Introducción.
La vida fraterna en comunidad es un don que Dios ha dado a la vida consagrada. “Entre estos discípulos, los reunidos en las comunidades religiosas, mujeres y hombres de toda lengua, raza, pueblo y tribu (Ap. 7,9), han sido y siguen siendo todavía una expresión particularmente elocuente de este sublime e ilimitado Amor. Nacidas <no del deseo de la carne o de la sangre> ni de simpatías personales o motivos humanos, sino <de Dios> (Jn 1,13), de una vocación divina y de una divina atracción, las comunidades, religiosas son un signo vivo de la primacía del Amor de Dios que obra maravillas y del amor a Dios y a los hermanos, como lo manifestó y vivió Jesucristo”.1
Un don que viene de lo alto y que tiene su origen en una vocación divina y en una divina atracción. Quienes reciben la llamada de Dios para vivir una vida de “sobreabundancia de gratuidad”2, reciben también el carisma para amar a Dios y en El, a todos los hombres, como prolongación de su cuerpo místico. “Si alguno dice: <<Amo a Dios>> y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”. (1Jn. 4, 20)
Las religiosas que se sienten atraídas para donar todo su ser a Dios, no pueden permanecer cerradas al amor. Se sienten impelidas a esparcirlo por todo el mundo. Y este mundo comienza con las hermanas con las que se comparte el mismo Amor, los mismos ideales, a través de un mismo carisma. La base por tanto, el fundamento de la vida fraterna en comunidad es Dios mismo. Así lo ha inspirado Cristo, que h sido el fundador de la primera comunidad: “En toda la dinámica comunitaria, Cristo, en su misterio pascual, sigue siendo el modelo de cómo se construye la unidad. El mandamiento del amor mutuo tiene precisamente en Él la fuente, el modelo y la medida, ya que debemos amarnos como Él nos ha amado. Y Él nos ha amado hasta dar la vida. Nuestra vida es participación en la caridad de Cristo, en su amor al Padre y a los hermanos, que es un amor que se olvida totalmente de sí mismo.”3
Cristo es el ideal de toda unidad y como ideal, hacia El deben tender las comunidades religiosas. Si bien todas las comunidades son conscientes de este ideal, también se dan cuenta que no basta solamente con tener claro el ideal para llevarlo a cabo, para ponerlo en práctica. Surge entonces la posibilidad de desvirtuar el ideal de vida consagrada, no por falta de buena voluntad, sino porque todas las comunidades religiosas femeninas están formadas por mujeres, y como tales, poseen, como también los hombres, una naturaleza humana, herida por el pecado, que hace saltar de vez en cuando algún resorte que se resiste a la vida comunitaria. El carácter, el temperamento, los sentimientos, las pasiones, el amor o el orgullo, la razón obnubilada por la pasión, impiden que la persona
1 Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica. “La vida fraterna en comunidad” 2.2. 1994 n.1 2 Juan Pablo II “Exhortación Apostólica Postsinodal Vita Consecrata n. 104. 3 Congregación para los Institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, La vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, n. 21
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se abra muchas veces a la construcción de una vida fraterna de calidad. Nunca hay que menospreciar dos aspectos al considerar la vida fraterna en comunidad. Por un lado, que es un don de Dios y que como tal, es en parte divino, por su origen. Por otro lado, al estar formada de seres humanos está dotada por así decirlo, de un cuerpo humano, como las flaquezas y debilidades que la naturaleza humana comporta. Podemos, haciendo una analogía decir que la vida fraterna en comunidad está constituida por “alma y cuerpo”. Por la parte “espiritual” tenemos asegurado el ideal en Cristo, además de recibir su ayuda. Pero por la parte humana debemos estar pendientes del “«hombre viejo», que desea ciertamente la comunión y la unidad, pero no pretende ni quiere pagar su precio en términos de compromiso y de entrega personal. El camino que va del hombre viejo -que tiende a cerrarse en sí mismo- al hombre nuevo, que se entrega a los demás, es largo y fatigoso. Los santos Fundadores han insistido de una forma realista en las dificultades e insidias de este paso, conscientes de que la comunidad no se improvisa, porque no es algo espontáneo ni una realización que