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Santificar el trabajo

Un sabio quiso entender qué empujaba a sus semejantes a trabajar toda la vida. Visitó una cantera de piedra y vio un hombre que le daba al pico y pala, y le preguntó: “-¿qué estás haciendo?”

-“Despedazo las piedra para el condenado de mi patrón. Curro todo el día para conseguir un trozo de pan...” – y siguió maldiciendo su poca suerte, mientras continuaba picando piedra.

A un segundo obrero le preguntó el sabio lo mismo, a lo que contestó éste: -“Estoy trabajando para pagarme la casa y quitar el hambre a los míos... dentro de poco saldaré ya mis deudas...” y siguió trabajando, éste ya con ganas.

Aún entrevistó a un tercero: “-¿qué haces?” El hombre alzó la cabeza interrumpiendo su esfuerzo, y el sabio reconoció un rostro radiante de fuerza y alegría: -“¿No lo ves, amigo? –y con un gesto apuntaba a un edificio lejano, aún en los comienzos-: ¡Estoy construyendo una catedral!”

Entendió el sabio que los tres materialmente hacían lo mismo, pero el trabajo era distinto pues depende de cómo se realiza. Lo importante no es la materialidad de hacer con nuestro esfuerzo sino hacia dónde va encaminado nuestro esfuerzo, hacia dónde lo lleva el corazón. Es decir, lo más importante no es el valor objetivo del trabajo, ni su consideración ante los demás en el gran teatro del mundo, sino el valor subjetivo, de realización personal: esa entrega al trabajo, con frecuencia duro, nos perfecciona.

Así la vida es una canción, compuesta de letra y música, en la que no hay rutina si hay amor. La letra consiste en todo lo que hacemos, nuestras acciones, y la música es la voz del corazón, el amor que ponemos en todo. De manera que el trabajo y en general la vida es aburrida o entusiasmante, dependiendo del amor que ponemos. ¿Aburrido?: te falta amor. ¿Procuras entusiasmarte haciendo las cosas porque te da la gana, aunque en algún momento no tengas ganas? Entonces trabajas de verdad, por amor. Si hay aburrimiento puede que no hayamos conseguido aún una conexión con el espíritu de perfección a través del trabajo. El trabajo pasa a ser un canto de alabanza del hombre y con él toda la creación a Dios el Creador, y por medio del trabajo hecho por amor hay un algo santo que aletea en cada acción nuestra. “No entones las alabanzas divinas solo con la voz, dice S. Agustín, acompaña también la voz con las obras. Si cantas solo con la voz, por fuerza tendrás al fin que callar; canta con la vida para no callar jamás”.

¿Qué es hacer ese algo santo, santificar el trabajo? "Santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a los demás con el trabajo", era la expresión usada por san Josemaría Escrivá.

Una realidad llevada a la plenitud por la venida de Jesús, que ha hecho divinos los caminos de la tierra. Para santificar el trabajo es necesario hacerlo humanamente bien, cuidando las cosas pequeñas por amor; por tanto no basta con que sea abundante, intenso, constante y ordenado, ya que no se trata de hacer como en el circo, aquel “más difícil todavía”; lo importante no es la cantidad sino hacer lo que hemos de hacer, y hacerlo bien, y hacerlo por amor, es decir con rectitud de intención. Así el trabajo tiene como objeto la humanización del mundo.

Pero, ¿qué es humanizar al mundo? No consiste tanto en la materialidad de hacer cosas (siempre se puede hacer más, mover más montañas o producir más tornillos por decir algún ejemplo), sino realizarse en plenitud a través del trabajo y llevar a la perfección todas las cosas. ¿Cómo hacerlo, para que el trabajo construya una tierra nueva, que nos lleve a los cielos nuevos? ¿qué relación hay entre entre el trabajo y el nuevo cielo y la nueva tierra? La respuesta viene contemplando a Jesús en Nazaret, al preguntarse: ¿qué ha quedado del trabajo de Cristo como artesano en el hogar de Nazaret? Y la respuesta es: nada material -no nos ha quedado la menor reliquia de su trabajo en la tierra-, lo que Cristo ha hecho con su trabajo -lo que permanece- es empapar de amor la tierra en que vivimos: trabajar es aquella actividad que tiene como objeto humanizar el mundo, convertir el mundo en el "hogar" de los hijos de los hombres. Y si todo esto es lo primordial con respecto al producto del trabajo, santificar el trabajo será hacerlo de tal modo que transforme el mundo en un "hogar" para los hijos de Dios, donde todos sean hermanos, a imagen de aquel hogar de Nazaret, donde reine el amor y la alegría, pues como dijo alguien, el trabajo más productivo es el que sale de las manos de un hombre contento.