Sentimientos de culpa
Vittorio Messori
Tomado con autorización escrita del Editor, del libro
Leyendas Negras de La Iglesia, de Vittorio Messori, Editorial Planeta
Testimonio.
Al cabo de tres días de fatigoso viaje en común, Léo Moulin, de ochenta y un años, aparece fresco, elegante, atento y tan cordial como siempre. Moulin, profesor de Historia y
Sociología en la Universidad de Bruselas durante medio siglo, autor de
decenas de libros rigurosos y fascinantes, es uno de los intelectuales más
prestigiosos de Europa. Es quizás quien mejor conoce las órdenes religiosas
medievales, y pocos sienten tanta admiración por la sabiduría de aquellos
monjes como él. A pesar de haberse distanciado de las logias masónicas en
las que militó («Amenudo ‑‑ me dice ‑‑ afiliarse a ellas es condición
indispensable para hacer carrera en universidades, periódicos o editoriales:
la ayuda mutua entre los "hermanos masones" no es un mito, es una realidad
aún vigente»), sigue siendo un laico, un racionalista cuyo agnosticismo
bordea el ateísmo.
Moulin me encomienda que repita a los creyentes uno de sus principios, madurado a lo largo de una vida de estudio y experiencia: «Haced caso a este viejo incrédulo que sabe
lo que se dice: la obra maestra de la propaganda anticristiana es haber
logrado crear en los cristianos, sobre todo en los católicos, una mala
conciencia, infundiéndoles la inquietud, cuando no la vergüenza, por su
propia historia. A fuerza de insistir, desde la Reforma hasta nuestros días,
han conseguido convenceros de que sois los responsables de todos o casi
todos los males del mundo. Os han paralizado en la autocrítica masoquista
para neutralizar la crítica de lo que ha ocupado vuestro lugar. »
Feministas, homosexuales, tercermundialistas y tercermundistas, pacifistas, representantes de todas
las minorías, contestatarios y descontentos de cualquier ralea, científicos,
humanistas, filósofos, ecologistas, defensores de los animales, moralistas
laicos «Habéis permitido que todos os pasaran cuentas, a menudo falseadas,
casi sin discutir. No ha habido problema, error o sufrimiento histórico que
no se os haya imputado. Y vosotros, casi siempre ignorantes de vuestro
pasado, habéis acabado por creerlo, hasta el punto de respaldarlos. En
cambio, yo (agnóstico pero también un historiador que trata de ser objetivos
os digo que debéis reaccionar en nombre de la verdad. De hecho, a menudo no
es cierto. Pero si en algún caso lo es, también es cierto que, tras un
balance e veinte siglos de cristianismo, las luces prevalecen ampliamente
sobre las tinieblas. Luego, ¿por qué no pedís cuentas a quienes os las piden
a vosotros? ¿Acaso han sido mejores los resultados de lo que ha venido
después? ¿Desde qué púlpitos escucháis, contritos, ciertos sermones?» Me
habla de aquella Edad Media que ha estudiado desde siempre: « ¡Aquella
vergonzosa mentira de los "siglos oscuros", por estar inspirados en la fe
del Evangelio! ¿Por qué, entonces todo lo que nos queda de aquellos tiempos
es de una belleza y sabiduría tan fascinantes? También en la historia sirve
la ley de causa y efecto...»
Pienso en el historiador de
Bruselas mientras atravieso en coche, la periferia de Milán una mañana
cualquiera. Aquí, como en toda periferia urbana, un Dante contemporáneo
podría ambientar uno de los círculos de su infierno: ruidos ensordecedores,
olores mefíticos, montones de escombros y desechos, aguas envenenadas,
aceras obstruidas por vehículos aparcados, escarabajos y ratas, cemento
enloquecido, briznas de hierba tóxica. Por doquier adviertes la ira y el
odio de unos contra otros: automovilistas contra camioneros, peatones contra
motorizados, compradores contra vendedores, septentrionales contra
meridionales, italianos contra extranjeros, obreros contra patrones, hijos
contra padres. La degradación se instala en los corazones mucho antes que en
el ambiente.
Al fin, la meta: el gran
monasterio, la antigua casa religiosa. Aliviado por librarme del coche
atravieso el portón. De golpe, el mundo cambia a mi alrededor. Un gran patio
de una antigüedad de siglos, cerrado en todos sus lados por un soportal,
sosiega el ánimo con la armonía de sus arcos. El silencio, la belleza de los
frescos, el ritmo de las edificaciones, la frescura de las sombras. Más allá
del patio se ve un amplio jardín, último reducto en cuyos árboles se ha
refugiado todo lo que sobrevive o vuela en la tierra desolada de las
inmediaciones. La hospitalidad de los religiosos te hace sentir que esa
gente, pese a todo, intenta hacer el bien y cree que todavía es posible
amar.
Con una mezcla de ironía y
angustia, pienso en la venganza de la historia de los últimos dos siglos,
poblados por gente diversa pero unida por un furioso intento de suprimir los
signos cristianos, empezando por las congregaciones religiosas; por la
necesidad de destruir con éstas esos lugares de paz y belleza, vistos como
inmundos rincones de oscurantismo, anacrónicos obstáculos en la senda sobre
la que edificar el soñado «nuevo mundo».
Ahora, más allá del muro que
resguarda el jardín, tenemos el fruto del radiante mañana prometido. Jamás
el mundo, en nombre de la humanidad, se volvió más inhumano. Se han truncado
las expectativas: la realidad y la esperanza de un mundo más habitable
perduran ‑‑ pero ¿por cuánto tiempo?‑‑en estos residuos religiosos que han
sobrevivido (por milagro, por azar, por obstinación de los cristianos, que
resurgen cada vez que son eliminados) a la furia de los «iluminados». Sus
hijos y nietos se refugian también aquí para lamentarse de todo cuanto se ha
perdido. Y para alegrarse de que se haya salvado algo de la rabia de los
destructores.
Si por el fruto se reconoce
al árbol, quizá haya que extraer alguna conclusión de ello, aunque sea para
proseguir con la admonición de Moulin, el viejo historiador agnóstico, a los
creyentes: «causa y efecto...». También nosotros tenemos nuestros esqueletos
en el armario; y ojo con querer disimularlo. La realidad cristiana siempre
mezcla lo divino con lo humano; la Iglesia es casta et meretrix, según
sentencian los Padres. Y así son y fueron siempre sus hijos. Pero miremos
también a nuestro alrededor, ya no tan avergonzados e intimidados. La
caridad no es posible sin la verdad; para nosotros y para los demás.