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Autoridad política mundial

Al final del capítulo quinto de su carta encíclica “Caritas in veritate” el Papa propone una iniciativa particularmente ambiciosa, orientada a conseguir con mayor eficacia condiciones de vida justas y pacíficas entre los diversos pueblos del orbe. En sus propias palabras habla de la “urgencia de la reforma tanto de la Organización de las Naciones Unidas como de la arquitectura económica y financiera internacional. Urge la presencia de una verdadera Autoridad política mundial. Esta Autoridad deberá estar regulada por el derecho, atenerse de manera concreta a los principios de subsidiaridad y de solidaridad, estar ordenada a la realización del bien común, comprometerse en la realización de un auténtico desarrollo humano integral inspirado en los valores de la caridad en la verdad”.

Puede desconcertar esta sugerencia del Pontífice, algún receloso perspicaz podría sugerir que el papado tiene nostalgias del cesaropapismo, o de la “societas christiana” medieval, de la época en que Inocencio III legitimaba la autoridad de los monarcas europeos, con las bulas de excomunión en la mano para ejercer esa potestad. Sin embargo, para tranquilidad de todos los temerosos de que la Iglesia vuelva “por sus fueros perdidos” en materia de autoridad terrena, la situación es del todo diversa. La invitación del Papa está en la línea de las directrices de acción, que junto con los criterios de juicio y principios de reflexión son propios de la Doctrina Social Católica. Se trata en definitiva de una sugerencia que espontáneamente ofrece el magisterio de la Iglesia para remediar algún problema real de la sociedad. Obviamente no se trata de imponer nada, y si alguien disiente de este parecer, puede estar tranquilo, porque no se trata de una cuestión dogmática, sino de una sugerencia práctica concreta que ofrece el magisterio. Si uno es católico le debe siempre el obsequio del respeto, consciente sin embargo, de que no estamos frente a una verdad de fe.

Para comprender mejor esta propuesta papal, es necesario mirar a los principios de reflexión que la inspiran, y que sólo si se tienen en cuenta, la harían efectiva: la solidaridad –bastante en boga- y la subsidiariedad, no tan conocida, tan practicada, tan comprendida. “La subsidiaridad respeta la dignidad de la persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de asistencialismo paternalista. La globalización necesita ciertamente una autoridad, en cuanto plantea el problema de la consecución de un bien común global; sin embargo, dicha autoridad deberá estar organizada de modo subsidiario y con división de poderes, El principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al necesitado”.

La subsidiariedad en consecuencia fomenta la participación libre y responsable en la construcción de una sociedad justa. Elimina la pasividad o el indiferentismo, es consciente de que los actores sociales son personas libres, que tienen mucho que aportar y un potencial de creatividad útil para hacer frente a las diversas necesidades, que constituye un auténtico patrimonio y una riqueza social. Por eso mismo, más que decidir y plantear todo desde el vértice, es necesario que la autoridad fomente y facilite que todos intervengan en ella de manera libre, responsable y creativa. La función de la autoridad está fundamentalmente  en orquestar las energías sociales que nacen en la sociedad, no en reprimirlas o frenarlas; en todo caso, como dice el Pontífice, en temperarlas con la solidaridad, para no caer en particularismos egoístas. Es necesario evitar que el estado se arrogue actividades que los particulares pueden hacer con más eficacia o en ejercicio de sus derechos (como elegir el tipo de educación para los propios hijos).

Frente al individualismo o al colectivismo, el Papa propone una estructura sana y equilibrada de la sociedad en la cual “la relación entre persona y comunidad es la de un todo hacia otro todo”. El bien común es el bien de cada uno de los individuos, y las estructuras sociales se justifican para alcanzar el bien de los particulares; ahora bien, esos particulares no deben mirar exclusivamente a sí mismos –sería la ley de la selva- sino al bien de toda la comunidad, de la cual forman parte, sabiendo que así, a la postre, los primeros beneficiados serán ellos.

 

P. Mario Arroyo

Doctor en Filosofía por la Università della Santa Croce