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Bondad y santidad

  Recuerdo una historia de un libro de L. Trese sobre dos amigos, Juan y Pedro. Juan vive en una familia acomodada, tiene la vida fácil, buena educación, cumple sus obligaciones de cristiano y destaca en los estudios por su buena inteligencia, se casa bien y vive feliz con su mujer e hijos, con un buen trabajo y una posición económica desahogada, cumple con Dios y procura hacer el bien que puede a los demás. Pedro es de familia pobre, por sus escasas dotes intelectuales hace lo que puede en la escuela, deja los estudios y pasa en cuanto puede a trabajar para poder aportar un poco más de dinero a casa; más tarde se casa pero cada día es una aventura poder llevar dinero para la comida, ropa y la educación de los hijos, etc., a veces incluso ha caído en darle al vino más de la cuenta llevado por las penas, y aunque procura cumplir en lo religioso no se puede decir que haga siempre. Pasa el tiempo y mueren los dos. Juan el primero; y va al cielo, por supuesto, se lo merecía. Desde allí, ve un día subir a Pedro a un lugar mucho más elevado que el suyo, y protesta ante san Pedro pues él ha cumplido con mucha más perfección sus obligaciones cristianas. El Apóstol le contesta: “si, has cumplido y mereces el premio, pero lo tuyo era relativamente fácil; lo de él tiene mucho más mérito, y ha tenido que luchar más y por esto tiene mayor cielo. No importan los resultados, sino la lucha en el amor”.

   Si pensamos al modo humano, lo que importan son los resultados, lo que se ve, pero Dios mira el corazón de las personas. A veces nos quejamos de que si las circunstancias fueran más propicias seríamos mejores. Pero es el esfuerzo ante las dificultades lo que nos hace mejorar, aunque no veamos los frutos y nos parezca que somos un desastre. Queremos ser “una buena persona”, coherentes con nosotros mismos, auténticos. Y a fuerza de luchar por hacer el bien nos iremos haciendo buenos; en la medida que ponemos el corazón en las cosas, éstas nos van transformando, es lo que llamamos adquirir una virtud, una personalidad más rica, que tiene facilidad para hacer el bien. Y así, si de una parte nuestro modo de actuar refleja nuestro modo de ser, también es cierto que el actuar va influyendo en lo que somos, va conformando nuestra manera de ser, si hacemos el bien nos hacemos buenos; si el mal, malos.

   Estamos llamados a vivir de amor y para el amor, a amar con el amor de Dios, con el corazón de Dios; y esto se consigue participando de Dios y de su amor por la oración y los sacramentos: de alguna manera como el gusano que a fuerza de comer tierra se transforma en tierra, mientras que nosotros a fuerza de comulgar nos transformamos en espirituales con la pureza de la Eucaristía. No queremos ser solamente buenos, sino felices, bienaventurados, que es lo que significa también ser “santos”. La santidad no es algo para privilegiados, decía san Josemaría Escrivá, pues no se trata de huir del mundo, pues no todos tienen vocación de apartarse de las cuestiones seculares. Jesús nos dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 48). El Señor se dirige a todos los hombres sin distinción de estado, raza o condición. Nos llama a cada uno en particular, es un llamado amoroso al heroísmo, al amor, al sacrificio alegre. ¿Qué hay que hacer para ser santa?”, preguntaba a Santo Tomás de Aquino su hermana: “Quererlo mucho”, le contestaba. Y Gabrielle Bossis sentía que Dios le decía al corazón: “Para ser santa es necesario, ante todo, querer ser santa. No nacéis más que para la santidad”. Pero, ¿qué diferencia hay entre ser bueno y santo?

   La santidad es cuestión de amor, de lucha por identificarse -con la ayuda de la gracia- con Jesucristo. Supone empeño, exigencia, no caer en la mediocridad y el conformismo, no ser tibios sino heroicos. Más que hacer cosas extraordinarias, se trata de una constancia en vivir de modo extraordinario lo ordinario, cada día. Antes se confundía “santidad” y “perfección cristiana” con lo que se llamaban “estados de perfección”, como si uno se subiera a un tren y se instalara en un vagón, como si la santidad fuera cuestión de entrar en un sitio determinado. Se han enterrado ya los “estados de perfección”. No se trata pues de “estados de perfección”, sino de “perfección en el propio estado”, es decir buscar ser perfectos (dar lo mejor de nosotros mismos, vivir el amor de Dios en todo lo que hacemos) en el estado que constituye la vocación (el llamado, el lugar que la voluntad de Dios se nos manifiesta para nosotros, nuestro lugar en el mundo). Escribía uno de los obispos de aquellos primeros siglos de la Iglesia: “la verdad es que todos los hombres tienen que subir a la misma altura; y lo que ha trastornado toda la tierra es pensar que sólo el monje está obligado a mayor perfección, y los demás pueden vivir a sus anchas. ¡Pero no es así!” (S. Juan Crisóstomo, Adv. oppugn., III, 14). Es la doctrina expuesta en el Concilio Vaticano, quizá el núcleo de su mensaje. La teoría sin embargo no es lo más importante, sino la realidad de tantas personas -laicos y sacerdotes, seglares y religiosos, con la consagración bautismal o también alguna especial hecha a Dios...- que en su vida reflejan el amor de Dios, que día a día demuestran que se han tomando en serio su vida cristiana, que luchan por ser santos, que están edificando la Iglesia y por tanto son apóstoles, cada uno en su estado de vida. En estos momentos de crisis mundial, decía Juan Pablo II, más que las reformas se necesita santidad, los santos son los que hacen la historia de la Iglesia en el mundo, y toda labor que nos propongamos depende sobre todo de que seamos santos.