Cuando
le pregunté a una adolescente qué es lo que más le ayudaba en sus
momentos de dificultad, fuese en el trato con sus amigos o en las
exigencias de la escuela, me respondió lacónicamente: "Las
conversaciones con mi mamá". Me interesó mucho la respuesta de la joven
y me puse en comunicación con la mamá. Le comenté lo que me había dicho
su hija y me contó una pequeña pero reveladora historia.
La niña, a los once años, había tenido un grave problema en la
escuela. Tenía unos lentes muy gruesos. Y toda sus compañeras le
tomaban el pelo. Pero no sólo eran palabras. De hecho, la niña casi no
tenía amistades en el salón. Desde hacía años se había ido quedando
aislada en sus relaciones humanas. La solución no se reducía a
comprarle unos lentes de contacto. Había que tejer, desde abajo, esa
dimensión de la vida tan importante como son las relaciones de amistad.
La mamá concluyó con lo que había sido la clave de la solución: "Me
he convertido, dijo, en la mejor amiga de mi hija". Me hizo recordar
entonces, las reglas fundamentales que no pueden faltar en la educación
de todo ser humano: disciplina, amor y comunicación. Pero, como
normalmente amamos a los hijos y la vida suele exigirles algo de
disciplina, el problema principal a atacar es el desarrollo del diálogo
con los hijos: si hay buen canal de comunicación, sabremos lo que les
pasa, qué es lo que necesitan, y, sobre todo, tendremos un conducto
para enriquecerlos con lo bueno que ofrecerles.
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