Pasar al contenido principal

Las primeras comunidades cristianas

Las primeras comunidades cristianas  

El mensaje de Cristo Ilegó muy pronto hasta los confines del imperio romano, de tal manera que ya a finales del siglo l es posible encontrar cristianos en Roma y en los lugares mas alejados del Imperio. Su conversión a la fe llevaba consigo un cambio radical de sentido en su vida, lo que produjo frecuentemente reacciones muy diferentes: desde la más rendida admiración y aceptación, hasta la persecución.

Los primeros cristianos tuvieron que superar costosas dificultades a base, muchas veces, de dar el supremo testimonio de su vida. Pero, aun en estos casos, la muerte no era algo temido para ellos, sino más bien un motivo de acción de gracias (Martirio de S. Policarpo, 14,2).

Los primeros cristianos no huyen del mundo (eso lo harán algunos, por una llamada concreta de Dios, pasados algo más de dos siglos): se consideraban parte constituyente de ese mismo mundo: «Lo que es el alma para el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo» (Epístola a Diogneto, 6, l). Pero esta consideración, de carácter espiritual, no significa oscurecimiento o pérdida de su condición de ciudadanos corrientes, porque no se distinguían de los demás hombres de su tiempo, ni por su vestido, ni por sus insignias, ni por tener una ciudadanía diferente (cf. ib. 5, 1-11). Cada uno de los primeros cristianos ocupaba su lugar en la estructura social de su tiempo, el mismo que tenía antes de convertirse. Si era esclavo no perdía su condición al hacerse cristiano (Ef 6,5-6; Flp l,15-18), aunque su vida adquiriese un contenido sobrenatural.

Los caminos de acercamiento al Cristianismo fueron variados, algunos incluso extraordinarios, como le sucedió a Pablo (Hech 9, 1-19; Gal 1, 11-16). Otros fueron mas normales, como le aconteció a Justino (Diálogo con Trifón, 1-8). A unos, los llamará el Señor a través del ejemplo dado por un mártir (Eusebio, Historia Eclesiástica, 9, 3). La mayoría de las veces conocían la Buena Nueva por mediación de algún compañero de trabajo, de prisión, de viaje, etc. Los modos y las circunstancias podrán ser muy variados, pero siempre habrá ese encuentro personal e inefable con Cristo que se da en toda conversión.

Con posterioridad, el converso recibía una instrucción somera acerca de la fe que abrazaba. A continuación se preparaba para el Bautismo con actos de penitencia, ayunos y oraciones (Didaché, 7, 4; S. Justino, l Apología, 61, 2). La recepción del Bautismo suponía un cambio fundamental en la vida de quien lo recibía. «Nos hacemos hombres nuevos —escribe uno de ellos—, completamente recreados» (Epístola de Bernabé, 16, 8). Esta nueva vida bautismal era para los primeros cristianos una constante llamada a la santidad, no un asunto exclusivo de unos cuantos privilegiados, sino que todos se sentían urgidos a lograrla, dentro de las personales circunstancias de cada uno (7 Cor 7, 20).

Los primeros cristianos tuvieron muy presente el testimonio de Cristo con su vida de trabajo, ya que «fue considerado El mismo como carpintero, y fue así que obras de este oficio (arados y yugos) fabricó mientras estaba entre los hombres, enseñando por ellas los símbolos de la justicia, y lo que es una vida de trabajo» (Justino, Diálogo con Trifón, 88, 8).

Al proyectarse el mensaje cristiano sobre el trabajo —aun el peor considerado—, adquiere una dimensión nueva en Cristo (Ef 6, 7). El trabajo tenía para los primeros cristianos un valor de signo distintivo entre el verdadero creyente y el falso hermano (Didaché, 12, 1-5), así como una manera delicada de vivir la caridad para no ser gravoso a los demás (1Tes 5,11).

Entre los primeros cristianos hay una clara concepción de la vida espiritual como un combate, que tendrá aire deportivo y espíritu castrense (1Cor 9, 24; 2Tim 2, 3). Los atletas griegos se entrenaban con una preparación rigurosa, y Pablo utilizará su ejemplo aplicándolo a la vida espiritual (1Cor 9, 26. 27). El combate que ha de sostener el cristiano será una lucha espiritual contra los enemigos del alma (Ef 6,12), entre los que se encuentra el Enemigo por antonomasia (Pastor de Hermas, Mandatum 12, 5, a. 3).

El cristiano tendrá también que esforzarse en quitar del mundo los efectos desastrosos del pecado