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La paternidad es cosa de dos


Fuente: Mujer Nueva

En estas líneas quisiera dar mi testimonio como madre de seis hijas
y un hijo, y como defensora de la causa de las madres en un organismo
internacional, el Movimiento Mundial de Madres.

Sin embargo, hoy quisiera reflexionar sobre los padres. A menudo me
han preguntado si existía un Movimiento semejante para los padres, y la
respuesta es que no; pero sí existen en los países occidentales cada
vez más asociaciones en defensa de los derechos de los padres, que se
sienten discriminados en las decisiones que afectan a la tutela de los
hijos después de una separación o divorcio. Resulta paradójico que hoy,
cuando los padres están mucho más presentes en la vida de sus hijos, la
función paterna se esté viendo más devaluada. Hoy en día, parece que un
buen padre sólo es aquél que actúa maternalmente, siguiendo un
modelo en el que los hombres no se sienten cómodos. Muchos reaccionan
convirtiéndose en compañeros o amigos de sus hijos, pero éstos ya
tienen bastantes amigos, y padre sólo tienen uno, con un papel
indispensable en la construcción de su personalidad.

Por otra parte, la tolerancia mal entendida y una concepción
utópica de la igualdad, inspiran las legislaciones nacionales.
Evidentemente, el principio de igualdad es uno de los fundamentos de la
democracia, y se trata de un ideal a alcanzar. Pero debemos reconocer
que la igualdad no existe, ni entre los seres humanos ni en sus formas
de vida. Esta obsesión por la igualdad en el discurso contemporáneo nos
obliga a compararnos indefinidamente; pero, ¿en qué criterio nos
basaremos para decidir que se ha alcanzado la igualdad entre dos
personas? En lo que respecta a la forma de vida, debemos considerar la
diferencia que existe entre una pareja que se compromete en un proyecto
de vida duradero (es decir, en el matrimonio) y aquélla que rechaza
todo compromiso de fidelidad, pues el niño necesita estabilidad; tiene
derecho a la presencia y colaboración amorosa de su padre y su madre,
para su realización personal.

La expresión igualdad de oportunidades tan reivindicada en
el seno de la ONU y la UE, es ambigua. Cada persona, hombre o mujer,
tiene una concepción distinta de la oportunidad... se supone que esta
expresión pretende para todos la posibilidad de acceder a la cumbre
profesional y social. Pero me parece que es una reivindicación con
consecuencias bastante peligrosas, pues da un tinte competitivo a las
relaciones de pareja y, por ende, a las relaciones sociales. Se trata
de una exigencia de beneficios y poder que olvida las ideas de servicio
y solidaridad.

Pero lo más grave es que esta reivindicación de igualdad ha llegado
a hacer olvidar (o negar) el valor de la diferencia. Afortunadamente,
la humanidad cuenta con artistas, artesanos, pensadores y hombres de
acción, y desde los inicios, esta diversidad de cualidades ha permitido
el desarrollo de nuestras civilizaciones. Disfrutemos, pues, de la
voluntad del Creador, que nos hizo varón y mujer. El
reconocimiento de esta diferencia es necesario, no sólo en los planos
biológico, psicológico y cultural, sino también en su aspecto
pedagógico. Yo misma he descubierto la importancia de tener en cuenta
la diferencia de los sexos en un libro que recomiendo: La diferencia prohibida (escrita en francés por el psicoanalista Tony Anatrella, de la editorial Flammarion, 1998).

En nuestros países vemos cómo aumentan de manera inquietante las
familias monoparentales, y en el entorno europeo, igual que en Estados
Unidos, el índice de nacimientos extramatrimoniales oscila entre el 25
y el 50%. Pero lo más preocupante son las causas de este fenómeno: si
bien la causa más frecuente es el individualismo vigente, que rechaza
toda limitación y compromiso, cada vez hay más casos en que las mujeres
eligen deliberadamente ser madres solteras para tener compañía, para
sentirse bien. Ya no se quiere al niño por sí mismo, sino que nos regalamos un hijo.
Ésta es la misma mentalidad que, en el extremo, conduce al aborto, al
eugenismo, y al uso de madres (e incluso abuelas) de alquiler. Son
muchas las jóvenes que, renunciando al compromiso del matrimonio,
consideran la presencia de un padre completamente superflua, incluso
molesta, y de este modo privan a sus hijos de la persona indispensable
para la construcción de su personalidad. Existe también un cierto odio
al hombre en el feminismo radical, así como un rechazo más o menos
consciente a reconocer la complementariedad entre los sexos que
proporciona al niño un modelo antropológico y social acorde con la
naturaleza.

