíproca. El mandamiento «honra a tu padre y a tu madre» dice indirectamente a los padres: Honrad a vuestros hijos e hijas. Lo merecen porque existen, porque son lo que son: esto es válido desde el primer momento de su concepción. Así, este mandamiento, expresando el vínculo íntimo de la familia, manifiesta el fundamento de su cohesión interior.

 

El mandamiento prosigue: «para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Ex 20, 12). Este «para que» podría dar la impresión de un cálculo «utilitarista»: honrar con miras a la futura longevidad. Entre tanto, decimos que esto no disminuye el significado esencial del imperativo «honra», vinculado por su naturaleza con una actitud desinteresada. Honrar nunca significa: «prevé las ventajas». Sin embargo, no es fácil reconocer que de la actitud de honra recíproca, existente entre los miembros de la comunidad familiar, deriva también una ventaja de naturaleza diversa. La «honra» es ciertamente útil, como «útil» es todo verdadero bien.

 

La familia realiza, ante todo, el bien del «estar juntos», bien por excelencia del matrimonio (de ahí su indisolubilidad) y de la comunidad familiar. Se lo podría definir, además, como bien de los sujetos. En efecto, la persona es un sujeto y lo es también la familia, al estar constituida por personas que, unidas por un profundo vínculo de comunión, forman un único sujeto comunitario. Asimismo, la familia es sujeto más que otras instituciones sociales: lo es más que la nación, que el Estado, más que la sociedad y que las organizaciones internacionales. Estas sociedades, especialmente las naciones, gozan de subjetividad propia en la medida en que la reciben de las personas y de sus familias.¿Son, éstas, observaciones sólo «teóricas», formuladas con el fin de «exaltar» la familia ante la opinión pública? No, se trata más bien de otro modo de expresar lo que es la familia. Y esto se deduce también del cuarto mandamiento.

 

Es una verdad que merece ser destacada y profundizada. En efecto, subraya la importancia de este mandamiento incluso para el sistema moderno de los derechos del hombre. Los ordenamientos institucionales usan el lenguaje jurídico. En cambio, Dios dice: «honra». Todos los «derechos del hombre» son, en definitiva, frágiles e ineficaces, si en su base falta el imperativo: «honra»; en otras palabras, si falta el reconocimiento del hombre por el simple hecho de que es hombre, «este» hombre. Por sí solos, los derechos no bastan.

 

Por tanto, no es exagerado afirmar que la vida de las naciones, de los Estados y de las organizaciones internacionales «pasa» a través de la familia y «se fundamenta» en el cuarto mandamiento del Decálogo. La época en que vivimos, no obstante las múltiples Declaraciones de tipo jurídico que han sido elaboradas, está amenazada en gran medida por la «alienación», como fruto de premisas «iluministas» según las cuales el hombre es «más» hombre si es «solamente» hombre. No es difícil descubrir cómo la alienación de todo lo que de diversas formas pertenece a la plena riqueza del hombre insidia nuestra época. Y esto repercute en la familia. En efecto, la afirmación de la persona está relacionada en gran medida con la familia y, por consiguiente, con el cuarto mandamiento. En el designio de Dios la familia es, bajo muchos aspectos, la primera escuela del ser humano. ¡Sé hombre! —es el imperativo que en ella se transmite—, hombre como hijo de la patria, como ciudadano del Estado y, se dice hoy, como ciudadano del mundo. Quien ha dado el cuarto mandamiento a la humanidad es un Dios «benévolo» con el hombre, (filanthropos, decían los griegos). El Creador del universo es el Dios del amor y de la vida. Él quiere que el hombre tenga la vida y la tenga en abundancia, como proclama Cristo (cf. Jn 10, 10): que tenga la vida ante todo gracias a la familia.

 

Parece claro, pues, que la «civilización del amor» está estrechamente relacionada con la familia. Para muchos la civilización del amor constituye todavía una pura utopía. En efecto, se cree que el amor no puede ser exigido por nadie ni puede imponerse: sería una elección libre que los hombres pueden aceptar o rechazar.

 

Hay parte de verdad en todo esto. Sin embargo, está el hecho de que Jesucristo nos dejó el mandamiento del amor, así como Dios había ordenado en el monte Sinaí: «Honra a tu padre y a tu madre». Pues el amor no es una utopía: ha sido dado al hombre como un cometido que cumplir con la ayuda de la gracia divina. Ha sido encomendado al hombre y a la mujer, en el sacramento del matrimonio, como principio fontal de su «deber», y es para ellos el fundamento de su compromiso recíproco: primero el conyugal, y luego el paterno y materno. En la celebración del sacramento, los esposos se entregan y se reciben recíprocamente, declarando su disponibilidad a acoger y educar la prole. Aquí están las bases de la civilización humana, la cual no puede definirse más que como «civilización del amor».

 

La familia es expresión y fuente de este amor; a través de ella pasa la corriente principal de la civilización del amor, que encuentra en la familia sus «bases sociales».

 

Los Padres de la Iglesia, en la tradición cristiana, han hablado de la familia como «iglesia doméstica», como «pequeña iglesia». Se referían así a la civilización del amor como un posible sistema de vida y de convivencia humana. «Estar juntos» como familia, ser los unos para los otros, crear un ámbito comunitario para la afirmación de cada hombre como tal, de «este» hombre concreto. A veces puede tratarse de personas con limitaciones físicas o psíquicas, de las cuales prefiere liberarse la sociedad llamada «progresista». Incluso la familia puede llegar a comportarse como dicha sociedad. De hecho lo hace cuando se libra fácilmente de quien es anciano o está afectado por malformaciones o sufre enfermedades. Se actúa así porque falta la fe en aquel Dios por el cual «todos viven» (Lc 20, 38) y están llamados a la plenitud de la vida.

 

Sí, la civilización del amor es posible, no es una utopía. Pero es posible sólo gracias a una referencia constante y viva a «Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, de quien proviene toda paternidad 1 en el mundo» (cf. Ef 3, 14-15); de quien proviene cada familia humana.

 

La educación

 

¿En qué consiste la educación? Para responder a esta pregunta hay que recordar dos verdades fundamentales. La primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo. Esto es válido tanto para quien educa como para quien es educado. La educación es, pues, un proceso singular en el que la recíproca comunión de las personas está llena de grandes significados. El educador es una persona que «engendra» en sentido espiritual. Bajo esta perspectiva, la educación puede ser considerada un verdadero apostolado. Es una comunicación vital, que no sólo establece una relación profunda entre educador y educando, sino que hace participar a ambos en la verdad y en el amor, meta final a la que está llamado todo hombre por parte de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

La paternidad y la maternidad suponen la coexistencia y la interacción de sujetos autónomos. Esto es bien evidente en la madre cuando concibe un nuevo ser humano. Los primeros meses de su presencia en el seno materno crean un vínculo particular, que ya tiene un valor educativo. La madre, ya durante el embarazo, forma no sólo el organismo del hijo, sino indirectamente toda su humanidad. Aunque se trate de un proceso que va de la madre hacia el hijo, no debe olvidarse la influencia específica que el que está para nacer ejerce sobre la madre. En esta influencia recíproca, que se manifestará exteriormente después de nacer el niño, no participa directamente el padre. Sin embargo, él debe colaborar responsablemente ofreciendo sus cuidados y su apoyo durante el embarazo e incluso, si es posible, en el momento del parto.

 

Para la «civilización del amor» es esencial que el hombre sienta la maternidad de la mujer, su esposa, como un don. En efecto, ello influye enormemente en todo el proceso educativo. Mucho depende de su disponibilidad a tomar parte de manera adecuada en esta primera fase de donación de la humanidad, y a dejarse implicar, como marido y padre, en la maternidad de su mujer.

 

La educación es, pues, ante todo una «dádiva» de humanidad por parte de ambos padres: ellos transmiten juntos su humanidad madura al recién nacido, el cual, a su vez, les da la novedad y el frescor de la humanidad que trae consigo al mundo. Esto se verifica incluso en el caso de niños marcados por limitaciones psíquicas o físicas. Es más, en tal caso su situación puede desarrollar una fuerza educativa muy particular.

 

Con razón, pues, la Iglesia pregunta durante el rito del matrimonio: «¿Estáis dispuestos a recibir de Dios responsable y amorosamente los hijos, y a educarlos según la ley de Cristo y de su Iglesia?». El amor conyugal se manifiesta en la educación, como verdadero amor de padres. La «comunión de personas», que al comienzo de la familia se expresa como amor conyugal, se completa y se perfecciona extendiéndose a los hijos con la educación. La potencial riqueza, constituida por cada hombre que nace y crece en la familia, es asumida responsablemente de modo que no degenere ni se pierda, sino que se realice en una humanidad cada vez más madura. Esto es también un dinamismo de reciprocidad, en el cual los padres-educadores son, a su vez, educados en cierto modo. Maestros de humanidad de sus propios hijos, la aprenden de ellos. Aquí emerge evidentemente la estructura orgánica de la familia y se manifiesta el significado fundamental del cuarto mandamiento.

