El documento pontificio que ha provocado más revuelo en la historia reciente es sin lugar a dudas la carta encíclica Humanae Vitae, del papa Pablo VI, y que cumple 40 años de haber sido promulgado. De 1968 a 2008 han pasado muchas cosas y la perspectiva histórica nos permite valorar desapasionadamente un texto que en su momento desato encendidas polémicas, no ya fuera, sino lo más grave y doloroso dentro de la Iglesia. Fue un texto marcado por la contestación y el disenso, cuando no desobediencia y oposición directa al papa apelando a la propia conciencia de aquellos que tenían la obligación de enseñar la doctrina católica.
Pablo VI preveía que se trataba de un asunto delicado, hasta el punto –por ejemplo- de que durante el Concilio Vaticano II reservo la cuestión a la decisión papal, de forma que no se discutió en el aula conciliar. En los años 60, en plena euforia de la revolución sexual, cuando comenzaron a desatarse una serie de comportamientos permisivos y la industria farmacéutica desarrolló y difundió masivamente la píldora contraceptiva, parecía cuestión de tiempo que el Magisterio abriese un poco la manga –en discontinuidad con las enseñanzas de Pio XI y Pio XII- y la considerara como algo normal dentro del matrimonio cristiano.
La presión ambiental era fuerte: medios de comunicación, intereses económicos y colonialismo demográfico empujaban en esa dirección. Los aires renovadores del concilio parecían presagiar el momento propicio para un viraje de 180º en el magisterio eclesiástico; bastantes peritos en moral lo consideraban así, de hecho, en el seno la comisión cardenalicia a la que pidió un voto Pablo VI había división. Lo más fácil, lo que muchos querían, lo más acorde con la mentalidad imperante era dar ese paso… y sin embargo no fue así, y lo que en un primer momento fue calificado de retrógrado, con el paso del tiempo se descubre que fue profético; lo que parecía esconder inconfesables complejos sexuales y constituir un dique al amor humano y una sospecha de la libertad, con el paso del tiempo ha mostrado ser todo lo contrario.
¿Cuál fue el origen de toda esta discusión, que si bien se ha serenado en el seno de la Iglesia, no ha ocurrido lo mismo con la opinión pública? El ojo del huracán parece ser el número 14 del documento, que reza así: “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga como fin o como medio, hacer imposible la procreación” es intrínsecamente mala. De un plumazo acababa con la “esperanza” de que no hubiera restricciones en el ejercicio de la sexualidad dentro del matrimonio legítimo.
¿Por qué podemos afirmar que fue un acto “profético” del magisterio pontificio? Si profeta es aquel que habla en nombre de Dios, y con frecuencia al hacerlo se enfrenta con la opinión generalizada, no cabe sino calificarlo de profético. Sobra decir, que no se trata de “un capricho de Dios”, de algo irracional rayano en el fundamentalismo, sino más bien de esa elevación de la criatura que se percibe con claridad desde la perspectiva sobrenatural. Dios no oprime al hombre sino que lo eleva y lo perfecciona en su naturaleza. Así, a 40 años de distancia y sin apasionamientos, podemos ver los frutos que las diferentes actitudes suscitaron.
La liberación sexual y el permisivismo, lejos de alcanzar la felicidad prometida al género humano, han desembocado en un generalizado vacío, soledad y ausencia de ideales. Familias desunidas, matrimonios rotos, depravaciones sexuales, abortos, traumas psicológicos, inmadurez emotiva, anorexias, etc., son solo algunos de sus frutos más amargos. De lado opuesto, la fidelidad a la doctrina si bien produjo dolorosos desgarramientos inicialmente dentro de la Iglesia, poco a poco se va comprendiendo con mayor hondura. Se descubre que no se trata de un capricho arbitrario del pontífice, y que esconde detrás una visión integral y armónica del hombre, su afectividad y dentro de ella la sexualidad. Se ve al individuo no como un punto unitario, que reclama a toda costa su libertad sin ninguna cortapisa, sino como ser libre y responsable que se encuentra en el seno de una comunidad y que no puede ser feliz de espaldas de su familia. La sexualidad es entonces un aspecto más que hay que integrar en el bien total del hombre y que con facilidad tiende a desordenarse con la complicidad de las propias pasiones.
A 40 años sin embargo la batalla cultural no está ganada. Si bien existe una perfecta armonía magisterial entre Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI (piénsese por ejemplo en su encíclica “Dios es amor” donde entusiasma con la visión cristiana del amor humano que no excluye sino eleva las dimensiones corporal y sexual), todavía persiste un cierto complejo, un cierto pesimismo cultural para hablar del tema. Se piensa que en el fondo no es posible al hombre de hoy vivir lo que la Iglesia nos plantea y que el costo mediático de hablar de ello es muy caro. Todavía existen muchos silencios culpables, cobardes, que olvidan el poder sanante de la gracia divina y el atractivo del hombre nuevo revelado en Cristo.