Llama la atención el comprobar el desparpajo, la naturalidad y hasta la franqueza con que ciertas personas se presentan ante los demás como agnósticas. Por lo visto y oído, hoy está bastante de moda el pasar de religión ante los demás.
Desconozco si será o no una moda pasajera, pero lo que se constata es la decisión y alarde que muestran ciertos individuos, más bien cultos, tanto en público como en privado, al definirse a sí mismos como agnósticos en materia religiosa.
Por supuesto, no todo el que dice ser agnóstico se le ha de considerar, sin más, como un ateo recalcitrante, ni mucho menos, una mala persona. Sería injusto.
Los agnósticos no se deben propiamente identificar como ateos o materialistas, los cuales niegan sin más ni más y apriorísticamente la existencia de Dios. Quizás se les pueda aplicar a los agnósticos aquella definición filosófica que declara inaccesible a la mente y al entendimiento humano toda noción de lo absoluto y reduce la ciencia –según el DRAE-al conocimiento de lo fenoménico y relativo.
Más propio tal vez, a muchos agnósticos se les podría llamar escépticos, indiferentes, no practicantes y hasta apáticos o pasotas en materia de fe o religión.
El verdadero agnóstico entiende la fe como una opción personal de cada individuo, que el comprende pero que no comparte. Merecen todo respeto como personas y nadie debe erigirse en juez de su proceder. Máxime los que nos llamamos creyentes o practicantes.