Con ocasión de la Conferencia internacional de las Naciones Unidas sobre la población y el desarrollo, El Cairo
Señor presidente:
La comunidad de las naciones ha iniciado desde hace poco la celebración del Año internacional de la familia, oportunamente promovido por la Organización de las Naciones Unidas.
La Conferencia internacional sobre la población y el desarrollo convocada también por la ONU y que tendrá lugar en El Cairo durante el mes de septiembre de 1994, constituirá igualmente una cita importante dentro del presente año. Los responsables de las naciones tendrán así la oportunidad de verificar las reflexiones y los compromisos de las anteriores Conferencias, que sobre temas similares tuvieron lugar en Bucarest (1974) y en Ciudad de México (1984). Sin embargo, la opinión pública espera, sobre todo del encuentro de El Cairo, orientaciones para el futuro, bien consciente de los grandes retos que se presentan a todos, tales como el bienestar y el desarrollo de los pueblos, el crecimiento demográfico mundial, el envejecimiento de la población en algunos países industrializados, la lucha contra las enfermedades o los éxodos forzosos de poblaciones enteras.
La Santa Sede, fiel a su misión y con los medios que le son propios, se asocia gustosamente a todos estos esfuerzos en favor de la gran familia humana. Para la Iglesia católica ha comenzado también, el 26 de diciembre pasado, un Año de la familia, con el que se invita a todos los fieles a una reflexión espiritual y moral sobre esta realidad humana, fundamental en la vida de los hombres y de las sociedades.
Yo mismo he querido dirigirme personalmente a todas las familias por medio de una carta, en la cual he puesto de relieve que «el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor» (n. 16), y que el hogar familiar es esa escuela de vida donde la relación entre autonomía y comunión, unidad y alteridad, es vivida a un nivel original y privilegiado. Creo que en la institución familiar se encuentra un manantial de humanidad del que brotan las mejores energías creadoras del tejido social, que cada Estado debería preservar celosamente. Sin invadir la autonomía propia de una realidad que no pueden instaurar ni reemplazar, las autoridades civiles tienen, efectivamente, el deber de tratar de favorecer el desarrollo armónico de la familia, no sólo desde el punto de vista de su vitalidad social, sino también de su salud moral y espiritual.
He aquí por qué el proyecto de documento final de la próxima Conferencia de El Cairo ha atraído toda mi atención, y su contenido me ha deparado una dolorosa sorpresa.
Las innovaciones que contiene, tanto a nivel de conceptos como de terminología, lo convierten en un texto muy diferente de los documentos de las Conferencias de Bucarest y de Ciudad de México. No se puede por menos de temer funestas consecuencias morales, que podrían llevar a la humanidad hacia una derrota, y cuya primera víctima sería el hombre mismo.
Se nota, por ejemplo, que el tema del desarrollo, incluido en el orden del día del encuentro de El Cairo -con la problemática extremamente compleja de la relación entre población y desarrollo, que debería ocupar el centro del debate-, pasa casi desapercibido a la vista de las escasas páginas que se le dedican. La única respuesta a la cuestión demográfica y a los retos planteados por el desarrollo integral de la persona y de las sociedades parece reducirse a la promoción de un estilo de vida cuyas consecuencias -si fuera aceptado como modelo y plan de acción para el futuro-, podrían revelarse especialmente negativas. Los responsables de las naciones deberían reflexionar profundamente y en conciencia sobre este aspecto de la realidad.
Por otra parte, la concepción de la sexualidad que subyace en este texto, es totalmente individualista, en la medida en que el matrimonio aparece como algo superado. Ahora bien, una institución natural tan fundamental y universal como la familia no puede ser manipulada por nadie.
¿Quién podría dar tal mandato a individuos o instituciones? ¡La familia pertenece al patrimonio de la humanidad! Por otra parte, la Declaración universal de los derechos humanos afirma sin equívocos que la familia es «el núcleo natural y fundamental de la sociedad» (art. 16, 3). El Año internacional de la familia debería ser, pues, la ocasión privilegiada para que la familia reciba, por parte de la sociedad y del Estado, la protección que la Declaración universal reconoce que debe serle garantizada. No hacerlo sería traicionar los ideales más nobles de la ONU.
Resultan aún más graves las numerosas propuestas de un reconocimiento generalizado, a escala mundial, del derecho al aborto sin ninguna restricción, lo cual va mucho más allá de lo que, por desgracia, ya consienten algunas legislaciones nacionales.
En realidad, la lectura de este documento -si bien es verdad que no es más que un proyecto-, deja la amarga impresión de pretender imponer un estilo de vida típico de algunos sectores de las sociedades desarrolladas, ricas materialmente y secularizadas. Los países más sensibles a los valores de la naturaleza, de la moral y de la religión ¿aceptarán sin reaccionar esta concepción del hombre y de la sociedad?
Mirando hacia el año 2000, ¿cómo no pensar en los jóvenes? ¿Qué se les propone? Una sociedad constituida por cosas y no por personas; el derecho a hacer todo, desde la más tierna edad, sin límite alguno, pero con la mayor seguridad posible. Por otra parte, vemos que la entrega desinteresada de sí, el control de los instintos, el sentido de la responsabilidad son considerados nociones pertenecientes a otra época. Sería de desear, por ejemplo, ver que en esas páginas se encontrara una mayor consideración hacia la conciencia y hacia el respeto de los valores culturales y éticos que inspiren otros modos de concebir la existencia. Es de temer que el día de mañana estos mismos jóvenes, ya adultos, pidan cuentas a los responsables de hoy por haberles privado de una razón de vida al no haberles indicado los deberes propios de un ser dotado de corazón y de inteligencia.
Al dirigirme a vuestra excelencia, no deseo solamente hacerle partícipe de mi inquietud ante un determinado proyecto de documento. He querido, sobre todo, llamar su atención sobre los graves retos que han de afrontar los participantes en la Conferencia de El Cairo. En efecto, cuestiones tan importantes como la transmisión de la vida, la familia, el desarrollo material y moral de las sociedades, requieren sin duda una reflexión más profunda.
Por todo ello, me dirijo a usted, señor presidente, que se preocupa por el bien de sus conciudadanos y de toda la humanidad. Es importante no debilitar al hombre, su sentido del carácter sagrado de la vida, su capacidad de amar y de sacrificarse. Se trata de temas sumamente sensibles por medio de los cuales se puede consolidar o destruir una sociedad.
Ruego a Dios que le inspire el oportuno discernimiento y ánimo para que, con la colaboración de tantos hombres de buena voluntad, tanto en su país como en todo el mundo, le conceda señalar nuevos caminos, donde todos puedan caminar solidariamente y construir juntos este mundo renovado, que sea verdaderamente una familia, la familia de los pueblos.
Vaticano, 19 de marzo de 1994
Joannes Paulus pp. II