Vuelvo del Camino de Santiago con un grupo de jóvenes, hemos acabado en la Misa del peregrino, en la magnífica catedral donde se venera la tumba del Apóstol. He podido concelebrar con el párroco de la catedral y otros sacerdotes venidos de Salerno y de Salamanca. Desde la bajada del último tramo, el monte donde se domina la meta final (por eso se llama el Monte del Gozo) el cansancio se juntaba a la alegría de conseguir el objetivo; por eso ahora en la Eucaristía había algo especial, también por compartirla con tantos peregrinos venidos de los lugares más distantes, los de mi grupo, unidos a tantos compañeros de camino esporádicos, con los que ha habido un tiempo de conversación o nos hemos ido encontrando en los albergues, los que nos han contando historias magníficas, pensamientos sublimes, o penas muy duras de llevar... aquí estamos todos, también los que no han entrado, tantos que no conocen la fe pero que han hecho el camino guiados por esta luz de aquel primer apóstol, es la luz de Jesús que ilumina de algún modo todo, que marca el camino también para los errantes, como el que decía: “estoy confuso. Hay demasiadas interpretaciones de la existencia humana. Del cómo y el por qué estamos aquí”.
Otros dicen: “La sociedad está enferma. Padece una grave desviación de su estado natural”. A cada paso aparecen los síntomas del constipado del planeta: las drogas, las sectas, u otras vías de escape como el afán convulsivo de placer, de tener, de dominar. Ante todo esto, sentencia un peregrino: “el camino es el mejor antibiótico.” Esto me hace pensar en tres cosas: que la vida de cada uno es un camino, que lo que importa no es caminar sino saber a dónde ir, tener objetivos, y que en este caminar está Jesús, a quien muchas veces no vemos pero que nos acompaña en silencio hasta que lo descubrimos a nuestro lado. Como Santiago, cuando remendaba las redes con su hermano: Jesús “los llamó. Y dejando a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros, se fueron tras Él”, dice el Evangelio.
Desde el siglo IV hay tradición de la tumba del Apóstol, pero se escondió por el miedo a profanaciones de invasores, y en el 813 se trasladan los restos a Compostela y comienza ese peregrinar del orbe católico a la tumba de Sant Iago. La primera guía de 1139 dice: “allí van innumerables gentes de todas las naciones... no hay lengua ni dialecto cuyas voces no resuenen allí... las puertas de la Basílica no se cierran ni de día ni de noche”. Hay un auge en la pereginación, y en la época de mayor esplendor, se cuentan entre 200.000 y 500.000 peregrinos en un año; en los últimos años santos (cuando la fiesta coincide en domingo es año jubilar) se va llegando a esas cifras. Las últimas etapas las hemos vivido en un río de gente, también porque esta semana era la grande, la de la fiesta del Apóstol, con una afluencia especial de peregrinos.
Las dificultades son múltiples en el caminar y tienen un tono penitencial, como dice otro: “depurarse de males psíquicos y físicos”. Pero hemos de pensar en las que tenían hace años cuando no había coches de apoyo ni móviles, ni puestos de socorro... y se ven a lo largo del camino muchos cementerios... En la Cruz de Ferro, los peregrinos van depositando piedras que van haciendo un montículo. Recuerda aquellos que transportaron así piedras para construir la catedral de Santiago. Es el sentido de la cruz en la vida, de los cruceiros, aprovechar las dificultades para unirlas al sacrificio redentor. Cada caminante es una historia andante, como la que leo en un periódico que he tomado en el camino: como tantos y tantos huérfanos del 11-S, Garbin se convirtió en hija adoptiva del Prozac. Sumida en una especie de nebulosa psicotrópica un buen día decidió romper con la química absurda que disfraza la realidad. Vendió su piso de Manhatan y cedió su puesto en la bolsa a un joven de Colorado... antes de partir hacia Europa hacia el Camino.