exija poco tiempo.”4 Por ello, no hay que ser ni idealistas, tremendistas o espiritualistas. Hay que ser realistas en la concepción y en la construcción de la vida fraterna de comunidad. No hay que ser idealistas, pensando que con sólo las buenas intenciones, la vida fraterna de calidad se va a dar por sí sola. Eso es tener una mentalidad “matemática” y no tomar en cuenta que las mujeres que forman una comunidad no son robots o computadoras a las cuales, al ser alimentadas simplemente con un programa, van a ser capaces de vivir una vida fraterna en comunidad impecable. Eso sería olvidar que las mujeres (como los hombres) están dotadas de pasiones, sentimientos, emociones, libertad y que pueden muchas veces, aún sin ellas proponérselo, obstaculizar la vida fraterna cuando se dejan llevar de sus estados anímicos, sus posturas intelectuales o su voluntad mal encauzada. Tampoco pude tenerse una visión tremendista de la vida fraterna en comunidad y pensar que el ideal al que invita Cristo es tan alto, que no puede ser vivido por seres humanos. Esta actitud tremendista, puede esconder un cierto miedo a la ascesis, pues no cabe duda que la vida fraterna exige algunas veces la renuncia a los propios gustos, planes personales o puntos de vista en aras a la construcción de la unidad. Esta visión trasluce igualmente una visión fatídica del hombre, pues no lo ve capaz de alcanzar metas, aunque éstas se pongan en niveles que requiere un trabajo constante. Está también la visión de aquellas que piensan que la gracia lo puede y lo soluciona todo, sin tener que hacer ningún esfuerzo. La solución a todos los problemas se los encargan a Jesucristo sin ellos tomar en cuenta que la gracia actúa en una naturaleza bien dispuesta. Pero, ¿cómo disponer la naturaleza? Es necesario que analicemos la visión realista. La visión realista Ver al hombre como es, confiar en lo que puede llegar a ser y ser consciente de que sus limitaciones pueden impedirle llegar a lo que puede ser, sería el resumen de la versión realista en la vida fraterna en comunidad.
4 Ibidem. n.21
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Visión realista. Frente a las visiones parciales antes mencionadas es oportuno preguntarnos por una visión realista de esta situación. ¿Cómo juzgar una realidad compleja en dónde confluyen elementos humanos y elementos divinos? Será necesaria una visión que tome en cuenta la realidad antropológica de las personas consagradas, la gracia de Dios que ayuda a estas personas consagradas y el don que Dios da a la Iglesia a través de la vida fraterna en comunidad. Al tomar en cuenta estos aspectos reales de la vida fraterna en comunidad, a saber, mujeres con sus debilidades y virtudes, la ayuda de Dios y el ideal propuesto por el mismo fundador de la vida consagrada, es decir, Cristo, surge la solución al problema: se debe trabajar en la propia persona por potenciar las cualidades, luchar contra las debilidades y siempre contar con la ayuda de Dios. En cuanto al trabajo que debe desarrollar la persona consagrada nos damos cuenta que no es algo fácil. No por el hecho de saber las cosas se hacen las cosas. Además, debemos tomar en cuenta la acción del demonio, quien es el primer interesado en apartar a las mujeres consagradas del ideal de la vida fraterna en comunidad, buscando subterfugios para que vivan en forma egoísta la vida fraterna en comunidad. Es necesario por tanto luchar contra las tendencias negativas, las pasiones, los estados de ánimo negativos, de forma que poco a poco podamos dominarlos, hasta hacer de ellos verdaderos actos de virtud. ¿Cuál será la fuerza capaz de hacer que las personas se abran a todas las hermanas en la comunidad? Cada mujer consagrada posee enormes facultades, pero al mismo tiempo, como ser caído, participa de las huellas que ha dejado en su ser el pecado original, por lo que muchas veces el hombre viejo se impondrá sobre el trabajo que Cristo pueda realizar en el alma de esta hermana. Comienza así a desencadenarse una serie de eventos que erosionan la vida fraterna en comunidad: malos entendidos, asperezas, críticas, rencores, envidias. Quienes deberían, por su profesión religiosa, ser ejemplos de unidad, se convierten en fuerzas completamente centralizadas en sí mismas. ¿Cómo lograr la apertura en la comunidad?