 

El «nosotros» de los padres, marido y mujer, se desarrolla, por medio de la generación y de la educación, en el «nosotros» de la familia, que deriva de las generaciones precedentes y se abre a una gradual expansión. A este respecto, desempeñan un papel singular, por un lado, los padres de los padres y, por otro, los hijos de los hijos.

 

Si al dar la vida los padres colaboran en la obra creadora de Dios, mediante la educación participan de su pedagogía paterna y materna a la vez. La paternidad divina, según san Pablo, es el modelo originario de toda paternidad y maternidad en el cosmos (cf. Ef 3, 14-15), especialmente de la maternidad y paternidad humanas. Sobre la pedagogía divina nos ha enseñado plenamente el Verbo eterno del Padre, que al encarnarse ha revelado al hombre la dimensión verdadera e integral de su humanidad: la filiación divina. Y así ha revelado también cuál es el verdadero significado de la educación del hombre. Por medio de Cristo toda educación, en familia y fuera de ella, se inserta en la dimensión salvífica de la pedagogía divina, que está dirigida a los hombres y a las familias, y que culmina en el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor. De este «centro» de nuestra redención arranca todo proceso de educación cristiana, que al mismo tiempo es siempre educación para la plena humanidad.

 

Los padres son los primeros y principales educadores de sus propios hijos, y en este campo tienen incluso una competencia fundamental: son educadores por ser padres. Comparten su misión educativa con otras personas e instituciones, como la Iglesia y el Estado. Sin embargo, esto debe hacerse siempre aplicando correctamente el principio de subsidiariedad. Esto implica la legitimidad e incluso el deber de una ayuda a los padres, pero encuentra su límite intrínseco e insuperable en su derecho prevalente y en sus posibilidades efectivas. El principio de subsidiariedad, por tanto, se pone al servicio del amor de los padres, favoreciendo el bien del núcleo familiar. En efecto, los padres no son capaces de satisfacer por sí solos las exigencias de todo el proceso educativo, especialmente lo que atañe a la instrucción y al amplio sector de la socialización. La subsidiariedad completa así el amor paterno y materno, ratificando su carácter fundamental, porque cualquier otro colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su consentimiento y, en cierto modo, incluso por encargo suyo.

 

El proceso educativo lleva a la fase de la autoeducación, que se alcanza cuando, gracias a un adecuado nivel de madurez psicofísica, el hombre empieza a «educarse él solo». Con el paso de los años, la autoeducación supera las metas alcanzadas previamente en el proceso educativo, en el cual, sin embargo, sigue teniendo sus raíces. El adolescente encuentra nuevas personas y nuevos ambientes, concretamente los maestros y compañeros de escuela, que ejercen en su vida una influencia que puede resultar educativa o antieducativa.

 

En esta etapa se aleja, en cierto modo, de la educación recibida en familia, asumiendo a veces una actitud crítica con los padres. Pero, a pesar de todo, el proceso de autoeducación está marcado por la influencia educativa ejercida por la familia y por la escuela sobre el niño y sobre el muchacho. El joven, transformándose y encaminándose también en la propia dirección, sigue quedando íntimamente vinculado a sus raíces existenciales.

 

Sobre esta perspectiva se perfila, de manera nueva, el significado del cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre» (Ex 20, 12), el cual está relacionado orgánicamente con todo el proceso educativo. La paternidad y maternidad, elemento primero y fundamental en el proceso de dar la humanidad, abren ante los padres y los hijos perspectivas nuevas y más profundas. Engendrar según la carne significa preparar la ulterior «generación», gradual y compleja, mediante todo el proceso educativo. El mandamiento del Decálogo exige al hijo que honre a su padre y a su madre; pero, como ya se ha dicho, el mismo mandamiento impone a los padres un deber en cierto modo «simétrico». Ellos también deben «honrar» a sus propios hijos, sean pequeños o grandes, y esta actitud es indispensable durante todo el proceso educativo, incluido el escolar. El «principio de honrar», es decir, el reconocimiento y el respeto del hombre como hombre, es la condición fundamental de todo proceso educativo auténtico.

 

En el ámbito de la educación la Iglesia tiene un papel específico que desempeñar. A la luz de la tradición y del magisterio conciliar, se puede afirmar que no se trata sólo deconfiar a la Iglesia la educación religioso-moral de la persona, sino de promover todo el proceso educativo de la persona «junto con» la Iglesia. La familia está llamada a desempeñar su deber educativo en la Iglesia, participando así en la vida y en la misión eclesial. La Iglesia desea educar sobre todo por medio de la familia, habilitada para ello por el sacramento, con la correlativa «gracia de estado» y el específico «carisma» de la comunidad familiar.

 

Uno de los campos en los que la familia es insustituible es ciertamente el de la educación religiosa, gracias a la cual la familia crece como «iglesia doméstica». La educación religiosa y la catequesis de los hijos sitúan a la familia en el ámbito de la Iglesia como un verdadero sujeto de evangelización y de apostolado. Se trata de un derecho relacionado íntimamente con el principio de la libertad religiosa. Las familias, y más concretamente los padres, tienen la libre facultad de escoger para sus hijos un determinado modelo de educación religiosa y moral, de acuerdo con las propias convicciones. Pero incluso cuando confían estos cometidos a instituciones eclesiásticas o a escuelas dirigidas por personal religioso, es necesario que su presencia educativa siga siendo constante y activa.

 

No hay que descuidar, en el contexto de la educación, la cuestión esencial del discernimiento de la vocación y, en éste, la preparación para la vida matrimonial, en particular. Son notables los esfuerzos e iniciativas emprendidas por la Iglesia de cara a la preparación para el matrimonio, por ejemplo, los cursillos prematrimoniales. Todo esto es válido y necesario; pero no hay que olvidar que la preparación para la futura vida de pareja es cometido sobre todo de la familia. Ciertamente, sólo las familias espiritualmente maduras pueden afrontar de manera adecuada esta tarea. Por esto se subraya la exigencia de una particular solidaridad entre las familias, que puede expresarse mediante diversas formas organizativas, como las asociaciones de familias para las familias. La institución familiar sale reforzada de esta solidaridad, que acerca entre sí no sólo a los individuos, sino también a las comunidades, comprometiéndolas a rezar juntas y a buscar con la ayuda de todos las respuestas a las preguntas esenciales que plantea la vida.¿No es ésta una forma maravillosa de apostolado de las familias entre sí? Es importante que las familias traten de construir entre ellas lazos de solidaridad. Esto, sobre todo, les permite prestarse mutuamente un servicio educativo común: los padres son educados por medio de otros padres, los hijos por medio de otros hijos. Se crea así una peculiar tradición educativa, que encuentra su fuerza en el carácter de «iglesia doméstica», que es propio de la familia.

 

Es el evangelio del amor la fuente inagotable de todo lo que nutre a la familia como «comunión de personas». En el amor encuentra ayuda y significado definitivo todo el proceso educativo, como fruto maduro de la recíproca entrega de los padres. A través de los esfuerzos, sufrimientos y desilusiones, que acompañan la educación de la persona, el amor no deja de estar sometido a un continuo examen. Para superar esta prueba se necesita una fuerza espiritual que se encuentra sólo en Aquel que «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). De este modo, la educación se sitúa plenamente en el horizonte de la «civilización del amor»; depende de ella y, en gran medida, contribuye a construirla.

 

La Iglesia ora de forma incesante y confiada durante el Año de la familia por la educación del hombre, para que las familias perseveren en su deber educativo con valentía, confianza y esperanza, a pesar de las dificultades a veces tan graves que parecen insuperables. La Iglesia reza para que venzan las fuerzas de la «civilización del amor», que brotan de la fuente del amor de Dios; fuerzas que la Iglesia emplea sin cesar para el bien de toda la familia humana.

 

La familia y la sociedad

 

17. La familia es una comunidad de personas, la célula social más pequeña y, como tal, es una institución fundamental para la vida de toda sociedad.

 

La familia como institución,¿qué espera de la sociedad? Ante todo que sea reconocida en su identidad y aceptada en su naturaleza de sujeto social. Ésta va unida a la identidad propia del matrimonio y de la familia. El matrimonio, que es la base de la institución familiar, está formado por la alianza «por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole». Sólo una unión así puede ser reconocida y confirmada como «matrimonio» en la sociedad. En cambio, no lo pueden ser las otras uniones interpersonales que no responden a las condiciones recordadas antes, a pesar de que hoy día se difunden, precisamente sobre este punto, corrientes bastante peligrosas para el futuro de la familia y de la misma sociedad.

 

¡Ninguna sociedad humana puede correr el riesgo del permisivismo en cuestiones de fondo relacionadas con la esencia del matrimonio y de la familia! Semejante permisivismo moral llega a perjudicar las auténticas exigencias de paz y de comunión entre los hombres. Así se comprende por qué la Iglesia defiende con energía la identidad de la familia y exhorta a las instituciones competentes, especialmente a los responsables de la política, así como a las organizaciones internacionales, a no caer en la tentación de una aparente y falsa modernidad.

