Manuel García Morente nace el 22 de abril de 1886 en un pueblo de Andalucía. Su familia es profundamente católica. Llegado a la adolescencia, Manuel se niega a acompañar a los suyos a misa. Como explicación, dice simplemente que ha dejado de creer.
Tiene una inteligencia profunda y viva. Le encanta la música. Aprende con rapidez a tocar el piano. Sus gustos intelectuales lo llevan a estudiar filosofía, en España, en Francia, en Alemania. En Francia le ofrecen una cátedra, pero prefiere volver a Madrid, donde inicia su carrera como profesor universitario. Su tema preferido es la ética. Dios, mientras tanto, parece haber quedado lejos, muy lejos...
En 1913 se casa con Carmen García del Cid. Ella es profundamente religiosa, lo contrario de su esposo, pero logran un buen acuerdo matrimonial. Nacen dos hijas, María José y Carmen. Don Manuel no pone obstáculos para que su esposa pueda impartir la educación religiosa que desee a las hijas. Por su parte, él se mantiene lejos de la fe, y ella le respeta. Quizá en el fondo de su corazón espera que un día su marido cambie, pero ese día se retrasa muchos años.
Llega una primera prueba para el famoso filósofo: en 1923 muere su esposa. García Morente lleva a María José, su hija mayor, al cementerio y la deja rezando junto a la tumba. Él se queda atrás, serio, absorto en sus ideas. Si la niña se distrae, su padre le dice: anda, reza por tu madre.
España, en esos años, vive en un momento de turbulencia política. El profesor García Morente participa como subsecretario de educación en el gobierno del general Berenguer (1930). En 1931 inicia la República española, con sus tensiones y sus conflictos. María José se casa en 1934 con Ernesto Bonelli, un joven profundamente católico. Nacen dos hijos. Pero en agosto de 1936, un mes después de iniciar la guerra civil, Ernesto es asesinado, simplemente por ser católico.
García Morente se encuentra en Madrid. Siente terror por la suerte de su hija y por sus dos nietos de 1 y 2 años. Consigue que traigan a la familia a Madrid. En su casa viven horas de angustia. Grupos de milicianos registran los edificios para llevarse a personas que luego son encarceladas o fusiladas. Los García Morente miran por la ventana, tiemblan cuando escuchan pasos por las escaleras, suspiran de alivio cuando los milicianos se detienen un piso abajo o un piso arriba. Las mujeres de la casa rezan con frecuencia en un cuarto, a escondidas. Don Manuel todavía no puede ni quiere rezar. ¿Y Dios?
El 2 de octubre de 1936 un amigo avisa a García Morente de que van a asesinarle, y le pide que escape inmediatamente, sin la familia. García Morente consigue salir de Madrid y pasar a Francia. Se dirige a París, donde conoce a varios amigos. Pero está sin dinero, sin trabajo, sin la familia, lleno de dudas, de zozobras. En algún momento se asoma la idea de Dios por su cabeza, pero la rechaza: la vida es algo dirigido por fuerzas físicas ciegas, inconscientes. No existe ninguna providencia, ningún sentido a todo lo que ocurre.
Morente busca trabajo. Llama a una y otra puerta. Nada. De repente, el trabajo llega a través de un amigo. Intenta, al mismo tiempo, tramitar el traslado de sus hijas y nietos de España a Francia. Nada. Todos sus esfuerzos fracasan una y otra vez. De nuevo, por sorpresa, un encuentro fortuito con una persona abre la posibilidad de sacar a la familia de Madrid.
Morente intenta reflexionar sobre todo lo que está pasando. Su cabeza da vueltas y vueltas. Llega a la conclusión de que la vida es algo que no hacemos nosotros, que algo o alguien “nos la hace”. Sin embargo, esa vida nos pertenece, es algo nuestro, algo que cada uno vive intensamente. Pero Dios, ¿qué tiene que ver Dios con todo lo que pasa?
Morente lleva más de 30 años rechazando cualquier religión. A lo sumo, sería posible pensar en un Dios filosófico, siempre lejano: un Dios que no tiene nada que ver con nuestras vidas. Si algún momento se le viene a la mente que tiene que rezar, que tiene que confiar en Dios, rechaza esta idea como pueril, como absurda: sus convicciones filosóficas cierran el paso a cualquier atisbo de fe.
Llega el mes de abril de 1937. El día 29. Es de noche. En París. Ocurre algo especial. Morente llamará más tarde a esa experiencia como “El hecho extraordinario”. ¿Qué ocurre? Nos acercamos de puntillas a esa noche, desde un texto escrito en septiembre de 1940 por el mismo Morente a un sacerdote de confianza, don José María García Lahiguera.
El texto es bastante largo. García Morente explica primero la serie de acontecimientos que se suceden desde agosto de 1936 (asesinato de su yerno) hasta abril de 1937. Cuenta sus reflexiones, sus dudas, su angustia. Llega, por fin, a la noche del 29 de abril. Han pasado por su cabeza un cúmulo inmenso de reflexiones. Reconoce, por fin, que existe una providencia que da sentido a su vida, pero la ve, todavía, como una providencia fría, casi anónima. Dios sigue siendo un Dios filosófico, extraño.
Don Manuel está sumamente tenso. Necesita relajarse, quiere estar un momento tranquilo. Enciende la radio y escucha algunas piezas de música francesa. No sabe que ese gesto será el inicio de un cambio radical. No sospecha todo lo que se va a producir en su corazón en unos momentos. Pero Alguien está cerca, muy cerca, y deja a Manuel encender la radio. Primero será su fantasía la que trabaje. Luego, ocurrirá algo extraordinario, inexplicable.
