Los seres humanos queremos ser felices a toda costa. Y lo seremos –por la eternidad- si somos fieles a Dios en esta vida terrena. De los grandes males, Dios saca grandes bienes. La única razón por la que Dios permite el mal, dice Santo Tomás, es para sacar de allí un mayor bien.—A mí no me gusta el cristianismo porque exalta el sufrimiento—, decía una conocida mía.
A quien podríamos contestarle:
—La fe cristiana es fe en la verdadera supresión del sufrimiento. Justamente porque deseamos la felicidad completa y eterna, debemos de pagar algo de dolor para ganarla.
El dolor humano produce una especial y misteriosa unión con Dios. Todo ser humano tiene su participación en la misión salvadora de Cristo. Cada uno está llamado a participar de ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado acabo la redención. Cristo ha elevado el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse partícipe del sufrimiento redentor de Cristo (Salvifici doloris, n. 19).
La finalidad principal del sufrimiento de Cristo en la Pasión fue la redención de los hombres, pero nuestro Señor quiso sufrir también para darnos fuerza y ejemplo ante el dolor. “Jesucristo, al tomar sobre Sí nuestras flaquezas nos ha alcanzado una fortaleza que vence nuestra debilidad natural. Sometiéndose, en la noche anterior a la Pasión, a padecer en el huerto de Getsemaní aquellos temores, angustias y tristezas, nos mereció el valor de resistir las amenazas de los que quieren nuestra perversión; nos alcanzó el valor de vencer el tedio que experimentamos en la oración, en la mortificación y en otros ejercicios de piedad; y, finalmente, la fortaleza para sufrir con paz y alegría las adversidades” (San Alfonso María de Ligorio, Reflexiones sobre la Pasión).
San Agustín rezaba así: “Graba, Señor, tus llagas en mi corazón, para que me sirvan de libro donde pueda leer tu dolor y tu amor; tu dolor, para soportar por ti toda suerte de dolores; tu amor, para menospreciar por el tuyo todos los demás amores”.
Clives S. Lewis reflexionó sobre el dolor y concluyó que Dios nos habla por medio de la conciencia y nos grita por medio de nuestros dolores: los usa como megáfono para despertar a un mundo de sordos.
El sufrimiento, desde que pasó por él el Hijo de Dios santificándolo, tiene el misterioso poder de disolver el mal, de romper la trama de las pasiones y de desalojar al pecado de nuestros miembros. Quien ha sufrido en carne propia, ha roto con el pecado. La Sagrada Escritura dice que “Dios reprende a los que ama. Pero hay algo, sobre todo, que debe sostenernos cuando sintamos sobre nosotros la mano del podador: Que Dios sufre con nosotros al vernos sufrir. Él poda con mano temblorosa (R. Cantalamessa).
Debemos de tratar de no echar a perder ese poco sufrimiento “injusto” que a veces puede aparecer en nuestra vida: humillaciones, críticas injustas, ofensas. Para ello, no hablar de él si no es realmente necesario; guardarlo celosamente como un secreto entre nosotros y Dios para que no pierda su aroma. Decía un antiguo Padre del desierto:
“Por grandes que sean tus sufrimientos, tu victoria sobre ellos se encuentra en el silencio”.
Cuando sufrimos con fe, poco a poco vamos descubriendo el porqué del sufrimiento y para qué sirve; nos vamos dando cuenta de que los seres humanos, después del pecado, ya no podemos caminar junto a Dios y progresar en la santidad, sin sufrir. Bastan unos pocos días sin cruces para que nos encontremos inmersos en una gran superficialidad y flojera espiritual. “El hombre no perdura en la opulencia, sino que perece como los animales” (Sal 49, 13).
Se comprende así por qué, para los santos, el sufrimiento deja con frecuencia de ser un problema para convertirse en una gracia, como ya lo decía San Pablo: “A vosotros se os ha concedido la gracia, no sólo de creer en Cristo, sino de sufrir por él” (Flp 1,29). Y entonces el padecer puede convertirse en lo único por lo que vale la pena vivir, hasta llegar a pedirle a Dios: “Señor, o morir o padecer” (Santa Teresa; Vida, 40,20).
Hay mucha gente que lleva clavado en el corazón un sordo rencor contra Dios, debido a los sufrimientos que han tenido que soportar. Estas reconciliaciones no pueden ser obra únicamente del hombre. Sólo el Espíritu Santo puede curar el resentimiento de los hombres contra el Padre. Hay llagas que sólo Jesús y su Iglesia pueden curar.
El sufrimiento sólo es suprimido cuando el sufrimiento de cualquier hombre se transforme en alegría. De eso se habla en el Apocalipsis: «¡Mira, ésta es la morada de Dios con los hombres! Él habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y el Dios con ellos será su Dios. Enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, porque lo anterior ha pasado (...) Mira, hago nuevas todas las cosas.».
Sólo desde esa perspectiva puede hablarse de un significado cristiano del sufrimiento.
El Papa Juan Pablo II explica que no estamos en el paraíso terrenal; dice: “Jesús no ha venido a instaurar un paraíso terrenal, de donde esté excluido el dolor. Los que están más íntimamente unidos a su destino, deben esperar el sufrimiento (...) En el designio divino todo dolor, es dolor de parto; contribuye al nacimiento de una nueva humanidad”.