 

La familia, como comunidad de amor y de vida, es una realidad social sólidamente arraigada y, a su manera, una sociedad soberana, aunque condicionada en varios aspectos. La afirmación de la soberanía de la institución-familia y la constatación de sus múltiples condicionamientos inducen a hablar de los derechos de la familia. A este respecto, la Santa Sede publicó en el año 1983 la Carta de los derechos de la familia, que conserva aún hoy toda su actualidad.

 

Los derechos de la familia están íntimamente relacionados con los derechos del hombre. En efecto, si la familia es comunión de personas, su autorrealización depende en medida significativa de la justa aplicación de los derechos de las personas que la componen. Algunos de estos derechos atañen directamente a la familia, como el derecho de los padres a la procreación responsable y a la educación de la prole; en cambio, otros derechos atañen al núcleo familiar sólo indirectamente. Entre éstos, tienen singular importancia el derecho a la propiedad, especialmente la llamada propiedad familiar, y el derecho al trabajo.

 

Sin embargo, los derechos de la familia no son simplemente la suma matemática de los derechos de la persona, siendo la familia algo más que la suma de sus miembros considerados singularmente. La familia es comunidad de padres e hijos; a veces, comunidad de diversas generaciones. Por esto, su subjetividad, que se construye sobre la base del designio de Dios, fundamenta y exige derechos propios y específicos. La Carta de los derechos de la familia, partiendo de los mencionados principios morales, consolida la existencia de la institución familiar en el orden social y jurídico de la «gran» sociedad: la nación, el Estado y las comunidades internacionales. Cada una de estas «grandes» sociedades debe tener en cuenta, al menos indirectamente, la existencia de la familia; por esto, la definición de los cometidos y deberes de la «gran» sociedad para con la familia es una cuestión extremamente importante y esencial.

 

En primer lugar está el vínculo casi orgánico que se instaura entre familia y nación. Naturalmente, no en todos los casos se puede hablar de nación en sentido propio. Pues existen grupos étnicos que, aun no pudiendo considerarse verdaderas naciones, sin embargo realizan en cierto modo la función de «gran» sociedad. Tanto en una como en otra hipótesis, el vínculo de la familia con el grupo étnico o con la nación se basa ante todo en la participación en la cultura. Los padres engendran a los hijos, en cierto sentido, también para la Nación, para que sean miembros suyos y participen de su patrimonio histórico y cultural. Desde el principio, la identidad de la familia se va delineando en cierto modo sobre la base de la identidad de la nación a la que pertenece.

 

La familia, al participar del patrimonio cultural de la nación, contribuye a la soberanía específica que deriva de la propia cultura y lengua. Hablé de este tema en la Asamblea de la UNESCO en París, en 1980, y a ello me he referido luego varias veces por su innegable importancia. Por medio de la cultura y de la lengua, no sólo la nación, sino toda familia, encuentra su soberanía espiritual. De otro modo sería difícil explicar muchos acontecimientos de la historia de los pueblos, especialmente europeos; acontecimientos antiguos y modernos, alentadores y dolorosos, de victorias y derrotas, que muestran cómo la familia está orgánicamente vinculada a la nación, y la nación a la familia.

 

Ante el Estado, este vínculo de la familia es en parte semejante y en parte distinto. En efecto, el Estado se distingue de la nación por su estructura menos «familiar», al estar organizado según un sistema político y de forma más «burocrática». No obstante, el sistema estatal tiene también, en cierto modo, su «alma», en la medida en que responde a su naturaleza de «comunidad política» jurídicamente ordenada al bien común. Este «alma» establece una relación estrecha entre la familia y el Estado, precisamente en virtud del principio de subsidiariedad. En efecto, la familia es una realidad social que no dispone de todos los medios necesarios para realizar sus propios fines, incluso en el campo de la instrucción y de la educación. El Estado está llamado entonces a intervenir en virtud del mencionado principio: allí donde la familia es autosuficiente, hay que dejarla actuar autónomamente; una excesiva intervención del Estado resultaría perjudicial, además de irrespetuosa, y constituiría una violación patente de los derechos de la familia; sólo allí donde la familia no es autosuficiente, el Estado tiene la facultad y el deber de intervenir.

 

Además del ámbito de la educación y de la instrucción a todos los niveles, la ayuda estatal —que de todas formas no debe excluir las iniciativas privadas— se realiza, por ejemplo, en las instituciones que se preocupan de salvaguardar la vida y la salud de los ciudadanos, y, de modo particular, con las medidas de previsión en el mundo del trabajo. El desempleo constituye, en nuestra época, una de las amenazas más serias para la vida familiar y preocupa con razón a toda la sociedad. Supone un reto para la política de cada Estado y un objeto de reflexión para la doctrina social de la Iglesia. Por lo cual, es indispensable y urgente poner remedio a ello con soluciones valientes que miren, más allá de las fronteras nacionales, a tantas familias a las cuales la falta de trabajo lleva a una situación de dramática miseria.

 

Hablando del trabajo con relación a la familia, es oportuno subrayar la importancia y el peso de la actividad laboral de las mujeres dentro del núcleo familiar. Esta actividad debe ser reconocida y valorizada al máximo. La «fatiga» de la mujer —que, después de haber dado a luz un hijo, lo alimenta, lo cuida y se ocupa de su educación, especialmente en los primeros años— es tan grande que no hay que temer la confrontación con ningún trabajo profesional. Esto hay que afirmarlo claramente, como se reivindica cualquier otro derecho relativo al trabajo. La maternidad, con todos los esfuerzos que comporta, debe obtener también un reconocimiento económico igual al menos que el de los demás trabajos afrontados para mantener la familia en una fase tan delicada de su existencia.

 

Conviene hacer realmente todos los esfuerzos posibles para que la familia sea reconocida como sociedad primordial y, en cierto modo, «soberana». Su «soberanía» es indispensable para el bien de la sociedad. Una nación verdaderamente soberana y espiritualmente fuerte está formada siempre por familias fuertes, conscientes de su vocación y de su misión en la historia. La familia está en el centro de todos estos problemas y cometidos: relegarla a un papel subalterno y secundario, excluyéndola del lugar que le compete en la sociedad, significa causar un grave daño al auténtico crecimiento de todo el cuerpo social.

 

 

CAPÍTULO II

EL ESPOSO ESTÁ CON VOSOTROS

 

En Caná de Galilea

 

18. Jesús, hablando un día con los discípulos de Juan, alude a una invitación para una boda y a la presencia del esposo entre los invitados: «El esposo está con ellos» (cf. Mt 9, 15). Indicaba así el cumplimiento, en su persona, de la imagen de Dios-esposo, ya utilizada en el Antiguo Testamento, para revelar plenamente el misterio de Dios como misterio de amor.

 

Presentándose como «esposo», Jesús revela, pues, la esencia de Dios y confirma su amor inmenso por el hombre. Pero la elección de esta imagen ilumina indirectamente también la profunda verdad del amor esponsal. En efecto, usándola para hablar de Dios, Jesús muestra cómo la paternidad y el amor de Dios se reflejan en el amor de un hombre y de una mujer que se unen en matrimonio. Por esto, al comienzo de su misión, Jesús se encuentra en Caná de Galilea para participar en un banquete de bodas, junto con María y los primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Con ello trata de demostrar que la verdad de la familia está inscrita en la Revelación de Dios y en la historia de la salvación. En el Antiguo Testamento, y especialmente en los profetas, se encuentran palabras muy hermosas sobre el amor de Dios: un amor solícito como el de una madre hacia su hijo, tierno como el del esposo por la esposa, pero al mismo tiempo igual y especialmente celoso; ante todo, no es un amor que castiga, sino que perdona; un amor que se inclina ante el hombre como hace el padre con el hijo pródigo, que lo levanta y lo hace partícipe de la vida divina. Un amor que sorprende: novedad desconocida hasta entonces en el mundo pagano.

 

En Caná de Galilea Jesús es como el heraldo de la verdad divina sobre el matrimonio; verdad sobre la que se puede apoyar la familia humana, basándose firmemente en ella contra todas las pruebas de la vida. Jesús anuncia esta verdad con su presencia en las bodas de Caná y realizando su primera «señal»: el agua convertida en vino.

 

Él anuncia también la verdad sobre el matrimonio hablando con los fariseos y explicando cómo el amor que viene de Dios, amor tierno y esponsal, es fuente de exigencias profundas y radicales. Menos exigente había sido Moisés, que permitió conceder acta de divorcio. Cuando, en la fuerte controversia, los fariseos se refieren a Moisés, Jesús responde categóricamente: «Al principio no fue así» (Mt 19, 8). Y recuerda que Aquel que creó al hombre, lo creó varón y mujer, y estableció: «Dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne» (Gn 2, 24). Con lógica coherencia concluye Jesús: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (Mt 19, 6). A la objeción de los fariseos, que defienden la ley mosaica, responde Jesús: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8).

 

Jesús se refiere «al principio», encontrando en los orígenes mismos de la creación el designio de Dios, sobre el que se fundamenta la familia y, a través de ella, toda la historia de la humanidad. La realidad natural del matrimonio se convierte, por voluntad de Cristo, en verdadero sacramento de la nueva alianza, marcado por el sello de la sangre redentora de Cristo. ¡Esposos y familias, acordaos del precio con el que habéis sido «comprados»! (cf. 1 Co 6, 20).