Vamos por partes. Acaba la transmisión. Un cúmulo de imágenes pasan por la mente y el corazón de García Morente. Leemos su escrito para que sea él quien nos cuente qué le pasó en esos momentos.
“Estaban radiando música francesa: final de una sinfonía de César Frank; luego, al piano, la Pavane pour une infante défunte, de Ravel; luego, en orquesta, un trozo de Berlioz intitulado L'enfance de Jesus. No puede usted imaginarse lo que es esto, si no lo conoce: algo exquisito, suavísimo, de una delicadeza y ternura tales que nadie puede escucharlo con ojos secos. Cantábalo un tenor magnífico de voz dulce, aterciopelada, flexible y suave, que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua, verdaderamente divina.
Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música me había sumergido. Y por mi mente empezaron a desfilar -sin que yo pudiera oponer resistencia- imágenes de la niñez de Nuestro Señor Jesucristo. Vile, en la imaginación, caminando de la mano de la Santísima Virgen, o sentado en un banquillo y mirando con grandes ojos atónitos a San José y María.
Seguí representándome otros periodos de la vida del Señor: el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando y secando con sus cabellos los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el Cirineo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las santas mujeres al pie de la Cruz. Y así, poco a poco, fuese agrandando en mi alma la visión de Cristo, de Cristo hombre, clavado en la Cruz, en una eminencia dominando un paisaje de inmensidad, una infinita llanura pululante de hombres, mujeres, niños, sobre los cuales se extendían los brazos de Nuestro Señor Crucificado.
Y los brazos de Cristo crecían, crecían y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente y cubrirla con la inmensidad de su amor; y la Cruz subía, subía hasta el Cielo y llenaba el ámbito todo y tras de ella subían muchos, muchos hombres y mujeres y niños; subían todos, ninguno se quedaba atrás; sólo yo, clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el enjambre inacabable de los que subían con Él; sólo yo me veía a mí mismo, en aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se alejaba de mí [...].
No me cabe la menor duda de que esta especie de visión no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. «Ése es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios Vivo, ésa es la Providencia viva» -me dije a mí mismo-. Ése es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear.
Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; yo había querido entregarme a esa Providencia, que hace y deshace la vida de los hombres. ¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano.
Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende. A ése sí que puedo entregarle fielmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, don José María, ¡se me había olvidado!
Permanecí de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del Padrenuestro; algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí fielmente el texto español”.
Termina el primer momento. García Morente acaba de rezar. Ha comprendido que Dios está cerca, que ha entrado en la historia humana, que es posible confiar en Él. Pero algo más sorprendente, más profundo, más íntimo, está por llegar. Seguimos con la lectura del manuscrito donde narra lo que ocurrió esa noche del 29 al 30 de abril de 1937.
“En el relojito de pared sonaron las doce de la noche. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. [...]
Aquí hay un hueco en mis recuerdos tan minuciosos. Debí quedarme dormido. Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que me despertaba bajo la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turbación, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en ese mismo momento, sin tardar. Me puse de pie todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro.
Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras -negro sobre blanco- que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le percibía aunque sin sensación.
¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé, pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indiscutible evidencia. Si se me demuestra que no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era Él, porque lo he percibido.
No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo, que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. Era como una suspensión de todo lo que en el cuerpo pesa y gravita, una sutileza tan delicada de toda mi materia, que dijérase no tenía corporeidad, como si yo todo hubiese sido transformado en un suspiro o céfiro o hálito. Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño. Pero sin ninguna sensación concreta de tacto.
¿Cuándo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes, estaba Él aún allí, y yo le percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación, ya estaba yo pesadamente gravitando sobre el suelo y sentía mis miembros y mi cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo natural de los músculos”.
El resto de la narración es un esfuerzo de Morente por explicarse lo que había ocurrido aquella noche. Está convencido de que ha llegado a percibir a Dios, de un modo similar a como se expresa santa Teresa de Jesús respecto de algunas de sus experiencias místicas. Pero no comprende por qué Dios le ha concedido ese regalo tan particular, cuando no había hecho nada, absolutamente nada, para merecerlo...
Una noche de abril. Un filósofo llega a experimentar a Dios. Su vida, desde ese momento, cambia. Decide que será sacerdote.
Mientras, Dios, que guía la historia, le permite volver a abrazar a sus hijas y nietos. Va a Sudamérica y puede dar una serie de conferencias. Asiste, con sus hijas, a misa. Vuelve a España, y después de una larga confesión general con un obispo, recibe la comunión. ¡Después de más de 30 años! Luego, pasa un tiempo en un monasterio. Varios meses después ingresa en el seminario. El famoso profesor de filosofía que no creía en Cristo se ordena sacerdote en diciembre de 1940.
Dios quiere encontrarse nuevamente con Él, de un modo definitivo, eterno. El 7 de diciembre de 1942, cuando apenas lleva dos años de sacerdote, amanece muerto.
Alguno no habrá comprendido por qué Dios lo llamó tan pronto, por qué no dejó que el filósofo, ahora convertido en sacerdote, diese conferencias y hablase a los jóvenes de su fe fresca, sincera, experimental. Desde el cielo García Morente sonreirá. Está con Dios, con el Dios de la historia, con el Dios de la providencia llena de amor y de ternura. Desde allí nos espera y nos toca el corazón, no sólo con la narración del “hecho extraordinario”, sino también con esa vida que se genera gracias a la comunión de los santos.