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¡Pero cómo has cambiado!


Hay
momentos en la vida, y el más marcado se da precisamente durante la
adolescencia, en los que los cambios que sufre el individuo, parecen
darse de la noche a la mañana.

Hablar de la adolescencia implica hablar de una época de cambios,
por lo general bruscos y profundos. La adolescencia no es otra cosa más
que el proceso de transformación del niño en adulto y los cambios se
suceden tan rápidamente que parece que se dan todos al mismo tiempo:
físicos, psicológicos y emocionales.

Los cambios físicos que experimenta el adolescente, implican un
crecimiento rápido y momentáneamente desproporcionado de su cuerpo:
piernas y brazos repentinamente alargados, una imagen facial que
presenta desproporciones y que para quien los vive también son causa de
preocupaciones.

Esos cambios físicos que son evidente, llegan acompañados de
cambios psicológicos profundos. El adolescente se hace más reflexivo y
comienza a descubrir su mundo interior, por lo cual en ocasiones se
muestra pensativo e introvertido, se hace mucho más crítico, al grado
de que llega a cuestionar todo y, obviamente, la autoridad que sus
padres ejercen sobre él no queda exenta de un minucioso e hipercrítico
examen de su parte.

Lógicamente que ante esto, el primer desconcertado es el mismo
adolescente, quien muchas veces llega a preguntarse: ¿pero, qué es lo
que me está pasando? La oportuna intervención de padres y educadores en
esta etapa puede ser de gran ayuda para que el adolescente aclare sus
dudas, se adapte con rapidez a esos cambios y supere positivamente las
dificultades a las que se enfrenta.

¿Qué pueden hacer los padres, especialmente al inicio de esta etapa de su vida?

1. Hablar con ellos oportunamente.

Es importante que los cambios que el adolescente va a experimentar
no lo tomen por sorpresa. Por consiguiente, es necesario que (de
preferencia) el padre hable con el hijo y la madre con la hija en
relación a dichos cambios, antes de que éstos se presenten, para que de
alguna forma estén preparados y no les provoquen angustia o excesiva
preocupación.

2. Incrementar la disposición al diálogo.

Estar dispuestos a escucharlos, a considerar sus puntos de vista, a
tomar en cuenta sus opiniones en vez de “dictar sermones”. Es muy
importante darles la oportunidad de que expresen sus puntos de vista,
lo cual no necesariamente implica que se tenga que hacer lo que ellos
dicen, sino evidenciar una actitud receptiva y de escucha activa por
parte de sus padres.

3. Interesarse en lo que ellos hacen.

Cuando los adolescentes se dan cuenta dan que a sus padres
realmente les interesa lo que hacen: sus aficiones, intereses
deportivos, sus amigos y reuniones, llegan a sentir como algo natural
el llegar a casa y comentar.

Por el contrario, cuando perciben que lo que hacen no importa a sus
padres, tienden a retraerse y encerrarse en sí mismos, dificultando la
comunicación y el diálogo.

4. Demostrar empatía.

Por momentos se sienten “anormales”. Se asombran de sus cambios de
humor, se sienten “feos” y comienzan a preocuparse por su apariencia
física. Los padres deben ayudarles a entender que los cambios que
sufren son normales, sin duda eso los tranquilizará.



Debido a su desarrollado sentido crítico y a su recién descubierto
“sentido de la justicia”, es importante que cuando se les pida hacer
algo, o cuando se les niegue algún permiso, se les expongan argumentos
y razones y no solamente se les impongan las cosas.