 

Sin embargo, esta maravillosa verdad es humanamente difícil de ser aceptada y vivida. ¡Cómo asombrarse de la concesión de Moisés ante las peticiones de sus compatriotas, si también los mismos Apóstoles, al escuchar las palabras del Maestro, le replican: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10)! No obstante, por el bien del hombre y de la mujer, de la familia y de toda la sociedad, Jesús ratifica la exigencia puesta por Dios desde el principio; pero al mismo tiempo, aprovecha la ocasión para afirmar el valor de la opción de no casarse por el reino de Dios. Esta opción permite «engendrar», aunque de manera diversa. En esta opción se basan la vida consagrada, las órdenes y congregaciones religiosas en Oriente y Occidente, así como la disciplina del celibato sacerdotal, según la tradición de la Iglesia latina. No es, pues, verdad que «no trae cuenta casarse», sino que el amor por el reino de los Cielos puede llevar a no casarse (cf. Mt 19, 12).

 

Sin embargo, casarse se considera la vocación ordinaria del hombre, la cual es asumida por la mayor parte del pueblo de Dios. En la familia es donde se forman las piedras vivas del edificio espiritual, del que habla el apóstol Pedro (cf. 1 P 2, 5). Los cuerpos de los esposos son morada del Espíritu Santo (cf. 1 Co 6, 19). Puesto que la transmisión de la vida divina supone la transmisión de la vida humana, del matrimonio nacen no sólo los hijos de los hombres, sino también, en virtud del bautismo, los hijos adoptivos de Dios, que viven de la vida nueva recibida de Cristo por medio de su Espíritu.

 

De este modo, queridos hermanos y hermanas, esposos y padres, el Esposo está con vosotros. Sabéis que él es el buen Pastor y que conocéis su voz. Sabéis a dónde os lleva, cómo lucha para procuraros los pastos en los que podréis encontrar la vida y encontrarla en abundancia; sabéis cómo afronta los lobos rapaces, dispuesto siempre a arrancar de sus fauces a las ovejas: cada marido y cada mujer, cada hijo y cada hija, cada miembro de vuestras familias. Sabéis que Cristo, como buen pastor, está dispuesto a dar su vida por la grey (cf. Jn 10, 11). Él os conduce por sendas que no son escarpadas e insidiosas como las de muchas ideologías contemporáneas; él recuerda al mundo de hoy toda la verdad, como cuando se dirigía a los fariseos o la anunciaba a los Apóstoles, los cuales la predicaron después al mundo, proclamándola a los hombres de su tiempo: judíos y griegos. Los discípulos eran muy conscientes de que Cristo había renovado todo; de que el hombre había llegado a ser una «nueva criatura»: «ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois «uno» en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), revestidos de la dignidad de hijos adoptivos de Dios. El día de Pentecostés, este hombre recibió el Espíritu Paráclito, el Espíritu de verdad. Así empezó el nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, anticipación de un cielo nuevo y de una tierra nueva (cf. Ap 21, 1).

 

Los Apóstoles, antes temerosos incluso respecto al matrimonio y la familia, se hicieron valientes. Comprendieron que el matrimonio y la familia constituyen una verdadera vocación que proviene de Dios mismo, un apostolado: el apostolado de los laicos. Éstos ayudan a la transformación de la tierra y a la renovación del mundo, de la creación y de toda la humanidad.

 

Queridas familias: vosotras debéis ser también valientes y estar dispuestas siempre a dar testimonio de la esperanza que tenéis (cf. 1 P 3, 15), porque ha sido depositada en vuestro corazón por el buen Pastor mediante el Evangelio. Debéis estar dispuestas a seguir a Cristo hacia los pastos que dan la vida y que él mismo ha preparado con el misterio pascual de su muerte y resurrección.

 

¡No tengáis miedo de los riesgos! ¡La fuerza divina es mucho más potente que vuestras dificultades! Inmensamente más grande que el mal, que actúa en el mundo, es la eficacia del sacramento de la reconciliación, llamado acertadamente por los Padres de la Iglesia «segundo bautismo». Mucho más impacto que la corrupción presente en el mundo tiene la energía divina del sacramento de la confirmación, que hace madurar el bautismo. Incomparablemente más grande es, sobre todo, la fuerza de la Eucaristía.

 

La Eucaristía es un sacramento verdaderamente admirable. En él se ha quedado Cristo mismo como alimento y bebida, como fuente de poder salvífico para nosotros. Nos lo ha dejado para que tuviéramos vida y la tuviéramos en abundancia (cf. Jn 10, 10): la vida que tiene él y que nos ha transmitido con el don del Espíritu, resucitando al tercer día después de la muerte. Es efectivamente para nosotros la vida que procede de él. ¡Es también para vosotros, queridos esposos, padres y familias!¿No instituyó Él la Eucaristía en un contexto familiar, durante la última cena? Cuando os reunís para comer y estáis unidos entre vosotros, Cristo está cerca. Y todavía más, Él es el Emmanuel, Dios con nosotros, cuando os acercáis a la mesa eucarística. Puede suceder que, como en Emaús, se le reconozca solamente en la «fracción del pan» (cf. Lc 24, 35). A veces también él está durante mucho tiempo ante la puerta y llama, esperando que la puerta se abra para poder entrar y cenar con nosotros (cf. Ap 3, 20). Su última cena y sus palabras pronunciadas entonces conservan toda la fuerza y la sabiduría del sacrificio de la cruz. No existe otra fuerza ni otra sabiduría por medio de las cuales podamos salvarnos y podamos contribuir a salvar a los demás. No hay otra fuerza ni otra sabiduría mediante las cuales vosotros, padres, podáis educar a vuestros hijos y también a vosotros mismos. La fuerza educativa de la Eucaristía se ha consolidado a través de las generaciones y de los siglos.

 

El buen Pastor está con nosotros en todas partes. Igual que estaba en Caná de Galilea, como Esposo entre los esposos que se entregaban recíprocamente para toda la vida, el buen Pastor está hoy con vosotros como motivo de esperanza, fuerza de los corazones, fuente de entusiasmo siempre nuevo y signo de la victoria de la «civilización del amor». Jesús, el buen Pastor, nos repite: No tengáis miedo. Yo estoy con vosotros. «Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).¿De dónde viene tanta fuerza?¿De dónde procede la certeza de que tú, Hijo de Dios, estás con nosotros, aunque te hayan matado y hayas muerto como todo ser humano?¿De dónde viene esta certeza? Dice el evangelista: «Los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Por esto, tú nos amas, tú que eres el primero y el último, el que vive; tú que estuviste muerto, pero ahora estás vivo para siempre (cf. Ap 1, 17-18).

 

El gran misterio

 

19. San Pablo sintetiza el tema de la vida familiar con la expresión: «gran misterio» (cf. Ef 5, 32). Lo que escribe en la carta a los Efesios sobre el «gran misterio», aunque está basado en el libro del Génesis y en toda la tradición del Antiguo Testamento, presenta, sin embargo, un planteamiento nuevo, que se desarrollará posteriormente en el magisterio de la Iglesia.

 

La Iglesia profesa que el matrimonio, como sacramento de la alianza de los esposos, es un «gran misterio», ya que en él se manifiesta el amor esponsal de Cristo por su Iglesia. Dice san Pablo: «Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra» (Ef 5, 25-26). El Apóstol se refiere aquí al bautismo, del cual trata ampliamente en la carta a los Romanos, presentándolo como participación en la muerte de Cristo para compartir su vida (cf. Rm 6, 3-4). En este sacramento el creyente nace como hombre nuevo, pues el bautismo tiene el poder de transmitir una vida nueva, la vida misma de Dios. El misterio de Dios-hombre se compendia, en cierto modo, en el acontecimiento bautismal: «Jesucristo nuestro Señor, Hijo de Dios —dirá más tarde san Ireneo, y con él varios Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente— se hizo hijo del hombre para que el hombre pudiera llegar a ser hijo de Dios».

 

El Esposo es, pues, el mismo Dios que se hizo hombre. En la antigua alianza, el Señor se presenta como el esposo de Israel, pueblo elegido: un esposo tierno y exigente, celoso y fiel. Todas las traiciones, deserciones e idolatrías de Israel, descritas de modo dramático y sugestivo por los profetas, no logran apagar el amor con que el Dios-esposo «ama hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1).

 

Cristo, en la nueva alianza, consolida y lleva a cabo la comunión esponsal entre Dios y su pueblo. Cristo mismo nos asegura que el Esposo está con nosotros (cf. Mt 9, 15). Está con todos nosotros y está con la Iglesia. La Iglesia se convierte en esposa: esposa de Cristo. Esta esposa, de la que habla la carta a los Efesios, se hace presente en cada bautizado y es como una persona que se ofrece a la mirada de su esposo: «Amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para... presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). El amor, con que el esposo «amó hasta el extremo» a la Iglesia, hace que ella se renueve siempre y sea santa en sus santos, aunque no deja de ser una Iglesia de pecadores. Incluso los pecadores, «los publicanos y las prostitutas», están llamados a la santidad, como afirma Cristo mismo en el evangelio (cf. Mt 21, 31). Todos están llamados a ser Iglesia gloriosa, santa e inmaculada. «Sed santos —dice el Señor— pues yo soy santo» (Lv 11, 44; cf. 1 P 1, 16).

