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Para fortalecer mi voluntad...

Vamos a recordar un poco la definición de la fuerza de voluntad “Es la facultad capaz de impulsar la conducta y dirigirla hacia un objeto determinado, contando con dos ingredientes básicos: la motivación y la ilusión”.

En nuestro artículo anterior dimos a conocer algunas herramientas para fortalecer nuestra voluntad. Algo así como una “gimnasia para fortalecer la voluntad”. Como toda facultad, si no se usa, puede atrofiarse. Y la voluntad también puede atrofiarse cuando no se practica. Existen muchos peligros hoy en día que no nos dejan practicar nuestra fuerza de voluntad. Vamos a explicar algunos de ellos y así estar conscientes del efecto que pueden causarnos en nuestro camino para alcanzar la santidad.

El primer enemigo de nuestra voluntad somos nosotros mismos, es decir, la falta de confianza en nosotros mismos. Al proponernos un ideal tan alto como es el de la santidad nos puede parecer un ideal tan alto que lo convertimos en una quimera, es decir en un sueño, en una idea buena, pero inalcanzable. No nos sentimos capaces de llegar nunca a nuestra meta. Nos descorazonamos antes de comenzar. Esta actitud paraliza de raíz nuestra voluntad, puesto que muy en lo interior de nosotros mismos sabemos que no vamos nunca a ser santos. No se trata de ser ingenuos y pretender alcanzar la santidad sólo con buenos deseos o en un abrir y cerrar de ojos, como tantas veces lo hemos repetido a lo largo de esta serie de artículos. Pero si desde el principio desconfiamos de nosotros mismos, nos desalentamos, entonces paralizamos automáticamente la voluntad. ¿Cómo va a ser posible que la voluntad me lleve a cumplir los propósitos de mi programa de reforma de vida, si en el fondo yo creo que no voy a conseguir nada objetivo en orden a la santidad? Y esta actitud muy bien puede tener su origen en la soberbia o en la sensualidad.

Soberbia porque no quiero dejar de ser como soy para transformarme en lo que Dios quiere que sea. Es una soberbia muy sutil, muy “encaramelada” muy cubierta de buenas formas: “así soy yo”, “yo no he nacido para esto”, “me conformo con no hacer mal a nadie”. Y puede darse también una actitud de sensualidad porque sabemos que el cambio implica sacrificio, dejar posturas cómodas, hábitos arraigados y ante la lucha nos viene temor, dudamos, no estamos seguros de nosotros mismos.

Otro obstáculo para lograr una voluntad grande y fuerte es el formado por nuestros sentimientos. Nos dejamos llevar por los sentimientos de cada día. Hoy puedo haberme levantado con una gran ilusión por ser santo, pero... mi marido no se despidió de mí con un beso como siempre sueles hacerlo..., mi jefe en el trabajo me impuso unas órdenes que a mí no me corresponden cumplir..., el profesor en la clase fue injusto conmigo y me dejó más tarea que a los demás... Y cada uno de estas circunstancias nos golpean nos hieren. Eso es normal. No somos de palo y si Dios nos ha dado una sensibilidad es para enriquecer nuestro espíritu, para vibrar con las necesidades de los demás, para comprender el dolor ajeno. Los sentimientos son pasajeros: van y vienen. Pero nuestra razón debe imponerse a ellos, es más debe aprender a gobernarlos y así, puede aprovechar aquellos sentimientos positivos y rechazar los negativos. Si yo en la mañana me levanto con ganas de comerme el mundo, pero el día que está nublado y lluvioso hace que me deprima y que me quede en la cama o que salga con una cara de enfado y malestar, señal es que soy una persona que se deja llevar por los sentimientos. Si por el contrario, tengo metas claras y una voluntad forme, entonces aprovecharé ese sentimiento positivo con el que amanecí y encauzaré las ganas de comerme el mundo en forma positiva para cumplir con perfección mi deber. Y si el día está nublado pues aplicaré lo de “al mal tiempo, buena cara”. Es decir, que teniendo una voluntad firme, no me dejaré llevar por los sentimientos. Dejarme llevar por los sentimientos es soltar el timón de mi vida y dejarla al garete de las circunstancias, de los hechos, de las emociones. De esa forma el barco no puede llegar a ningún puerto.

