Riquezas vaticanas
Por: Vittorio Messori
Tomado con permiso del editor del libro Leyendas
Negras de la Iglesia, Editorial Planeta Testimonio.
Solamente dos datos-pequeños, pero significativos e irrefutables-a
propósito de las habladurías acerca de las habituales riquezas de la
Iglesia.
El presupuesto de la Santa Sede-es decir, de un Estado soberano con,
entre otras cosas, una red de más de cien embajadas, "nunciaturas" y todos
esos ministerios que son las congregaciones, además de los secretariados y
un sinfín de oficinas-, ese presupuesto en 1989 era, pues, igual a menos de
la mitad del presupuesto del Parlamento italiano. En resumen, tan sólo los
diputados y senadores que acuden a los dos edificios romanos (en otro tiempo
pontificios) de Montecitorio y Palazzo Madama cuestan al contribuyente más
del doble de lo que cuesta el Vaticano a los ochocientos millones de
católicos en todo el mundo.
Estos católicos ¿son muy generosos? No lo parece, dado que esos
ochocientos millones de cristianos ofrecen cada año a su Iglesia donaciones
inferiores a las que dan los dos millones de americanos miembros de la
Iglesia Adventista del Séptimo Día. Por no hablar de los Testigos de Jehová
o de las demás sectas -la Iglesia de la Unificación de Sun Moon, por
ejemplo-, las cuales disponen de capitales que mueven e invierten en todo
el mundo y que ponen en ridículo las "riquezas" del Vaticano. Las únicas,
sin embargo, de las que se habla con indignación.
A esos que se indignan se les escapa el detalle que semejantes
riquezas (a diferencia de lo que ocurre con las nuevas sectas, Iglesias y
cenáculos que no dejan nada por demás) se han puesto a trabajar a lo largo
de los siglos con una "inversión" que dio, da y dará siempre dividendos
extraordinarios. Y a la "inversión" en arte se debe la prosperidad de
innumerables ciudades de Europa, y sobre todo de Italia.
¿Qué sería Roma si sólo contase con esas escasas ruinas imperiales,
si una serie ininterrumpida de papas no le hubiese puesto encima las famosas
y criticadas "riquezas" para crear el que tal vez sea el mayor conjunto
artístico del mundo, repartido por todos los barrios? Alguien debería
recordar a políticos, periodistas y demagogos varios que se dedican a
moralizar en Roma sobre el "dinero del Vaticano" que en esa misma ciudad
casi la mitad de la gente vive de los ingresos del turismo surgido,
precisamente, de gastar dinero "católico", siglo tras siglo, a favor del
arte. Sí, aquí como en cualquier otro sitio, se reconoce al árbol por los
frutos, hay que decir que tantos siglos de administración pontificia de
Roma, aún con sus sombras (pero no más graves que la media del tiempo) han
dado como fruto dotar a la ciudad de un capital capaz de producir una
riqueza sin fin.
A propósito del dinero, la campaña de escándalo contra el ocho por
mil del impuesto sobre la renta de las personas físicas que los
contribuyentes pueden poner libremente a disposición de la Iglesia italiana
ignora (o pretende ignorar) cuál es el trasfondo histórico.
En 1860 los piamonteses, con el fin de alcanzar (y bloquear) a
Garibaldi en el sur, aprovechando para aniquilar por la fuerza al nuevo
reino, invadieron las regiones pontificias de la Romaña. las Marcas y
Umbría. De todas sus posesiones, a la Iglesia sólo le quedó el Lacio, que
también se vió inválido y confiscado por los Saboya en 1870. Todo esto fué
considerado como una completa y verdadera rapiña por los historiadores de
derecho internacional, y por cierto que no todos católicos: se
escandalizaron por la superchería hasta los grandes juristas de la luterana
Alemania de Bismarck. A esto siguió ese otro clamoroso abuso del secuestro y
confiscación de todos los bienes eclesiásticos italianos: desde los
monasterios a las instituciones benéficas, los campos y las iglesias mismas.
Confiscación a la que, atención al dato, no procedió ninguna indemnización.