 

Ésta es la más alta dimensión del «gran misterio», el significado interior del don sacramental en la Iglesia, el significado más profundo del bautismo y de la Eucaristía. Son los frutos del amor con que el Esposo ha amado hasta el extremo; amor que se difunde constantemente, concediendo a los hombres una creciente participación en la vida divina.

 

San Pablo, después de decir: «Maridos, amad a vuestras mujeres» (Ef 5, 25), con mayor fuerza aún añade a continuación: «Así deben amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo. Porque nadie aborreció jamás su propia carne; antes bien, la alimenta y la cuida con cariño, lo mismo que Cristo a la Iglesia, pues somos miembros de su Cuerpo» (Ef 5, 28-30). Y exhorta a los esposos: «Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo» (Ef 5, 21).

 

Éste es ciertamente un nuevo modo de presentar la verdad eterna sobre el matrimonio y la familia a la luz de la nueva alianza. Cristo la reveló en el evangelio, con su presencia en Caná de Galilea, con el sacrificio de la cruz y los sacramentos de su Iglesia. Así, los esposos tienen en Cristo un punto de referencia para su amor esponsal. Al hablar de Cristo esposo de la Iglesia, san Pablo se refiere de modo análogo al amor esponsal y alude al libro del Génesis: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y se harán una sola carne» (Gn 2, 24). Éste es el «gran misterio» del amor eterno ya presente antes en la creación, revelado en Cristo y confiado a la Iglesia. «Gran misterio es éste —repite el Apóstol—, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (Ef 5, 32). No se puede, pues, comprender a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, como signo de la alianza del hombre con Dios en Cristo, como sacramento universal de salvación, sin hacer referencia al «gran misterio», unido a la creación del hombre varón y mujer, y a su vocación para el amor conyugal, a la paternidad y a la maternidad. No existe el «gran misterio», que es la Iglesia y la humanidad en Cristo, sin el «gran misterio» expresado en el ser «una sola carne» (cf. Gn 2, 24; Ef 5, 31-32), es decir, en la realidad del matrimonio y de la familia.

 

La familia misma es el gran misterio de Dios. Como «iglesia doméstica», es la esposa de Cristo. La Iglesia universal, y dentro de ella cada Iglesia particular, se manifiesta más inmediatamente como esposa de Cristo en la «iglesia doméstica» y en el amor que se vive en ella: amor conyugal, amor paterno y materno, amor fraterno, amor de una comunidad de personas y de generaciones.¿Acaso se puede imaginar el amor humano sin el esposo y sin el amor con que él amó primero hasta el extremo? Sólo si participan en este amor y en este «gran misterio» los esposos pueden amar «hasta el extremo»: o se hacen partícipes del mismo, o bien no conocen verdaderamente lo que es el amor y la radicalidad de sus exigencias. Esto constituye indudablemente un grave peligro para ellos.

 

La enseñanza de la carta a los Efesios asombra por su profundidad y su fuerza ética. Mostrando el matrimonio, e indirectamente la familia, como el «gran misterio» referido a Cristo y a la Iglesia, el apóstol Pablo puede repetir una vez más lo que había dicho previamente a los maridos: «¡Que cada uno ame a su mujer como a sí mismo!» Y añade después: «¡Y la mujer, que respete al marido!» (Ef 5, 33). Respetuosa porque ama y sabe que es amada. En virtud de este amor los esposos se convierten en don recíproco. El amor incluye el reconocimiento de la dignidad personal del otro y de su irrepetible unicidad; en efecto, cada uno de ellos, como ser humano, ha sido elegido por sí mismo, por parte de Dios, entre todas las criaturas de la tierra; sin embargo, cada uno, mediante un acto consciente y responsable, hace libremente una entrega de sí mismo al otro y a los hijos recibidos del Señor. San Pablo prosigue su exhortación refiriéndose significativamente al cuarto mandamiento: «Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor; porque esto es justo. "Honra a tu padre y a tu madre", tal es el primer mandamiento que lleva consigo una promesa: "Para que seas feliz y se prolongue tu vida sobre la tierra". Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor» (Ef 6, 1-4). El Apóstol ve, pues, en el cuarto mandamiento el compromiso implícito del respeto recíproco entre marido y mujer, entre padres e hijos, reconociendo así en ello el principio de la cohesión familiar.

 

La admirable síntesis paulina a propósito del «gran misterio» se presenta como el resumen, la suma, en cierto sentido, de la enseñanza sobre Dios y sobre el hombre, llevada a cabo por Cristo. Por desgracia el pensamiento occidental, con el desarrollo del racionalismo moderno, se ha ido alejando de esta enseñanza. El filósofo que formuló el principio «Cogito, ergo sum»: «Pienso, luego existo», ha marcado también la moderna concepción del hombre con el carácter dualista que la distingue. Es propio del racionalismo contraponer de modo radical en el hombre el espíritu al cuerpo y el cuerpo al espíritu. En cambio, el hombre es persona en la unidad de cuerpo y espíritu46. El cuerpo nunca puede reducirse a pura materia: es un cuerpo «espiritualizado», así como el espíritu está tan profundamente unido al cuerpo que se puede definir como un espíritu «corporeizado». La fuente más rica para el conocimiento del cuerpo es el Verbo hecho carne. Cristo revela el hombre al hombre. Esta afirmación del concilio Vaticano II es, en cierto sentido, la respuesta, esperada desde hacía mucho tiempo, que la Iglesia ha dado al racionalismo moderno.

 

Esta respuesta tiene una importancia fundamental para comprender la familia, especialmente en la perspectiva de la civilización actual, que, como se ha dicho, parece haber renunciado en tantos casos a ser una «civilización del amor». En la era moderna se ha progresado mucho en el conocimiento del mundo material y también de la psicología humana, pero respecto a su dimensión más íntima, la dimensión metafísica, el hombre de hoy es en gran parte un ser desconocido para sí mismo; por ello, podemos decir también que la familia es una realidad desconocida. Esto sucede cuando se aleja de aquel «gran misterio» del que habla el Apóstol.

 

La separación entre espíritu y cuerpo en el hombre ha tenido como consecuencia que se consolide la tendencia a tratar el cuerpo humano no según las categorías de su específica semejanza con Dios, sino según las de su semejanza con los demás cuerpos del mundo creado, utilizados por el hombre como instrumentos de su actividad para la producción de bienes de consumo. Pero todos pueden comprender inmediatamente cómo la aplicación de tales criterios al hombre conlleva enormes peligros. Cuando el cuerpo humano, considerado independientemente del espíritu y del pensamiento, es utilizado como un material al igual que el de los animales —esto sucede, por ejemplo, en las manipulaciones de embriones y fetos—, se camina inevitablemente hacia una terrible derrota ética.

 

En semejante perspectiva antropológica, la familia humana vive la experiencia de un nuevo maniqueísmo, en el cual el cuerpo y el espíritu son contrapuestos radicalmente entre sí: ni el cuerpo vive del espíritu, ni el espíritu vivifica el cuerpo. Así el hombre deja de vivir como persona y sujeto. No obstante las intenciones y declaraciones contrarias, se convierte exclusivamente en objeto. De este modo, por ejemplo, dicha civilización neomaniquea lleva a considerar la sexualidad humana más como terreno de manipulación y explotación, que como la realidad de aquel asombro originario que, en la mañana de la creación, movió a Adán a exclamar ante Eva: «Es hueso de mis huesos y carne de mi carne» (Gn 2, 23). Es el asombro que reflejan las palabras del Cantar de los cantares: «Me robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya» (Ct 4, 9). ¡Qué lejos están, ciertas concepciones modernas de comprender profundamente la masculinidad y la femineidad presentadas por la Revelación divina! Ésta nos lleva a descubrir en la sexualidad humana una riqueza de la persona, que encuentra su verdadera valoración en la familia y expresa también su vocación profunda en la virginidad y en el celibato por el reino de Dios.

 

El racionalismo moderno no soporta el misterio. No acepta el misterio del hombre, varón y mujer, ni quiere reconocer que la verdad plena sobre el hombre ha sido revelada en Jesucristo. Concretamente, no tolera el «gran misterio», anunciado en la carta a los Efesios, y lo combate de modo radical. Si, en un contexto de vago deísmo, descubre la posibilidad y hasta la necesidad de un Ser supremo divino, rechaza firmemente la noción de un Dios que se hace hombre para salvar al hombre. Para el racionalismo es impensable que Dios sea el Redentor, y menos que sea «el Esposo», fuente originaria y única del amor esponsal humano. El racionalismo interpreta la creación y el significado de la existencia humana de manera radicalmente diversa; pero si el hombre pierde la perspectiva de un Dios que lo ama y, mediante Cristo, lo llama a vivir en él y con él; si a la familia no se le da la posibilidad de participar en el «gran misterio»,¿qué queda sino la sola dimensión temporal de la vida? Queda la vida temporal como terreno de lucha por la existencia, de búsqueda afanosa de la ganancia, la económica ante todo.