Las consecuencias desastrosas que sufren los niños y, sobre todo,
los adolescentes, que crecen en familias monoparentales, son de todos
conocidas: el niño se siente abandonado, pasando a ser presa fácil de
la sociedad de consumo; un niño caprichoso sin puntos de referencia
morales.

Así pues, la paternidad es cosa de dos. La educación de un niño es
una misión muy exigente y difícil, que debe ser compartida por el padre
y la madre, y sobre todo, siendo padre y madre, con sus diferencias y
complementariedad.

Idealmente, la madre recibe al niño del hombre que ama, y éste la
transforma haciéndola madre. Su amor es fuente de la procreación, y el
descubrimiento que hace el hijo del amor que une a sus padres y el
reconocimiento de la feminidad de su madre y la virilidad de su padre,
le proporcionan el equilibrio psicológico indispensable. Asimismo, las
actitudes y trato que observa entre sus padres, le servirán de modelo.
El respeto que ellos se muestren será su referencia en las relaciones
con el otro sexo.

La paternidad, igual que la maternidad, es una vocación cuyas
características son, entre otras, la fecundidad, la generosidad y la
gratuidad, cualidades que faltan tanto en nuestra sociedad actual. Las
tareas paternas son múltiples, la más importante de las cuales es,
evidentemente, la educación.

En una encuesta que el Movimiento Mundial de Madres realizó entre
sus miembros en 1993, preguntamos si creían que el papel del padre y de
la madre son intercambiables. El 90% de los encuestados manifestaba el
deseo de que los padres participaran en todas las actividades
familiares: cuidado de los niños, labores domésticas, actividades de
tiempo libre, vida escolar, etc. Pero si esa respuesta podía hacer
pensar que los papeles son intercambiables, otra pregunta sobre los
hijos de familias monoparentales llevaba a otra conclusión: el niño
necesita referirse a una imagen masculina y otra femenina. La respuesta
de una joven psicóloga me pareció particularmente interesante: El
problema del progenitor único me preocupa mucho, sobre todo cuando es
consecuencia de una elección deliberada. Ciertas jóvenes declaran que
no necesitan un cónyuge en su casa, que quieren ser libres pero desean
un hijo. Pero, ¿qué carencia afectiva necesitan llenar?
–se pregunta la psicóloga-. Y añade: Es
evidente que el niño sufrirá las consecuencias de esa patología desde
el inicio, y las reproducirá cuando sienta la ausencia del padre. Tener
un hijo no puede ser una empresa egoísta sino una actividad
constructiva, compartida por dos personas distintas, adultas y
responsables
.

Nuestros responsables políticos y sociales, por su parte, olvidan
que el niño construye su personalidad en su entorno inmediato, que es
la familia; que los niños son hijos de sus padres, antes que de sus
pediatras, puericultoras, profesores, asistentes familiares o sociales,
psicólogos o psiquiatras, o incluso del juez... Son los padres los
primeros en reconocer a su hijo, y juntos seguirán su evolución
psicológica y cultural y la educación escolar que reciba. En cuanto a
la educación, más importante que cualquier método o teoría –no quiero
decir que los consejos de especialistas no sean útiles- es la actitud
lo que cuenta. Desgraciadamente, las consecuencias de comportamientos
erróneos de los padres en los primeros años de vida, no son reparables
por otras personas. Quizás deberíamos plantearnos cómo podemos preparar
mejor a nuestros jóvenes para ser padres...

En muchos países europeos, se conceden permisos de paternidad. Se
trata de una medida excelente: un nacimiento es una fiesta, un gran
acontecimiento del que el padre no puede quedar excluido. Necesita
tomarse un tiempo para descubrir a su hijo y, junto a su madre, esperar
a su primera sonrisa. Este permiso laboral no puede ser un permiso para
ayuda doméstica, sino para unir su presencia a la de su mujer, y ocupar
su posición de padre, evitando que se sienta apartado. La madre debe
aceptar también que la paternidad es cosa de dos.