Para intentar salvar la cara frente a la comunidad internacional y
para dar una cierta seguridad a las masas católicas que representaban la
enorme mayoría, silenciosa porque estaba excluída del voto, de los súbditos
del nuevo reino de Italia inmediatamente después de la apertura de Porta Pia,
el gobierno de los liberales aprobaba la llamada Ley de las Garantías (Guarentigie).
Una ley que, reconociendo implícitamente que la conquista sin ni siquiera
declaración de guerra, de todos los territorios de un Estado violaba el
derecho de gentes, atribuía un "reembolso" al Papa, como soberano saqueado.
La suma se estableció como una renta de casi tres millones y medio de
liras-oro: una enormidad para un Estado como el italiano cuyo presupuesto
era de pocos centenares de millones de liras. Una enormidad que confirmaba
sin embargo la magnitud de la "rapiña" perpetrada.
Sin embargo, el Tratado de las Garantías no fue aceptado por ambas
partes, pues era una ley unilateral del gobierno saboyano: los papas nunca
la reconocieron ni quisieron aceptar ni un céntimo de esa llamativa cifra.
Para subvenir a las necesidades de la Santa Sede prefirieron confiar en la
caridad de los fieles, instituyendo el Óbolo de san Pedro.
Sólo casi seis décadas después, en 1929, se alcanzaron los Pactos
Lateranenses, que incluían un concordato y un tratado que regulaba también
las relaciones financieras. El tratado restablecía el principio de aquél
"reembolso" por la confiscación del Estado pontificio y de los bienes
eclesiásticos que el mismo gobierno italiano de 1870 había juzgado
necesario. Se estableció de ese modo que Italia pagaría 750 millones al
contado y que asumiría algunos gastos como el de una paga para los
sacerdotes "al cuidado de las almas". Esa paga se basaba en parte en los
créditos que la Iglesia vertía al Estado italiano, y en parte surgía de las
nuevas funciones públicas -como la celebración y el registro de matrimonios
con rito religioso, que también poseía validez civil- que los pactos
atribuían a la Iglesia.
Así pues, las concesiones económicas de 1929, motivo de tanto
escándalo por la polémica anticlerical, no eran un "regalo", el fruto de un
favor "constantiniano", sino el abono (si bien, sólo parcial) de una deuda
derivada de las expoliaciones del siglo XIX.
La reciente revisión de los Pactos Lateranenses, obra del gobierno
socialista encabezado por Bettino Craxi (y no democristiano, como podría
esperarse), debería juzgarse desde esta perspectiva histórica. En esa
revisión, por otro lado, se supera el concepto, absolutamente legítimo a la
luz del derecho internacional, de "reembolso" y se instaura el de la
contribución voluntaria de la que el Estado se limita a hacer de recaudador.
El famoso "ocho por mil", pues, se enmarca en una coyuntura más que
centenaria de la historia italiana. Pero ¿quién se acuerda de ella?.
Pues sí: intentemos vender -a beneficio, qué sé yo, de
los pobres negritos- los tesoros del Vaticano. Empecemos por ejemplo, con la
Piedad de Miguel Ángel, que está en San Pedro. El precio de salida,
según dice quien ha intentado aventurar una valoración, no podría ser
inferior a los mil millones de dólares. Sólo un consorcio de bancos o
multinacionales americanas o japonesas podría permitirse semejante
adquisición. Como primera consecuencia, esa maravillosa obra de arte
abandonaría Italia.
Y luego, esa obra que ahora se exhibe gratuitamente para disfrute de
todo el mundo caería bajo el arbitrio de un propietario privado, sociedad o
coleccionista multimillonario, que podría incluso decidir guardársela para
sí, ocultando a la vista ajena tanta belleza. Belleza que, además al dejar
de dar gloria a Dios en San Pedro, daría gloria en algún búnker privado al
poder de las finanzas, es decir, a lo que las Escrituras llaman "Mammona".
Tal vez el mundo tendría un hospital más en el Tercer Mundo, pero ¿sería
verdaderamente más rico y más humano?