 

El «gran misterio», el sacramento del amor y de la vida, que tiene su inicio en la creación y en la redención, y del cual esgarante Cristo-esposo, ha perdido en la mentalidad moderna sus raíces más profundas. Está amenazado en nosotros y a nuestro alrededor. Que el Año de la familia, celebrado en la Iglesia, se convierta para los esposos en una ocasión propicia para descubrirlo y afirmarlo con fuerza, valentía y entusiasmo.

 

La Madre del amor hermoso

 

20. La historia del «amor hermoso» comienza en la Anunciación, con aquellas admirables palabras que el ángel dirigió a María, llamada a ser la Madre del Hijo de Dios. De este modo, Aquel que es «Dios de Dios y Luz de Luz» se convierte en Hijo del hombre; María es su Madre, sin dejar de ser la Virgen que «no conoce varón» (cf. Lc 1, 34). Como Madre-Virgen, María se convierte en Madre del amor hermoso. Esta verdad está ya revelada en las palabras del arcángel Gabriel, pero su pleno significado será confirmado y profundizado a medida que María siga al Hijo en la peregrinación de la fe .

 

La «Madre del amor hermoso» fue acogida por aquel que, según la tradición de Israel, ya era su esposo terrenal, José, de la estirpe de David. Él habría tenido derecho a considerar a la novia como su mujer y madre de sus hijos. Sin embargo, Dios interviene en esta alianza esponsal con su iniciativa: «José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). José es consciente, ve con sus propios ojos que en María se ha concebido una nueva vida que no proviene de él y por tanto, como hombre justo, observante de la ley antigua, que en su caso imponía la obligación de divorcio, quiere disolver de manera caritativa su matrimonio (cf. Mt 1, 19). El ángel del Señor le hace saber que esto no estaría de acuerdo con su vocación, más aún, que sería contrario al amor esponsal que lo une a María. Este amor esponsal recíproco, para que sea plenamente el «amor hermoso», exige que José acoja a María y a su Hijo bajo el techo de su casa, en Nazaret. José obedece el mensaje divino y actúa según lo que le ha sido mandado (cf. Mt 1, 24). También gracias a José el misterio de la Encarnación y, junto con él, el misterio de la Sagrada Familia, se inscribe profundamente en el amor esponsal del hombre y de la mujer e indirectamente en la genealogía de cada familia humana. Lo que Pablo llamará el «gran misterio» encuentra en la Sagrada Familia su expresión más alta. La familia se sitúa así verdaderamente en el centro de la nueva alianza.

 

Se puede decir también que la historia del «amor hermoso» comenzó, en cierto modo, con la primera pareja humana, Adán y Eva. La tentación en la que cayeron y el consiguiente pecado original no los privó completamente de la capacidad del «amor hermoso». Esto se comprende leyendo, por ejemplo, en el libro de Tobías, que los esposos Tobías y Sara, al explicar el significado de su unión, se refieren a los primeros padres Adán y Eva (cf. Tb 8, 6). En la nueva alianza, lo atestigua también san Pablo hablando de Cristo como nuevo Adán (cf. 1 Co 15, 45): Cristo no viene a condenar al primer Adán y a la primera Eva, sino a redimirlos; viene a renovar lo que es don de Dios en el hombre, cuanto hay en él de eternamente bueno y bello, y que constituye el substrato del amor hermoso. La historia del «amor hermoso» es, en cierto sentido, la historia de la salvación del hombre.

 

El «amor hermoso» comienza siempre con la automanifestación de la persona. En la creación Eva se manifiesta a Adán; a lo largo de la historia las esposas se manifiestan a sus esposos, las nuevas parejas humanas se dicen recíprocamente: «Caminaremos juntos en la vida». Así comienza la familia como unión de los dos y, en virtud del sacramento, como nueva comunidad en Cristo. El amor, para que sea realmente hermoso, debe ser don de Dios, derramado por el Espíritu Santo en los corazones humanos y alimentado continuamente en ellos (cf. Rm 5, 5). Bien consciente de esto, la Iglesia pide en el sacramento del matrimonio al Espíritu Santo que visite los corazones humanos. Para que el «amor hermoso» sea verdaderamente así, es decir, don de la persona a la persona, debe provenir de Aquél que es Don y fuente de todo don.

 

Así sucede en el evangelio respecto a María y José, los cuales, en el umbral de la nueva alianza, viven la experiencia del «amor hermoso» descrito en el Cantar de los cantares. José piensa y dice de María: «Hermana mía, novia» (Ct 4, 9). María, Madre de Dios, concibe por obra del Espíritu Santo, del cual proviene el «amor hermoso», que el evangelio sitúa delicadamente en el contexto del «gran misterio».

 

Cuando hablamos del «amor hermoso», hablamos, por tanto, de la belleza: belleza del amor y belleza del ser humano que, gracias al Espíritu Santo, es capaz de este amor. Hablamos de la belleza del hombre y de la mujer: de su belleza como hermanos y hermanas, como novios, como esposos. El evangelio ilumina no sólo el misterio del «amor hermoso», sino también el no menos profundo de la belleza, que procede de Dios como el amor. El hombre y la mujer, personas llamadas a ser un don recíproco, provienen de Dios. Del don originario del Espíritu Santo, «que da la vida», brota el don mutuo de ser marido o mujer, así como el don de ser hermano o hermana.

 

Todo esto se verifica en el misterio de la Encarnación, que ha llegado a ser, en la historia de los hombres, fuente de una belleza nueva que ha inspirado innumerables obras maestras de arte. Después de la severa prohibición de representar al Dios invisible con imágenes (cf. Dt 4, 15-20), la época cristiana, por el contrario, ha ofrecido la representación artística de Dios hecho hombre, de su madre María y de José, de los santos de la antigua y la nueva alianza, y, en general, de toda la creación redimida por Cristo, inaugurando de este modo una nueva relación con el mundo de la cultura y del arte. Se podría decir que el nuevo canon del arte, atento a la dimensión profunda del hombre y de su futuro, arranca del mists que dominan la pornografía y la violencia?¿Es éste un buen servicio a la verdad sobre el hombre? Son interrogantes que no pueden eludir los operadores de esos instrumentos y los diversos responsables de la elaboración y comercialización de sus productos.

 

Gracias a esta reflexión crítica, nuestra civilización, aun teniendo tantos aspectos positivos a nivel material y cultural, debería darse cuenta de que, desde diversos puntos de vista, es una civilización enferma, que produce profundas alteraciones en el hombre.¿Por qué sucede esto? La razón está en el hecho de que nuestra sociedad se ha alejado de la plena verdad sobre el hombre, de la verdad sobre lo que el hombre y la mujer son como personas. Por consiguiente, no sabe comprender adecuadamente lo que son verdaderamente la entrega de las personas en el matrimonio, el amor responsable al servicio de la paternidad y la maternidad, la auténtica grandeza de la generación y la educación. Entonces, ¿es exagerado afirmar que los medios de comunicación social, si no están orientados según sanos principios éticos, no sirven a la verdad en su dimensión esencial? Éste es, pues, el drama: los instrumentos modernos de comunicación social están sujetos a la tentación de manipular el mensaje, falseando la verdad sobre el hombre. El ser humano no es el que presenta la publicidad y los medios modernos de comunicación social. Es mucho más, como unidad psicofísica, como unidad de alma y cuerpo, como persona. Es mucho más por su vocación al amor, que lo introduce como varón y mujer en la dimensión del «gran misterio».

 

María entró la primera en esta dimensión, e introdujo también a su esposo José. Ellos se convirtieron así en los primeros modelos de aquel amor hermoso que la Iglesia no cesa de implorar para la juventud, para los esposos y las familias. ¡Y cuántos de ellos se unen con fervor a esta oración¡ ¿Cómo no pensar en la multitud de peregrinos, ancianos y jóvenes, que acuden a los santuarios marianos y fijan la mirada en el rostro de la Madre de Dios, en el rostro de la Sagrada Familia, en los cuales se refleja toda la belleza del amor dado por Dios al hombre?

 

En el Sermón de la montaña, refiriéndose al sexto mandamiento, Cristo proclama: «Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer, deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 27-28). Con relación al Decálogo, que tiende a defender la tradicional solidez del matrimonio y de la familia, estas palabras muestran un gran progreso. Jesús va al origen del pecado de adulterio, el cual está en la intimidad del hombre y se manifiesta en un modo de mirar y pensar que está dominado por la concupiscencia. Mediante ésta el hombre tiende a apoderarse de otro ser humano, que no es suyo, sino que pertenece a Dios. A la vez que se dirige a sus contemporáneos, Cristo habla a los hombres de todos los tiempos y de todas las generaciones; en particular, habla a nuestra generación, que vive bajo el signo de una civilización consumista y hedonista.

 

¿Por qué Cristo, en el Sermón de la montaña, habla de manera tan fuerte y exigente? La respuesta es muy clara: Cristo quiere garantizar la santidad del matrimonio y de la familia, quiere defender la plena verdad sobre la persona humana y su dignidad.