Otro peligro que puede atacar mi voluntad, hasta el punto de paralizarla es el hedonismo. Tener el placer y la comodidad como el máximo valor en mi vida y por lo tanto, encauzar todo mi ser a la adquisición de aquellos bienes o circunstancias que me proporcionen mayor placer, mayor bienestar, mayor comodidad. Frente a un sacrificio que me pueda exigir mi programa de reforma de vida, si toda mi persona tiende a la ley del mínimo esfuerzo, no seré capaz de mover un solo dedo para sacrificarme y lograr la meta que me he propuesto. El hedonismo se va pegando en toda mi persona hasta tal punto que compromete mi libertad esclavizándola. ¿Te has preguntado cuántas veces has elegido lo más cómodo, lo más fácil, lo más inmediato, porque te hacía sentir bien? ¿Eres capaz de sacrificar un poco de charla insustancial con las amigas o con los amigos para dedicar ese tiempo a algún apostolado o alguna acción social en beneficio de los más necesitados? Preguntas sencillas, como las de una encuesta, pero que nos permiten conocer hasta qué punto estamos esclavizados por lo más inmediato, por lo que nos proporciona un placer pasajero.

Estos son los peligros que pueden enredar y entorpecer mi voluntad hasta llegar a atrofiarla. Con la voluntad atrofiada no podré conseguir nunca mi meta de alcanzar la santidad.

Para fortalecer mi voluntad, además de hacer esos actos voluntarios en los que yo me niego a mí mismo con el fin de ejercitar el “músculo” de la voluntad y así siempre tener flexible en cualquier momento, debo contar con un mot-or. Mot-or viene de la unión de dos palabras claves en la formación de mi voluntad. Mot: de motivación. Or: de orden.

Motivación. No es fácil ponernos metas en nuestras vidas. Más difícil es luchar por conseguirlas. Y muchísimo más difícil es tener constancia para adquirirlas. Si yo no estoy motivado por alcanzar esas metas, como los boxeadores “voy a tirar la toalla” a la mitad de la pelea, o.. cuando comience lo difícil de la pelea. Estar motivado no es sólo “desear” hacer las cosas. Estar motivado es quererlo alcanzar y tener siempre en mente el ideal al que queremos llegar. ¿Te acuerdas de la imagen del espejo que utilizamos al comienzo de esta serie de artículos? Bueno, pues estar motivado es tener siempre presente esa imagen, ese modelo que queremos alcanzar. Y nuestro modelo por excelencia es Cristo. Debemos, como nos invita el Papa en la Carta Apostólica Novo Millenio Ineunte no. 1 aprender a “contemplar el rostro de su Esposo y Señor”. Ver a Cristo, no como alguien lejano, perdido en el pasado histórico, sino como nuestra meta. Alguien al que debemos imitar, al que debemos seguir de cerca. Viendo su rostro podremos tener la motivación necesaria para alcanzar la santidad, para no desfallecer en el camino. Si no tenemos constantemente presente ese rostro, nos desalentaremos frente a los fracasos y dejaremos de luchar por alcanzar la santidad de vida a la que estamos llamados. Ver el rostro de Cristo es revisar cada noche nuestro programa de reforma de vida, aceptar humildemente nuestras derrotas, dar gracias por los éxitos y proponernos ser mejores el día siguiente para parecernos, para convertirnos más a Cristo. Ver el rostro de Cristo y motivarnos en nuestra vida, debe ser una misma cosa.

Or: orden. Trabajar con orden, con método. Trabajar con nuestro programa de reforma de vida. En los negocios, en los proyectos, existe una ruta crítica que debemos seguir; un programa una guía un calendario. Los pilotos de vuelos, los capitanes de barco siguen una bitácora de viaje para llegar a tiempo y sanos y salvos a su destino. Los mejores platillos en la cocina se preparan siguiendo minuciosamente las recetas. Las tareas en la escuela se realizan siguiendo un orden. Si queremos conseguir algo estable y duradero debemos seguir un orden. Lo mismo en nuestra vida espiritual. Hay que fijarnos metas, hay que dar los pasos necesarios para adquirir esas metas. Es necesario un orden. Tu puedes fijarte en tu programa de reforma de vida las metas para cada mes. Recuerda lo que decía Tomás de Kempis en su libro “La imitación de Cristo”: “Si cada año quitáramos de nuestra vida un defecto, al final de nuestras vidas seríamos santos”. Pero para quitar un defecto cada año es necesario trabajar con orden, con constancia. “Festina lente”, despacio, que voy deprisa, decían los latinos. Tenemos prisa por ser santos, pero debemos trabajar cada día luchando por adquirir la virtud necesaria para combatir nuestro defecto dominante.

Recuerda el mot-or, motivación y orden, en el momento de ponerte a trabajar en tu programa de reforma de vida. Quizás en el siguiente artículo podrás decirme cuánto has avanzado en tu camino de santidad.