Aprisa, como suelen ser las cosas cuando vemos al pasado, han pasado los primeros cuatro años del pontificado del Papa Benedicto XVI. Un Papa que ha venido a fortalecer a la Iglesia en medio de la incertidumbre del mundo moderno y que, por lo mismo, ha levantado olas de oposición fuera y dentro de la Iglesia.
Cuando el Cardenal Joseph Ratzinger fue electo, muchos consideraron que era el lógico sucesor de Juan Pablo II, pues había sido su mano derecha y era un conocedor de la Iglesia universal. Maestro, pastor y miembro de la Curia Romana, el teólogo alemán representa para muchos una verdadera incógnita, pues su itinerario intelectual resulta sorprendente y complejo, lo mismo que su labor pastoral y, finalmente, su paso por la Congregación de la Doctrina de la Fe, donde actuó simultáneamente con caridad y firmeza en la atención de los problemas doctrinales que siguen presentes en la Iglesia no sólo derivados del Concilio Vaticano II, sino de nuevos desafíos y corrientes intelectuales del mundo posmoderno.
Los medios de comunicación lo recibieron con hostilidad, bautizándolo “panzer cardinal”, en recuerdo de los tanques nazis que con extraordinaria eficacia barrieron a ejércitos enemigos, aniquilándolos. Aquella animadversión se ha convertido en una estrategia de silencio, en unos casos, o de deformación de la imagen de un pontífice que, en contra de los augurios de los “vaticanólogos” superficiales, que pontifican en los medios y cada vez que lo hacen exhiben más su ignorancia sobre la Iglesia, ha sido alegre y entusiastamente acogido por los fieles y por muchos que no lo son.
Los que esperaban un Papa austero, rígido, frío y lejano, se han llevado un buen chasco. Benedicto XVI no respondió al estereotipo que estaban esperando. Ni siquiera respondió a la imagen de un Papa apocalíptico que respondiera con pesimismo a ciertas expresiones del diagnóstico que sobre el mundo moderno hiciera en las exequias del Papa Juan Pablo II. Para quienes les pasó desapercibido su mensaje, debemos recordar que advirtió que no iba a ser Ratzinger –sus ideas o gustos- quien iba a conducir a la Iglesia, sino Benedicto XVI, quien la conduciría de acuerdo a lo que Cristo le dictara. Y así ha sido.
Con el trasfondo agustiniano de su formación intelectual, que resurge cada vez que tiene oportunidad, el Papa Benedicto ha sorprendido al mundo con dos bellas y profundas encíclicas: Deus caritas est y Spe salvi. Su respuesta al mundo ha sido clara: amor y esperanza, en un mundo de odio, lucha, confrontación, desesperación, nihilismo, abandono y cultura de la muerte.
Más allá del pesimismo natural que pueda surgir de realidades palpables de deterioro moral, de degradación, de confrontación, de pérdida del respeto por la dignidad humana, desorden social y económico. Más allá del pesimismo intelectual que pueda surgir de la pérdida del sentido de la verdad, razón de ser de la inteligencia humana; más allá del subjetivismo y el relativismo. Más allá de realidades mundanas, Benedicto XVI ha respondido al mundo en este inicio del Siglo XXI, desde la mirada de la fe. Su respuesta, como es el mensaje de Cristo, resulta desconcertante para los jueces, emúlos de quienes condenaron a Cristo, lo llaman a cuentas y lo miden desde criterios mundanos.
La respuesta que necesitamos, ha enseñado el Papa, es amor, pero no un amor superficial, erótico o simplemente filial. Necesitamos del Amor Divino que no menosprecia ni desdeña los otros, pues Él los ha creado, sino que los abarca y da sentido en una realidad diferente. Un verdadero Agapé divino es al que nos ha invitado el Papa, superando las limitaciones del eros. Sólo el amor de Dios nos puede salvar; sólo el amor de Dios explica a Cristo, no sólo en su presencia en el mundo, sino principalmente en su muerte –misterio tan profundo que no pudo asimilar Ghandi-. Porque Dios es amor.
Asimismo, por si hubiera duda, frente al pesimismo nos ha llamado a la esperanza. Una esperanza que, nuevamente, encuentra su fundamento en la redención del amor. Una redención que es, a fin de cuentas, la razón de nuestra esperanza. La esperanza no está en la ciencia, en los políticos, en la economía. Está en Dios. No un dios abastracto, sino en el Dios cercano que es algo más que la causa primera, dice el Papa. Por eso, insiste, quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas que terminan por agotarse, está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene la vida.
Por ello Benedicto ha trascendido al mismo Ratzinger y ha conmovido a la Iglesia y al mundo, a este último a su pesar. Nuevamente tenemos un Papa que dirige con suave firmeza a la Iglesia; que dialoga con otras religiones y culturas, que está abierto al mundo con una confrontación suave, sublime y, a la vez, radical. En fin, es un faro que alumbra, y fuerte.