Al hilo de un artículo sobre el Camino Neocatecumenal, una lectora me planteó el otro día una pregunta que me resultó muy interesante, porque iba a la raíz misma no ya del Camino Neocatecumenal, sino de todos los grupos y movimientos de la Iglesia. La pregunta, resumida y tal como la he entendido, venía a ser la siguiente:
Los distintos grupos y movimientos eclesiales tienen que enseñar y vivir lo mismo que toda la Iglesia, porque, de otro modo, no serían católicos. Entonces, parece que no son necesarios y no sirve para nada pertenecer a ellos. ¿No es así?
En efecto, la Iglesia ha recibido en Cristo la plenitud de la Revelación, a la que no hace falta añadirle nada. De hecho, si un grupo pretendidamente católico enseñase cosas diferentes de las que enseña la Iglesia, deberíamos huir de él como de la peste. Como decía San Pablo: Si alguno os anuncia un evangelio distinto del que habéis recibido, ¡sea anatema!
Por lo tanto, si no estos grupos enseñan cosas distintas, la conclusión lógica parece ser, en efecto, que no son necesarios. Más aún, podría pensarse que es algo que sobra en la Iglesia y, en la práctica, así opina mucha gente, que siente desconfianza ante estas realidades.
En cambio, vemos que entre los católicos existen de hecho multitud de grupos, asociaciones, cofradías, movimientos distintos. No sólo eso, sino que la propia Iglesia los aprueba y promueve y muchas personas afirman haber encontrado en ellos la gracia de la conversión a Cristo y un lugar donde vivir profundamente el cristianismo. Si examinamos la Historia de la Iglesia, las reformas y renovaciones de la vida cristiana siempre han tendido a crear grupos pequeños que ayudasen a sus miembros a vivir de forma más fiel al Evangelio.
¿Qué es lo que falla, entonces, en el razonamiento de la pregunta? En mi opinión, el problema está en la forma de plantearla. No es una cuestión de que le falte algo a la Iglesia y haya que buscarlo en esos grupos o movimientos. Sucede exactamente lo contrario. Es una cuestión de la sobreabundancia del amor de Dios y de las inmensas riquezas que ha regalado y sigue regalando a la Iglesia.
Dios no ha sido «tacaño» con nuestra salvación. Empezando desde el increíble acontecimiento de la Encarnación, nunca se ha limitado a lo estrictamente necesario, sino que siempre ha derrochado sus gracias con nosotros. Toda la vida cristiana está llena de ejemplos de esa sobreabundancia. Tenemos, por ejemplo, cuatro Evangelios. ¿Es que alguno de ellos dice cosas distintas que los otros tres? ¿No bastaría con uno solo? Sin embargo, a nadie se le ocurriría decir que teniendo el de Marcos nos sobran los de Lucas, Mateo y Juan. Para hacer que aún fuera más fácil conocer a Jesucristo, Dios quiso ofrecernos la sencillez de Marcos, la visión del cumplimiento de las promesas de Israel en Mateo, la capacidad de maravillarse ante la ternura divina de Lucas o el testimonio presencial largamente meditado de Juan.
De la misma forma, Dios podría haber planeado una Iglesia totalmente uniforme, con una única manera de hacerlo todo y un código estricto de normas y preceptos de disciplina eclesial del que nadie pudiera salirse y en el que nada nunca pudiera cambiar. En cambio, Cristo quiso hacer de la Iglesia algo vivo, donde se cumpliesen sus palabras: todo lo hago nuevo.
Dentro de la Iglesia, el Espíritu Santo suscita constantemente nuevos carismas, nuevas formas de vivir el único Misterio de Cristo. Esos carismas, grupos y movimientos que surgen son, pues, una expresión de la vida misma de la Iglesia, que es el Espíritu Santo. Los grupos y movimientos eclesiales no son algo paralelo a la Iglesia, sino simplemente realizaciones concretas de la única Iglesia de Cristo, unidas necesariamente al resto de esa Iglesia.