Juan Pablo II en su reciente carta apostólica Mane nobiscum Domine nos da la solución. Todas las religiosas participan de unos ideales comunes: el carisma, la actividad apostólica, la profesión de unos consejos evangélicos, la participación de una misma espiritualidad. Aspectos nobles y espirituales, pero que de alguna manera vienen siempre a tener su origen en Cristo. El carisma no es sino una forma específica de vivir una característica particular de la vida de Cristo. La actividad apostólica debería ser la expresión del amor a Cristo, expresado en formas muy características y específicas por cada Congregación. La profesión de los consejos evangélicos es la forma establecida y querida por Cristo para quien Él ha elegida en un seguimiento más cercano de su persona. Y en fin, la espiritualidad propia de cada Instituto religioso no es sino la participación de la gracia de Dios a través de unas formas queridas por el Fundador/a y aprobadas por la Iglesia. Nos damos cuenta entonces que en la base de todos estos vínculos se encuentra Cristo. Cristo como modelo a seguir para quienes lo han elegido como Esposo a través de unos vínculos específicos y una forma de vida muy peculiar y radical, a la manera de los
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apóstoles5. Pero el Cristo no en una forma etérea o abstracta. El Cristo real de la Eucaristía, como dice el Papa: “Es la Iglesia, reunida en torno a los Apóstoles, convocada por la Palabra de Dios, capaz de una hacer una participación no sólo de bienes espirituales, sino de los mismos bienes materiales.”6 Un Cristo por tanto que sea no sólo el centro de la comunidad, sino la fuerza que aglutine a todos los miembros de la comunidad. Todas las religiosas participan cada día del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Esta participación es real y las hace cada día más semejantes a Cristo. Cada religiosa se convierte por tanto en más Cristo y en más hermana de la comunidad, por su participación en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. De aquí deberían brotar dos consecuencias para la vida fraterna en comunidad. La primera es la toma de conciencia que la hermana que tengo a mi lado es ahora más Cristo. Si bien es cierto que aún tiene sus miserias por la participación en la naturaleza humana, las hermanas de la comunidad deberían tratarla de una manera en que se pudiera en evidencia esta participación divina. Es por ello que la hermana se convierte en más hermana, pues deja de ser ella misma y se convierte en más Cristo, por su participación en el sacramento de la Eucaristía. La segunda consideración brota del hecho mismo de la Eucaristía. No cabe duda que ver a la hermana más hermana requiere un acto de fe. No es fácil ver a Cristo en aquella religiosa que tiene tantas debilidades y que precisamente se convierte en un obstáculo para la vida fraterna en comunidad. Se requieren grandes dosis de fe. Dosis que sin duda alguna no se adquieren por una gracia infusa, sino que provienen de la gracia santificante que nos da la Eucaristía. Ver en la hermana a otro Cristo no debería ser sólo una bella imagen para alegrar los ratos de recreación en la comunidad. Debería ser todo un programa de trabajo para mejorar la calidad de la vida fraterna en la comunidad. Y sólo se puede tener acceso a esta visión de fe, cuando el alma se alimenta de la Eucaristía, y ahí sabe que el factor de unidad es Cristo y se siente unida a la hermana, a través de la misma Eucaristía. Es por tanto la Eucaristía la que permite ver en la otra hermana a un alma que participa del mismo Cuerpo Sangre de Cristo, convirtiéndose así en otro Cristo. Podría argumentarse que esta visión carece de realismo al ser demasiada idealista, pues no toma en cuenta los defectos de las religiosas. Nunca hemos negado los defectos de las religiosas. El participar de la Eucaristía no quita los defectos ni a la religiosa que comulga el Cuerpo de Cristo ni a la religiosa que ve a la hermana comulgar. Comunidad de santos y pecadores permaneceremos mientras Dios permita pasar nuestros días en esta tierra. Pero esta visión de fe, si en verdad es real y si en verdad quiere ser agente transformador de la vida fraterna en comunidad, deberá de llevar a la religiosa a conceptualizar a su hermana en religión (y por extensión, a todas las hermanas de su comunidad) como una santa, a pesar de esos defectos y deficiencias. Visión audaz pero realista de la naturaleza humana, caída en el pecado, pero redimida por el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Dicha visión audaz podrá hacernos exclamar en lo hondo de nuestros corazones esta expresión, realmente renovadora y transformadora de corazones en una comunidad fraterna: “¿No puede ser mi hermana una santa, a pesar de sus pecados y de sus miserias?”