 

Es solamente a la luz de esta verdad como la familia puede llegar a ser verdaderamente la gran «revelación», el primer descubrimiento del otro: el descubrimiento recíproco de los esposos y, después, de cada hijo o hija que nace de ellos. Lo que los esposos se prometen recíprocamente, es decir, ser «siempre fieles en las alegrías y en las penas, y amarse y respetarse todos los días de la vida», sólo es posible en la ige a sus contemporáneos, Cristo habla a los hombres de todos los tiempos y de todas las generaciones; en particular, habla a nuestra generación, que vive bajo el signo de una civilización consumista y hedonista.

 

¿Por qué Cristo, en el Sermón de la montaña, habla de manera tan fuerte y exigente? La respuesta es muy clara: Cristo quiere garantizar la santidad del matrimonio y de la familia, quiere defender la plena verdad sobre la persona humana y su dignidad.

 

Es solamente a la luz de esta verdad como la familia puede llegar a ser verdaderamente la gran «revelación», el primer descubrimiento del otro: el descubrimiento recíproco de los esposos y, después, de cada hijo o hija que nace de ellos. Lo que los esposos se prometen recíprocamente, es decir, ser «siempre fieles en las alegrías y en las penas, y amarse y respetarse todos los días de la vida», sólo es posible en la dimensión del «amor hermoso». El hombre de hoy no puede aprender esto de los contenidos de la moderna cultura de masas. El «amor hermoso» se aprende sobre todo rezando. En efecto, la oración comporta siempre, para usar una expresión de san Pablo, una especie de escondimiento con Cristo en Dios: «vuestra vida está oculta con Cristo en Dios» (Col 3, 3). Sólo en semejante escondimiento actúa el Espíritu Santo, fuente del «amor hermoso». Él derrama ese amor no sólo en el corazón de María y de José, sino también en el corazón de los esposos, dispuestos a escuchar la palabra de Dios y a custodiarla (cf. Lc 8, 15). El futuro de cada núcleo familiar depende de este «amor hermoso»: amor recíproco de los esposos, de los padres y de los hijos, amor de todas las generaciones. El amor es la verdadera fuente de unidad y fuerza de la familia.

 

 

 

El nacimiento y el peligro

 

21. La breve narración de la infancia de Jesús nos refiere casi simultáneamente, de manera muy significativa, el nacimiento y el peligro que hubo de afrontar enseguida. Lucas relata las palabras proféticas pronunciadas por el anciano Simeón cuando el Niño fue presentado al Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento. Simeón habla de «luz» y de «signo de contradicción»; después predice a María: «A ti misma una espada te atravesará el alma» (cf. Lc 2, 32-35). Sin embargo, Mateo se refiere a las asechanzas tramadas contra Jesús por Herodes: informado por los Magos, que habían ido de Oriente para ver al nuevo rey que debía nacer (cf. Mt 2, 2), se siente amenazado en su poder y, después de marchar ellos, ordena matar a todos los niños menores de dos años de Belén y alrededores. Jesús escapa de las manos de Herodes gracias a una particular intervención divina y a la solicitud paterna de José, que lo lleva junto con su Madre a Egipto, donde se quedarán hasta la muerte de Herodes. Después regresan a Nazaret, su ciudad natal, donde la Sagrada Familia inicia el largo período de una existencia escondida, que se desarrolla en el cumplimiento fiel y generoso de los deberes cotidianos (cf. Mt 2, 1-23; Lc 2, 39-52).

 

Reviste una elocuencia profética el hecho de que Jesús, desde su nacimiento, se encontrara ante amenazas y peligros. Ya desde niño es «signo de contradicción». Elocuencia profética presenta, además, el drama de los niños inocentes de Belén, matados por orden de Herodes y, según la antigua liturgia de la Iglesia, partícipes del nacimiento y de la pasión redentora de Cristo». Mediante su «pasión», completan «lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24).

 

En los evangelios de la infancia, el anuncio de la vida, que se hace de modo admirable con el nacimiento del Redentor, se contrapone fuertemente a la amenaza a la vida, una vida que abarca enteramente el misterio de la Encarnación y de la realidad divino-humana de Cristo. El Verbo se hizo carne (cf. Jn 1, 14), Dios se hizo hombre. A este sublime misterio se referían frecuentemente los Padres de la Iglesia: «Dios se hizo hombre, para que el hombre, en él y por medio de él, llegara a ser Dios». Esta verdad de la fe es a la vez la verdad sobre el ser humano. Muestra la gravedad de todo atentado contra la vida del niño en el seno de la madre. Aquí, precisamente aquí, nos encontramos en las antípodas del «amor hermoso». Pensando exclusivamente en la satisfacción, se puede llegar incluso a matar el amor, matando su fruto. Para la cultura de la satisfacción el «fruto bendito de tu seno» (Lc 1, 42) llega a ser, en cierto modo, un «fruto maldito».

 

¿Cómo no recordar, a este respecto, las desviaciones que el llamado estado de derecho ha sufrido en numerosos países? Unívoca y categórica es la ley de Dios respecto a la vida humana. Dios manda: «No matarás» (Ex 20, 13). Por tanto, ningún legislador humano puede afirmar: te es lícito matar, tienes derecho a matar, deberías matar. Desgraciadamente, esto ha sucedido en la historia de nuestro siglo, cuando han llegado al poder, de manera incluso democrática, fuerzas políticas que han emanado leyes contrarias al derecho de todo hombre a la vida, en nombre de presuntas y aberrantes razones eugenésicas, étnicas o parecidas. Un fenómeno no menos grave, incluso porque consigue vasta conformidad o consentimiento de opinión pública, es el de las legislaciones que no respetan el derecho a la vida desde su concepción.¿Cómo se podrían aceptar moralmente unas leyes que permiten matar al ser humano aún no nacido, pero que ya vive en el seno materno? El derecho a la vida se convierte, de esta manera, en decisión exclusiva de los adultos, que se aprovechan de los mismos parlamentos para realizar los propios proyectos y buscar sus propios intereses.

 

Nos encontramos ante una enorme amenaza contra la vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización. La afirmación de que esta civilización se ha convertido, bajo algunos aspectos, en «civilización de la muerte» recibe una preocupante confirmación.¿No es quizás un acontecimiento profético el hecho de que el nacimiento de Cristo haya estado acompañado del peligro por su existencia? Sí, también la vida de Aquel que al mismo tiempo es Hijo del hombre e Hijo de Dios estuvo amenazada, estuvo en peligro desde el principio, y sólo de milagro evitó la muerte.

 

Sin embargo, en los últimos decenios se notan algunos síntomas confortadores de un despertar de las conciencias, que afecta tanto al mundo del pensamiento como a la misma opinión pública. Crece, especialmente entre los jóvenes, una nueva conciencia de respeto a la vida desde su concepción; se difunden los movimientos pro-vida. Es un signo de esperanza para el futuro de la familia y de toda la humanidad.

 

«... me habéis recibido»

 

22. ¡Esposos y familias de todo el mundo: el Esposo está con vosotros! El Papa desea deciros esto, ante todo, en el año que las Naciones Unidas y la Iglesia dedican a la familia. «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 16-17); «lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu... Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3, 6-7). Debéis nacer «de agua y de Espíritu», sino para que el mundo se salve por él» (Jn 3, 17). Por tanto,¿en qué consiste el juicio? Cristo mismo da la respuesta: El juicio «está en que vino la luz al mundo... El que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 19. 21). Esto también lo ha recordado recientemente la encíclica Veritatis splendor. ¿Cristo es, pues, juez? Tus propios actos te juzgarán a la luz de la verdad que tú conoces. Lo que juzgará a los padres y madres, a los hijos e hijas, serán sus obras. Cada uno de nosotros será juzgado sobre los mandamientos; también sobre los que hemos recordado en esta carta: cuarto, quinto, sexto y noveno. Sin embargo, cada uno será juzgado ante todo sobre el amor, que es el sentido y la síntesis de los mandamientos. «A la tarde te examinarán en el amor», escribió san Juan de la Cruz. Cristo, redentor y esposo de la humanidad, «para esto ha nacido y para esto ha venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha su voz» (cf. Jn 18, 37). Él será el juez, pero del modo que él mismo ha indicado hablando del juicio final (cf. Mt 25, 31-46). El suyo será un juicio sobre el amor, un juicio que confirmará definitivamente la verdad de que el Esposo estaba con nosotros, sin que nosotros, quizás, lo supiéramos.

 

El juez es el Esposo de la Iglesia y de la humanidad. Por esto juzga diciendo: «Venid, benditos de mi Padre... Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis» (Mt 25, 34-36). Naturalmente esta relación podría alargarse y en ella podrían aparecer una infinidad de problemas, que afectan también a la vida conyugal y familiar. Podríamos encontrarnos también expresiones como éstas: «Fui niño todavía no nacido y me acogisteis, permitiéndome nacer; fui niño abandonado y fuisteis para mí una familia; fui niño huérfano y me habéis adoptado y educado como a un hijo vuestro». Y también: «Ayudasteis a las madres que dudaban, o que estaban sometidas a fuertes presiones, para que aceptaran a su hijo no nacido y le hicieran nacer; ayudasteis a familias numerosas, familias en dificultad para mantener y educar a los hijos que Dios les había dado». Y podríamos continuar con una relación larga y diferenciada, que comprende todo tipo de verdadero bien moral y humano, en el cual se manifiesta el amor. Ésta es la gran mies que el Redentor del mundo, a quien el Padre ha confiado el juicio, vendrá a cosechar: es la mies de gracias y obras buenas, madurada bajo el soplo del Esposo en el Espíritu Santo, que nunca cesa de actuar en el mundo y en la Iglesia. Demos gracias por esto al Dador de todo bien.