Eso hace que, por un lado, los miembros de esos grupos debamos considerarlos con gran humildad, ya que cada uno de ellos no constituye más que una pequeña parte de la comunidad eclesial y no tiene sentido sin la magna Iglesia de Cristo. Por ser grupos católicos, están necesariamente unidos a la Iglesia e insertados en su estructura diocesana y sacramental. Como decía San Cipriano de Cartago, nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia como madre.
En ese sentido, los grupos, movimientos o congregaciones religiosas pueden aparecer y desaparecer cuando hayan cumplido su misión, como ha sucedido multitud de veces en la Historia de la Iglesia. Lo que permanece es la Iglesia, fundada sobre los Apóstoles y profetas.
Por otra parte, constituyen verdaderos milagros del Espíritu Santo. Ante ellos, como cristianos bien nacidos, nos corresponde ser agradecidos y bendecir a Dios por esos milagros que derrocha con nosotros a manos llenas. ¿Quiénes somos nosotros para decir al Espíritu Santo que sus dones no son necesarios, que no nos hacen falta? El Espíritu es como el viento, que nadie sabe de dónde viene ni a dónde va, sino que sopla donde quiere.
A los pastores, por su misión especial, les corresponde discernir y velar por que se mantenga la comunión de la Iglesia, de manera que un grupo no rompa nunca la unidad de fe y de cristo del Cuerpo de Cristo. Pero eso no quiere decir que puedan hacer y deshacer a su antojo, sino que es su deber respetar y valorar los distintos carismas eclesiales como lo que son, gracias especiales de Dios para su pueblo.
Otra comentarista (Camino), señalaba algo que me parece esencial: los grupos, movimientos, órdenes, congregaciones y carismas de la Iglesia pertenecen a todos los católicos y no sólo a sus miembros. No necesito ser carmelita descalzo para disfrutar de los escritos de Santa Teresa o San Juan de la Cruz ni para que la pobreza que se vive en un convento de carmelitas sea para mí un signo de alegría y un motivo para alabar a Dios.
Esa es, de hecho, mi experiencia personal. La Renovación Carismática no deja de anunciarme que el Espíritu Santo sigue actuando en la Iglesia, que Dios puede sanarme o la necesidad de la alabanza para un cristiano. Los escritos del fundador del Opus Dei me recuerdan que mi trabajo, bien hecho y ofrecido a Dios, es un camino de santificación. Con Comunión y Liberación puedo alegrarme de la belleza de la cultura cristiana y admirarme ante el acontecimiento que constituye el centro de mi fe. Cada movimiento, cada orden o congregación religiosa, cada hermandad, asociación o grupo parroquial es un signo para mí del gran amor que Cristo tiene a su Iglesia.
Los mil y un carismas de la Iglesia son como las piedras preciosas que adornan la Nueva Jerusalén, según el Apocalipsis y los profetas. Zafiros, jaspes, topacios, esmeraldas, jaspe… cada piedra es totalmente diferente, pero todas ellas contribuyen a adornar a la Iglesia, como una esposa que se engalana para su Esposo. ¿Son necesarias esas piedras preciosas? No, pero el Señor ha querido regalárselas a su Esposa la Iglesia como un detalle de su ternura(igual que cualquier buen marido regala de vez en cuando flores a su mujer, y no se limita a comprar sólo cosas necesarias, como planchas o lavadoras).
Creo que, en este tema, debemos tomarnos de una vez en serio las palabras de la Escritura: Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios. Todo lo que hay en la Iglesia, movimientos, grupos, congregaciones religiosas, ritos litúrgicos, la alegría de los santos, el valor de los mártires, la pureza de las vírgenes, la sabiduría de los doctores es algo nuestro, porque nos hemos convertido en herederos de Dios y coherederos de Cristo