5 Vita consecrata, n.72, 93 6 Juan Pablo II, Carta apostólica Mane nobiscum Domine, 7.10.2004, n.22
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De la visión realista a la puesta en práctica.
Esta visión realista de ver en la hermana a otro Cristo, siempre a través de la Eucaristía, hace pensar en conclusiones prácticas. “Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites”.7 Este amor, que sin duda alguna proviene de la Eucaristía, hará que la religiosa se abra al infinito, en la persona de la hermana y de las hermanas que tiene a su lado. Este amor no será únicamente un amor platónico, sino un amor real, que la haga amar aquí y ahora a todas y cada una de las hermanas de la comunidad. “Este camino de liberación que conduce a la plena comunión y a la libertad de los hijos de Dios, exige, sin embargo, el coraje de la renuncia a sí mismos en la aceptación y acogida del otro, a partir de la autoridad.”8 No se puede amar en abstracto, es necesario amar en concreto. Este amor que proviene de la Eucaristía, debe reflejarse en los detalles, en las minucias que tejen la vida fraterna en comunidad. No son las grandes ceremonias, los rezos en comunidad, los que hacen la vida fraterna, son las pequeñas cosas diarias, el compartir los alimentos, en colaborar en un apostolado común, la recreación al final de la jornada o de la semana los que dan el tono de amor a una comunidad. Y como ejemplo de estos detalles concretos bien podemos señalar los siguientes: “saber celebrar fiesta juntos, concederse momentos personales y comunitarios de distensión, tomar distancia de vez en cuando del propio trabajo, gozar con las alegrías del hermano, prestar atención solícita a las necesidades de los hermanos y hermanas, entregarse generosamente al trabajo apostólico, afrontar con misericordia las situaciones, salir al encuentro del futuro con la esperanza de hallar siempre y en todas partes al Señor. Todo esto alimenta la serenidad, la paz y la alegría, y se convierte en fuerza para la acción apostólica.”9
Para amar en lo concreto, la religiosa debe echar mano de cualidades humanas, como son la educación, la amabilidad, la sinceridad, el control de sí, la delicadeza, el sentido del humor y el espíritu de participación.10
Es triste encontrarse en ocasiones con religiosas que son candil de la calle y oscuridad de la casa. Que brillan como un candelabro en el apostolado, como la catequesis, la escuela, el hospital, en donde son un derroche de alegría, de amabilidad, de colaboración, pero que en la comunidad no mueven un dedo para hacer feliz a una hermana, para ofrecerse a lavar los platos, lavar la ropa, o aquellas cosas sencillas que hacen una vida fraterna de calidad. Sucede que han olvidado que el primer lugar en dónde están llamadas a hacer apostolado es su propia comunidad, a través de los detalles. Una buena educación que no olvida de dar las gracias ante un favor. O de pedir las cosas por favor. De tener buenas formas de trato con la religiosa durante un viaje, o la recreación. Cuando la religiosa está llena de Cristo Eucaristía y sabe ver a Cristo en la hermana, entonces las formas sociales (pase usted, con permiso, gracias, de nada, por favor), quedan revestidas del suave olor
7 Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, n. 22 8 Idem. n. 23 9 Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, La vida fraterna en comunidad, 2.2.1994, n. 28 10 Idem. n. 27
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de Cristo, es decir, quedan revestidas de santidad, la santidad propia de quien frecuenta a Cristo en la Eucaristía.
