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Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte

La muerte, “salario” del pecado original, es algo tan olvidado y de otra parte algo tan normal: todos hemos de morir. Cuentan de uno que en el bar miraba siempre las esquelas, por si se veía un día a él, hasta que el dueño del bar mirando el periódico dijo: “lástima, hoy que sale la esquela de fulanito y justo es el día que él no ha venido a leer el periódico”. Hay una resistencia innata a morir, como decía Morabia: “todos los hombres querrían ser inmortales... buscan traer al mundo hijos o se esfuerzan por crear alguna obra de arte: las dos cosas prolongan su permanencia en el tiempo”. La muerte, para los hijos de Dios, es vida: “non habemus hic manenten civitatem, sed futura inquirimus” (Heb 13, 14): no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de la que está por venir, la que el Señor nos tiene preparada desde siempre: el cristiano que se une a Él en su propia muerte, ésta ya se convierte en entrada a la vida eterna. “Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con una unción fortificante y le da a Cristo en el viático como alimento para el viaje. Le habla entonces con una dulce seguridad: ‘Alma cristiana, al salir de este mundo, marcha en el nombre de Dios Padre Todopoderoso, que te creó, en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que murió por ti, en el nombre del Espíritu Santo, que sobre ti descendió. Entra en el lugar de la paz y que tu morada esté junto a Dios en Sión, la ciudad santa, con Santa María Virgen, Madre de Dios, con San José y todos los ángeles y santos... Te entrego a Dios, y, como criatura suya, te pongo en sus manos, pues es tu Hacedor, que te formó del polvo de la tierra. Y al dejar esta vida, salgan a tu encuentro la Virgen María y todos los ángeles y santos... Que puedas contemplar cara a cara a tu Redentor...’” (Catecismo, 1020).

Para los cristianos, la muerte es vida, el principio de la Vida. La vida en la tierra –dice la Escritura- es como la flor del heno, que nace con el primer beso del sol, y cuando anochece ya está marchita. “Esto se nos va, decía san Josemaría Escrivá. Y hay una eternidad, una vida por los siglos de los siglos: una vida para no morir; para ser felices, como premio de este servicio de almas entregadas a Dios... No nos morimos: cambiamos de casa. ¡Qué alegría da esa inmortalidad!” Esta confianza filial lleva a no tener miedo a la vida ni miedo a la muerte, pues todo está dentro de los planes providentes de Dios que es Padre y sólo quiere nuestro bien. La meditación de la muerte nos ayuda a vivir. Por eso es bueno aceptarla ya cada noche al acostarnos, y ponernos con el pensamiento en trance de la muerte. Al ver con esa luz los sucesos del día, preparamos la jornada siguiente, y nos abandonamos en las manos de Dios: “No tengas miedo a la muerte. -Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. -No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. -¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!” (J. Escrivá). También, ante noticias de muerte de personas queridas, es muy útil la meditación serena,

la oración acompañando el cadáver de esa persona. Hay un cambio de enfoque cuando a uno diagnostican un cáncer (como sale en una película de Woody Allen): recuerdo una persona que a partir de un pronóstico de muerte por cáncer fue mejorando espiritualmente, con la alegría de acercarse a Dios; luego, cuando volvió al ajetreo diario -pues se curó-, dijo que se encontraba otra vez esclavo del trabajo y la prisa del mundo, que enfermo estaba mejor, la cercanía de la muerte le había hecho ver las cosas importantes.

Vivimos cara a la eternidad: “No pongas tus amores aquí abajo. -Son amores egoístas... Los que amas se apartarán de ti, con miedo y asco, a las pocas horas de llamarte Dios a su presencia. -Otros son los amores que perduran... ¿Has visto, en una tarde triste de otoño, caer las hojas muertas? Así caen cada día las almas en la eternidad: un día, la hoja caída serás tú... Pórtate bien "ahora", sin acordarte de "ayer", que ya pasó, y sin preocuparte de "mañana", que no sabes si llegará para ti... Llega un momento, hijos, en el que se cuentan los días que faltan y se siente la necesidad de dejar más labor hecha: no por soberbia, sino por Amor”. (J. Escrivá). El aprovechamiento del tiempo es una consecuencia de ese afán de vivir el “aquí, ahora”, en el cumplimiento de la voluntad divina: la mejor manera de preparar una buena muerte es la pelea diaria por ser fieles, pues sólo vale lo que se hace de cara a Dios. «Spatium vere penitentiae», pedimos al Espíritu Santo: un tiempo para purificar nuestro corazón y vivir con una fidelidad vigilante cada día, poniendo empeño en elevar al orden sobrenatural todas nuestras acciones y buscando personalmente aquel “que yo desaparezca y Él crezca en mí” de san Juan Bautista.

Así, podemos verlo todo con ojos de eternidad, con la paz que tienen los santos. Ellos viven aquello de «quotidie morior», cada día muero (1 Cor 15, 31)... Los griegos tenían dos palabras para el tiempo: el dios Cronos que se come a sus hijos; es el “cronómetro” que corre y se come todo: juventud, esperanzas mundanas, dinero, comida... y eso lleva a la desesperación. Pero la visión cristiana ve en eso “vanidad de vanidades”, pues hay otro sentido del tiempo, expresado en la otra palabra griega “kairós”: es el tiempo oportuno, el “nunc coepi” (ahora comienzo), el momento mágico que vivimos en cada instante cuando hacemos las cosas por amor. Ese “carpe diem” cristiano quita todo egoísmo que nos impide el camino expedito hacia Dios, y lleva a procurar aprovechar los talentos recibidos mientras haya vida, hasta que nos llame el Señor. “Dios es como un jardinero, que cuida las flores, las riega, las protege; y sólo las corta cuando están más bellas, llenas de lozanía. Dios se lleva a las almas cuando están maduras” (J. Escrivá).

Llucià Pou Sabaté