Se ha extendido la idea de que la virginidad dificulta la realización plena de la persona: que la madurez psíquica se consigue con la estabilidad familiar; que convendría adecuarse a los tiempos; y ante los escándalos de Estados unidos –como decía san Pablo- “mejor es casarse que abrasarse”, arreglar una situación sería mejor que dejar una insatisfacción oculta; que los célibes “son sólo personas normales, con buena voluntad, que llevan quizá una carga muy grande”; que quizá antes no quedaba tiempo para tener familia, pero que ahora es distinto. ¿Qué decir ante tantas razones? Acoger estas sugerencias tendría éxito en cuanto a “marketing”, al ponerse a favor la opinión pública, pero también sería dejarse llevar por la corriente, por las modas, y si esto se hace contra la verdad, por sucumbir a la presión ambiental, sería también la pérdida de la libertad. El mejor servicio que presta la Iglesia es el mandamiento del Señor, la caridad, y se ha de vivir con verdad, dar testimonio de ella aunque cueste sufrimiento y contradicciones. La persona se realiza plenamente a través del amor, la realización personal no se limita al campo sexual sino que abarca muchos otros aspectos, en la vida de Jesús vemos una armonía y equilibrio que se puede proclamar de Él: “he aquí el hombre” en el sentido pleno. Dios concede ese don a algunos, para que dejen todo (Lucas 14, 26; Marcos 10, 28-31) y se dediquen plenamente a su servicio –seguir al Cordero dondequiera que vaya: Apocalipsis 14, 4- para ocuparse de Él y de sus cosas, para agradarle (1 Corintios 7, 32), y dar un sentido profético en el mundo, mientras caminan al encuentro del Esposo que viene (Mateo 25, 6), donde «no se casarán ni ellas ni ellos» (Mateo 22,30; Marcos 12,25), y quien vive este don «adelanta la realidad de una vida que, no obstante continuar siendo aquella propia del hombre y de la mujer, ya no estará sometida a los límites presentes de la relación conyugal» (recuerda la Santa Sede). Por eso no hay que envanecerse (ya lo decía San Clemente Romano) pero tampoco avergonzarse: cada persona ha de poder decidir casarse o ser célibe para acoger un don de Dios que testimonia —como enseña Juan Pablo II— «que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo como el único valor definitivo». Además, van tan de la mano las dos cosas, que cuando hay crisis de comprensión de la virginidad también la sociedad está enferma en su comprensión del matrimonio, pues éste no goza de mucha estabilidad que digamos, y las formas alternativas son de lo más complejo e inseguro… La persona humana ha sido creada por amor, para vivir en comunión con los demás, en el matrimonio o virginidad –celibato apostólico- que es "uno de los tesoros más preciosos que Cristo ha dejado en herencia a su Iglesia" (Pío XII). Es por tanto un don precioso, y para entenderlo bien hay que tener fe pero volvemos a la pregunta: en lo humano, ¿da una vida de amor, de plenitud, aún con las dificultades que lleva consigo, es decir perfecciona a la persona y la lleva a realizarse? Ante esto, podemos decir que no hay nada en el mundo que llene tanto como el amor correspondido, se hace gozoso cualquier sacrificio por arrancar una sonrisa de quien se ama… y esto se puede dar en las dos formas de amor esponsal: matrimonio o virginidad. El que encuentra “la perla preciosa”, el “tesoro escondido” (Mateo 13), se alegra y se enriquece, por eso quien corresponde con generosidad a ese don y ese amor puede encontrar la felicidad personal y fecundidad espiritual, se hace instrumento para hacer felices a muchos. El motivo es que la perfección del hombre consiste en el amor, y se realiza más el que ama más. Además, confiere una madurez característica a su misión: acrecienta la capacidad de entrega, de llegar a la amistad con muchas personas, con una libertad y confianza para abrir el corazón, dar paz. Esa disponibilidad para dedicarse al servicio de evangelización es fuente de felicidad, por eso San Pablo escribe: «me gustaría que todos fuesen como yo» (1 Corintios 7,7).