Y como punto concreto, entre otros muchos, que puede servir de punto de partida para programar una vida fraterna de comunidad basado en la Eucaristía, está la vivencia de las virtudes humanas y sociales, entre ellas la amabilidad11. La amabilidad parece una virtud olvidada y dejada en el rincón del armario. El trato que dispensaríamos a Cristo, ¿sería el mismo que dispensamos a nuestra hermana en comunidad? El grado de amabilidad es el grado de nuestra fe en la Eucaristía, hecha carne en nuestra hermana. Cuando tocamos a Cristo en la Eucaristía lo hacemos con suma delicadeza. Esa es la misma delicadeza que debe brillar en el trato con nuestras hermanas, y a veces el trato más que amable es brusco, precipitado, frío, cubierto con el pretexto infantil de no importa, al cabo que ella es de casa. Cierto. Ella es de casa y por lo mismo, ella es de Cristo y la debería tratar con la misma amabilidad y delicadeza con la que trato a Cristo en la Eucaristía, que también es de casa. Las flores que rodean a la Eucaristía en la capilla de la comunidad deberían cortarse no del jardín, sino del trato que las religiosas se dispensa unas a otras en la comunidad. Buscar servir de oculto a los demás es el grado máximo de la vida fraterna en comunidad. Encontrar una labor ya hecha. Saber que a pesar de llegar tarde por un imprevisto, la comida aún está caliente porque habrá alguien que habrá pensado en nosotros. No esperar a pedir permiso a la Superiora para pedir un taxi para ir al aeropuerto o a la estación del tren, porque sabemos que podemos contar en cualquier momento con la compañía de las hermanas que harán este favor. Detalles, detalles, pero que hablan de una gran visión de fe.
No debemos olvidar tampoco los detalles no sólo prácticos de la vida fraterna, sino los detalles humanos que alimentan la alegría y el buen espíritu: “Saber celebrar fiesta juntos, concederse momentos personales y comunitarios de distensión, tomar distancia de vez en cuando del propio trabajo, gozar con las alegrías del hermano, prestar atención solícita a las necesidades de los hermanos y hermanas, entregarse generosamente al trabajo apostólico, afrontar con misericordia las situaciones, salir al encuentro del futuro con esperanza de hallar siempre y en todas partes al Señor.”12
¿Es posible soñar en una comunidad de este tipo? Sí, a condición que la Eucaristía sea el centro de la comunidad. “Si la Eucaristía es la fuente de la unidad eclesial, ella es también su máxima manifestación. La Eucaristía es epifanía de comunión.”13 A condición de que todas las religiosas se alimenten de ella para cada día ser más otros Cristos para la comunidad, ser más hermana de la hermana y así, alimentadas de Cristo Eucaristía puedan ver a Cristo en las demás hermanas de la comunidad.
11 Para profundizar en las virtudes humanas recomendamos la lectura de Alessandro Pronzato, Alla ricerca delle virtù perdute, Ed. Gribaudi, Milano, 2000. Es un estudio sobre las virtudes humanas y su vivencia y puesta en práctica en la vida fraterna en comunidad. 12 Idem. n. 28 13 Juan Pablo II, Carta apostólica Mane nobiscum Domine, 7.10.2004, n.21
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