El Padre Christopher, de S. Pedro de Macorís, Argentina, volvía desanimado a su casa..., iba “con más penas en el alma y más problemas de los que este pobre misionero podía soportar” en medio de un lodazal de caña y fango. “Me pesaba la parroquia, me aplastaba la misión. Me parecía que corría y corría de un lado a otro y no había hecho nada en todos estos años, me sentía bastante fracaso...” Recordó que por allí había una enferma que visitar en una casucha, y entró a verla mientras pensaba: ‘estoy muerto, agotado, si no tengo nada que dar’ . Se llamaba Marta, estaba con otros nueve entre hijos, hermanos, su madre. Estaba inválida, tendría quizá 34 años, el cuerpo esquelético cubierto de costras sobre un camastro mugriento. Sonrió de verdad, de sus adentros, y le dijo: ‘padre ¿ha venido a rezar?’ -‘Sí, sí, claro, para eso he venido, para rezar’. Busqué el Breviario... comencé a rezar el himno”... que vamos aquí copiando, al hilo de sus reflexiones de esos días: “En esta tarde, Cristo del Calvario, / vine a rogarte por mi carne enferma; / pero, al verte, mis ojos van y vienen / de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza”. “Marta me escuchaba… yo no veía ya más que la viva imagen de un Cristo desgarrado, triturado por mil hambres y mil cruces”.
Al llegar a la noche el sacerdote fue a rezar a Cristo en la Cruz: “Jesús de mi vida, haber conocido tu amor... y todavía andarme con quejas y tacañeces. Pastor bueno, tan herido de pecados y de amores, ‘¿cómo quejarme de mis pies cansados, / cuando veo los tuyos destrozados? / ¿Cómo mostrarte mis manos vacías, / cuando las tuyas están llenas de heridas? Pensaba en aquella mujer, imagen del crucificado, que sufría dolores espantosos por todo el cuerpo pero sobre todo una llaga purulenta en la espalda, que jamás cerraba.
“Aprendí tanto de esta mujer. Era casi imposible oír una queja de sus labios. Yo le hablaba de la bondad de Dios, de la vida eterna, hasta que en una ocasión me preguntó: ‘padre, ¿qué hay que hacer para ir al cielo? yo no estoy bautizada y mis hijos tampoco...’” El día del bautismo, una tarde del verano de 1999, “a Marta no le cabía más felicidad en el alma...” y aquel día el Padre le dijo a Jesús: “hoy sé que te bastan mis manos vacías… Ahora sé que no es el aplauso y el éxito de este mundo lo que forja al misionero, sino que se mide su valer por las heridas de unos clavos que el mundo no sabe ver… las manos cada vez más vacías de mí, para bendecir, para acariciar, para curar, para amar, para servir… Manos, dame Señor de pastor, manos llenas sólo de tu amor y tu ternura.” Y repitió las palabras del himno: “¿Cómo explicarte a ti mi soledad, / cuando en la cruz alzado y solo estás? / ¿Cómo explicarte que no tengo amor, / cuando tienes rasgado el corazón?”
El calvario de Marta adelantaba... se le iba pudriendo la vida poco a poco. En eso Dios le mandó un ángel, se llamaba Marina, una misionera que la cuidó... Y pensó el sacerdote en esa soledad, icono y transparencia de las de Jesús, pensaba en su vida: “En tu vida, Jesús, pasaste las soledades más hermosas y radiantes que mente humana pudiese imaginar... la confianza total en su proyecto de amor…con María… ‘Pero también, ¡que espantosas esas otras soledades, de hieles y vinagres saturadas!’… aquellos a quienes llamaste amigos y ahora tan solo te dejaban… ‘¡Getsemaní del alma! ¡Que duro amar a quienes ahora tan poco te aman!...’ Robaste mi corazón en mi adolescencia enamorada, mi primer amor, contigo me fui sin pensarlo dos veces y me sellaste el alma y dijiste: ‘te basta mi gracia’. ¡Cuán feliz me has hecho con esa alegría que reservas para quienes -sólo por amor- lo perdieron un día todo por ti y lo dejaron todo en la arada!… Yo no sabía que en este mundo se pudiera ser tan feliz… ¡cuanto te agradezco haber sentido tu llamada!..., enfermo de amores y repleto de gracias… soledades, de noches angustiosas, que me hicieron entender que sacerdocio es dolor, y que ‘quien no sabe de penas nada sabe de amores’… qué duras las soledades quien -por sólo tenerte a ti- nada, nada tiene cuando tú te alejas..”
Decía Marta en sus últimos días: “nací para sufrir, pero ¡cuantos hay que no tienen en este mundo gente tan buena como ustedes para aliviar las penas!... Si hubiera más gente así, todo el mundo sería feliz...” y pensaba el sacerdote: ‘Te veo ahí, colgado entre el cielo y la tierra, coronado de espinas… sin belleza, sin aliento. Costado abierto y la mirada al cielo… Y pienso si aún no me faltan, lanzas, coronas, clavos y el costado abierto, que disipen más mis quejas y mis tormentos. Jesús ¿qué es un sacerdote sin tormentos?” Un día llegó uno de los hijos de Marta: “mi mamá se está muriendo”. Murió confiada en Dios, sin una sola queja. Y el sacerdote pensó que así rezaba el final del himno: “Y sólo pido no pedirte nada, / estar aquí junto a tu imagen muerta, / ir aprendiendo que el dolor es sólo / la llave santa de tu santa puerta’… dame ser contigo, pastor herido, pastor bueno... Dame Jesús, brazos fuertes para cargar a todos, ovejas al hombro y en el entrecruzar de mis brazos todos los corderos del mundo y que junto a mi corazón, descansen en tu regazo...” Amén.