 

Sabemos, sin embargo, que en la sentencia final, referida por el evangelista Mateo, hay otra relación, grave y aterradora: «Apartaos de mí... Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; era forastero, y no me acogisteis; estaba desnudo, y no me vestisteis» (Mt 25, 41-43). Y en esta relación se pueden encontrar también otros comportamientos, en los que Jesús se presenta también como el hombre rechazado. Así, él se identifica con la mujer o el marido abandonado, con el niño concebido y rechazado: «¡No me habéis recibido!» Este juicio pasa también a través de la historia de nuestras familias y de la historia de las naciones y de la humanidad. El «no me habéis recibido» de Cristo implica también a instituciones sociales, gobiernos y organizaciones internacionales.

 

Pascal escribió que «Jesús estará en agonía hasta el fin del mundo». La agonía de Getsemaní y la agonía del Gólgota son el culmen de la manifestación del amor. En una y otra se manifiesta el Esposo que está con nosotros, que ama siempre de nuevo, que «ama hasta el extremo» (cf. Jn 13, 1). El amor que hay en él y que de él va más allá de los confines de las historias personales o familiares, sobrepasa los confines de la historia de la humanidad.

 

Al final de estas reflexiones, queridos hermanos y hermanas, pensando en lo que, durante este Año de la familia, se proclamará desde diversas tribunas, quisiera renovar con vosotros la confesión hecha por Pedro a Cristo: «Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Digamos juntos: ¡Tus palabras, Señor, no pasarán! (cf. Mc 13, 31).¿Qué puede desearos el Papa al final de esta larga meditación sobre el Año de la familia? Desea que todos os veáis reflejados en estas palabras, que «son espíritu y son vida» (Jn 6, 63).

 

Fortalecidos en el hombre interior

 

23. Doblo mis rodillas ante el Padre del cual toma nombre toda paternidad y maternidad «para que os conceda... que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior» (Ef 3, 16). Recuerdo gustoso estas palabras del Apóstol, a las que me he referido en la primera parte de la presente carta. Son, en cierto modo, palabras-clave. La familia, la paternidad y la maternidad caminan juntas, al mismo paso. A su vez, la familia es el primer ambiente humano en el cual se forma el «hombre interior» del que habla el Apóstol. La consolidación de su fuerza es don del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.

 

El Año de la familia pone ante nosotros y ante la Iglesia un cometido enorme, no distinto del que concierne a la familia cada año y cada día, pero que en el contexto de este año adquiere particular significado e importancia. Hemos iniciado el Año de la familia en Nazaret, en la solemnidad de la Sagrada Familia; a lo largo de este año deseamos peregrinar a ese lugar de gracia, que es el santuario de la Sagrada Familia en la historia de la humanidad. Deseamos hacer esta peregrinación recuperando la conciencia del patrimonio de verdad sobre la familia, que desde el principio constituye un tesoro de la Iglesia. Es el tesoro que se acumula a partir de la rica tradición de la antigua alianza, se completa en la nueva y encuentra su expresión plena y emblemática en el misterio de la Sagrada Familia, en la cual el Esposo divino obra la redención de todas las familias. Desde allí Jesús proclama el «evangelio de la familia». A este tesoro de verdad acuden todas las generaciones de los discípulos de Cristo, comenzando por los Apóstoles, de cuya enseñanza nos hemos aprovechado abundantemente en esta carta.

 

En nuestra época este tesoro es explorado a fondo en los documentos del concilio Vaticano II; interesantes análisis se han hecho también en los numerosos discursos que Pío XII dedica a los esposos56; en la encíclica Humanae vitae de Pablo VI; en las intervenciones durante el Sínodo de los obispos dedicado a la familia (1980), y en la exhortación apostólica Familiaris consortio. A estas intervenciones del Magisterio ya me he referido al principio. Si las menciono ahora es para destacar lo extenso y rico que es el tesoro de la verdad cristiana sobre la familia. Sin embargo, no bastan solamente lostestimonios escritos. Mucho más importantes son los testimonios vivos. Pablo VI observaba que, «el hombre contemporáneo escucha de más buena gana a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque son testigos». Es sobre todo a los testigos a quienes, en la Iglesia, se confía el tesoro de la familia: a los padres y madres, hijos e hijas, que a través de la familia han encontrado el camino de su vocación humana y cristiana, la dimensión del «hombre interior» (Ef 3, 16), de la que habla el Apóstol, y han alcanzado así la santidad. La Sagrada Familia es el comienzo de muchas otras familias santas. El Concilio ha recordado que la santidad es la vocación universal de los bautizados. En nuestra época, como en el pasado, no faltan testigos del «evangelio de la familia», aunque no sean conocidos o no hayan sido proclamados santos por la Iglesia. El Año de la familia constituye la ocasión oportuna para tomar mayor conciencia de su existencia y su gran número.

 

A través de la familia discurre la historia del hombre, la historia de la salvación de la humanidad. He tratado de mostrar en estas páginas cómo la familia se encuentra en el centro de la gran lucha entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, entre el amor y cuanto se opone al amor. A la familia está confiado el cometido de luchar ante todo para liberar las fuerzas del bien, cuya fuente se encuentra en Cristo, redentor del hombre. Es preciso que dichas fuerzas sean tomadas como propias por cada núcleo familiar, para que, como se dijo con ocasión del milenio del cristianismo en Polonia, la familia sea «fuerte de Dios». He aquí la razón por la cual la presente carta ha querido inspirarse en las exhortaciones apostólicas que encontramos en los escritos de Pablo (cf. 1 Co 7, 1-40; Ef 5, 21-6, 9; Col 3, 25) y en las cartas de Pedro y de Juan (cf. 1 P 3, 1-7; Jn 2, 12-17). ¡Qué parecidas son, aunque en un contexto histórico y cultural distinto, las situaciones de los cristianos y de las familias de entonces y de ahora!

 

Os hago, pues, una invitación: una invitación dirigida especialmente a vosotros, queridos esposos y esposas, padres y madres, hijos e hijas. Es una invitación a todas las Iglesias particulares, para que permanezcan unidas en la enseñanza de la verdad apostólica; a los hermanos en el episcopado, a los presbíteros, a los institutos religiosos y personas consagradas, a los movimientos y asociaciones de fieles laicos; a los hermanos y hermanas, a los que nos une la fe común en Jesucristo, aunque no vivamos aún la plena comunión querida por el Salvador; a todos aquellos que, participando en la fe de Abraham, pertenecen como nosotros a la gran comunidad de los creyentes en un único Dios; a aquellos que son herederos de otras tradiciones espirituales y religiosas; a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

 

¡Que Cristo, que es el mismo «ayer, hoy y siempre» (cf. Hb 13, 8), esté con nosotros mientras doblamos las rodillas ante el Padre, de quien procede toda paternidad y maternidad y toda familia humana (cf. Ef 3, 14-15) y, con las mismas palabras de la oración al Padre, que él mismo nos enseñó, ofrezca una vez más el testimonio del amor con que nos «amó hasta el extremo» (Jn 13, 1)!

 

Hablo con la fuerza de su verdad al hombre de nuestro tiempo, para que comprenda qué grandes bienes son el matrimonio, la familia y la vida; y qué gran peligro constituye el no respetar estas realidades y una menor consideración de los valores supremos en los que se fundamentan la familia y la dignidad del ser humano.

 

Que el Señor Jesús nos recuerde estas cosas con la fuerza y la sabiduría de la cruz (cf. 1 Co 1, 17-24), para que la humanidad no ceda a la tentación del «padre de la mentira» (Jn 8, 44), que la empuja constantemente por caminos anchos y espaciosos, aparentemente fáciles y agradables, pero llenos realmente de asechanzas y peligros. Que se nos conceda seguir siempre a Aquel que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

 

Que sean éstos, queridísimos hermanos y hermanas, el compromiso de las familias cristianas y el afán misionero de la Iglesia durante este año, rico de singulares gracias divinas. Que la Sagrada Familia, icono y modelo de toda familia humana, nos ayude a cada uno a caminar con el espíritu de Nazaret; que ayude a cada núcleo familiar a profundizar su misión en la sociedad y en la Iglesia mediante la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la fraterna comunión de vida. ¡Que María, Madre del amor hermoso, y José, custodio del Redentor, nos acompañen a todos con su incesante protección!

 

Con estos sentimientos bendigo a cada familia en el nombre de la Santísima Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 2 de febrero, fiesta de la Presentación del Señor, del año 1994, décimo sexto de mi Pontificado.


Joannes Paulus PP. II