La cultura popular suele atribuir a la madurez elementos que no corresponden a su verdadera naturaleza.
Hay tres mitos, en especial, entrelazados con las nociones modernas de madurez:
1) Invulnerabilidad.
2) Infalibilidad.
3) Inflexibilidad.
En primer lugar, la madurez no es invulnerabilidad. Nuestra
sociedad presenta a veces la madurez como si fuese una cierta inmunidad
a toda tentación o maldad, como si lo bueno y lo malo fueran cosas de
niños.
Los adultos suelen creer que ya están más allá del bien y del mal
(para usar una expresión de Nietzsche). Basta pensar en los carteles
colocados en las salas de cine o en los periódicos que anuncian
películas pornográficas: Sólo para personas maduras (como si la preocupación por lo moral fuese sólo un asunto de niños).
La verdad, por supuesto, es todo lo contrario. Un adulto es maduro
precisamente porque no necesita que nadie le diga que debe obrar el
bien y evitar el mal. Actúa según sus convicciones personales y su
recta conciencia.
Una persona madura reconoce sus debilidades. Evita las ocasiones
que pueden conducirlo al mal y busca las oportunidades para hacer el
bien. Como diría Alexander Pope: Los necios corren allí donde los ángeles no se atreven ni a pisar.
Pensar que la madurez es invulnerabilidad equivale a decir que una
persona no puede hacerse daño con una sierra eléctrica, simplemente
porque es madura. El adulto es capaz de usar herramientas peligrosas de
alto poder precisamente porque está alerta ante el peligro y toma las
precauciones necesarias para evitar cualquier accidente.
El segundo error es concebir la madurez como infalibilidad. Madurez no significa posesión de todas las respuestas. Nada más lejos de la realidad.
Sócrates afirmó que el hombre sabio es aquel que reconoce su propia
ignorancia. Mientras más madura es una persona, reconoce con mayor
humildad sus límites. La humildad, como decía Santa Teresa de Ávila, es la verdad.
Ni más ni menos. Y la verdad es que todos podemos equivocarnos. La
persona madura reconoce sus debilidades y no se precipita en sus
juicios. Pondera, estudia, consulta y decide con prudencia.
El tercer error consiste en asociar la madurez con la inflexibilidad.
Algunos, equivocadamente creen que la madurez consiste en una seriedad
impasible y en una perpetua rigidez, como si el reír, el gozar de las
cosas sencillas y el saber relativar los problemas fuesen signos de
inmadurez. Lo hermoso de la madurez es su armonía. Reír, conversar,
apreciar a los demás, admirar las maravillas de la naturaleza..., son
cualidades humanas bellísimas y forman parte de la madurez.
La persona verdaderamente madura sabe cuándo es tiempo de ponerse
serio y cuándo tomar las cosas con tranquilidad; no lleva su vida con
superficialidad sino se guía por principios claros. El Eclesiastés nos
ofrece una excelente sinópsis del equilibrio que es fruto de la
madurez:
Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo:
Su tiempo el nacer, y su tiempo el morir...
Su tiempo el destruir, y su tiempo el edificar...
Su tiempo el llorar, y su tiempo el reír...
Su tiempo el lamentarse, y su tiempo el danzar...
Su tiempo el callar, y su tiempo el hablar...
Madurez significa tener la capacidad para discernir entre un tiempo y otro, y para saber lo que conviene en cada ocasión.
Tomado del libro: Construyendo sobre roca firme
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