La película “Pearl Harbor”, de Michel Bay, narra la historia de dos pilotos de la Marina norteamericana, amigos desde la infancia, que se encuentran involucrados en el ataque japonés a Pearl Harbor, la base naval hawaiana que provocó la entrada de Estados Unidos en la II Guerra Mundial.
Mientras el Reich y la Armada roja se repartían Polonia martirizando a todo un pueblo, nadie pensaba que la violencia se propaga como la peste, y cuando la vemos entrar en la casa de nuestros vecinos hemos de ayudarles porque si no mañana entrará en nuestra casa: “cuando las barbas de tu vecino veas cortar, pon las tuyas a remojar”. Así pocos meses después los Alemanes ocuparon Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica y la mitad de Francia. Mientras tanto, la Unión soviética, agrandada ya por una parte de Polonia, se anexionó Estonia, Letonia y Lituania... y como un fuego destructor que se propaga, fue adquiriendo carácter “mundial”. Los Japoneses, por fin, destruyendo Pearl Harbour, empujaron a los Estados Unidos de América a la guerra al lado de Inglaterra en 1941. (Otro ataque a Estados Unidos, el de las torres gemelas, se ha producido en el 60 aniversario de aquel otro). Para acelerar el final de la guerra, se lanzaron dos bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Al día siguiente de este hecho espantoso Japón se rendía. Fue así el final de una guerra total, pues a las operaciones terrestres se sumaron combates aéreos y navales en todos los mares del mundo. Ciudades enteras fueron objeto de destrucciones despiadadas, sumiendo a poblaciones aterrorizadas en la angustia y la miseria. Roma misma estuvo amenazada. La Intervención del Papa Pío XII evitó que la Ciudad eterna fuera un campo de batalla. (También ahora se veía una amenaza de aviones terroristas sobre el Vaticano). Este es un cuadro sintético de la Gran Guerra, que supuso la muerte de cincuenta y cinco millones de personas, y una profunda división entre los países del mundo, con unos vencedores divididos y una Europa para reconstruir.
Tenemos el deber de sacar una lección del pasado. En el 50 aniversario de la segunda guerra mundial, el Papa escribió una carta, refiriéndose a aquel momento como “la hora de las tinieblas” que fue aquella contienda: "Me has echado en lo profundo de la fosa, en las tinieblas, en los abismos" (Salmo 88). Ese grito de dolor ha salido de una forma u otra de millones de mujeres y de hombres que en aquellos años 1939-1945 se enfrentaron con una de las tragedias más destructoras e inhumanas de nuestra historia. “Ya sabemos por experiencia que la división arbitraria de las naciones, los desplazamientos forzosos de las poblaciones, el rearme sin límites, el uso incontrolable de armas sofisticadas, la violación de los derechos fundamentales de las personas y de los pueblos, la inobservancia de las reglas de conducta internacional, así como la imposición de ideologías totalitarias no pueden llevar más que a la destrucción de la humanidad”. Pío XII proclamó entonces un llamamiento a la gran familia humana: “El Peligro es inminente, pero todavía hay tiempo. Nada se pierde con la paz. Todo puede perderse con la guerra", pero no fue escuchado, como muchas veces no se escucha al Papa cuando proclama con sentido profético que no se atente contra la vida, que el divorcio y la contracepción siembran la desgracia entre las familias, que el aborto es una grave plaga que carcome la dignidad de las personas y los tejidos de la sociedad. Las palabras del Papa en aquel aniversario adquieren hoy una especial fuerza: “El respeto de Dios y el respeto del hombre son inseparables. Constituyen el principio absoluto que permitirá á a los Estados y a los Bloques políticos superar sus antagonismos... Ayer, este Continente exportó la guerra: hoy, le toca ser ‘artesano de paz’. Confío en que el mensaje de humanismo y de liberación, herencia de su historia cristiana, pueda fecundar todavía a sus pueblos y siga resplandeciendo en el mundo”. Todo el mundo te mira, Europa, “conscientes de que siempre tienes algo que decir, después del naufragio de aquellos años de fuego: la verdadera civilización no está en la fuerza, sino que es fruto de la victoria sobre nosotros mismos, sobre las potencias de la injusticia, del egoísmo y del odio, que pueden llegar a desfigurar al hombre”.