Naturalmente, la gestación, el parto y la lactancia del bebé son
funciones obligadas de la madre. Pero lo que se entiende como labores
domésticas (el cuidado infantil, el mantenimiento del hogar, el
vestido, alimentación, salud, educación...) pueden ser realizados
indistintamente por la madre, el padre o incluso una tercera persona.
Las costumbres han hecho que este trabajo se haya reservado a las
mujeres. En parte es lógico, porque la madre no puede separarse
físicamente de su hijo hasta pasados varios meses y por eso, cerca de
él, en el hogar, realiza también esas tareas. Comprensiblemente, este
papel se ha visto extendido más allá de esos meses. Sin embargo, si la
mujer lo desea, puede a la vez desarrollar un trabajo más allá de su
hogar, por lo que será necesario compartir las responsabilidades
paternas según las circunstancias de la vida familiar. Ciertas
profesiones exigen horarios incompatibles con los de los hijos; otras
imponen ausencias prolongadas. Pero el crecimiento del niño tiene sus
imprevistos, se pone enfermo con cierta frecuencia, y desde que entra
en el colegio, los horarios de presencia paterna cambian. Cuando es
adolescente, necesita dialogar con sus padres, y no hay diálogo sin
presencia. Todo ello hace que sea muy difícil para los dos cónyuges
asumir responsabilidades profesionales o sociales que impliquen un gran
compromiso. Si uno de los dos lo hace, delegará ciertas
responsabilidades familiares al otro, pero no puede abdicar de las que
le corresponden específicamente a él.

Así pues, la apertura al mundo, la formación del juicio y el
carácter, el aprendizaje de la vida... todo lo que abarca el concepto
de educación, debe ser ejercido obligatoriamente por el padre y la madre, aunque de modo distinto.

El papel educativo de cada uno de ellos evoluciona durante el
crecimiento del niño: cuando es muy pequeño no siente seguridad si no
es junto a su madre, de la que depende totalmente. Pero muy pronto
aparece la función paterna, que hará salir un hombrecito o mujercita
de ese bebé. Papá se situará entre mamá y el niño, quien, a su vez, se
distinguirá de ellos con una personalidad particular. Pasará suavemente
de la seguridad física a la familiar y psicológica, y más tarde será el
padre quien le haga descubrir las realidades del mundo exterior, le
introducirá en la vida social y mediará entre lo afectivo y lo
jurídico. En ese momento, la madre permanecerá como refugio, fuente de
seguridad, de escucha discreta, recordando la importancia de la vida
espiritual. Ella es el símbolo de la interioridad; el padre, de la
acción, enseñando al pequeño, como en El libro de la selva, los límites de lo posible, la existencia del peligro, la necesidad de la ley.

El niño, convertido en adulto, habrá adquirido su autonomía, su
independencia material, pero también, y sobre todo, el juicio
suficiente para tomar iniciativas y asumir responsabilidades.

Es primordial que padre y madre tengan una relación distinta con el
niño, pues éste tiene expectativas diferentes de cada uno de ellos. La
madre no puede dejar que su hijo crea que ella basta para satisfacerle
en todo. Es necesario que él se identifique sexualmente desde el inicio
de su desarrollo.

Los primeros problemas de identidad suelen ser los que se
refieren a la identidad sexual. Los padres deben reconocer el sexo que
la naturaleza ha dado a su hijo, para que éste pueda asentar
verdaderamente su identidad
(1)

La naturaleza, lo queramos o no, continúa imponiéndose. El ejemplo
del padre de la histórica Reina Cristina de Suecia es un caso conocido:
quiso que su hija se educase como un hombre, y toda su vida fue una
mujer desequilibrada.

Normalmente, ambos padres tienen un mismo nivel cultural, pero
incluso así, cada uno de ellos transmitirá la cultura de un modo
distinto. La capacidad de síntesis que se reconoce al sexo masculino,
equilibrará el punto de vista más sentimental y sensible expresado por
la madre. Pero cada uno de ellos transmitirá sus cualidades propias, de
modo que, de nuevo, la diferencia es fecunda.

Parece ser que Napoleón sentía gran admiración por su madre, y su biógrafo, Jacques Bainville, cita este hecho y añade: Como todos los grandes hombres, sabía cuánto le debía. El padre de Mozart también fue un pedagogo extraordinario... ¡sin Leopold no habría existido Wolfgang!

En conclusión, conviene que recordemos que no hay padres ni madres
perfectos, pero sin el reconocimiento de nuestra diferencia de
identidad como hombre y mujer, no podemos dar a nuestros hijos la
imagen que les resulta indispensable para saber quiénes son ellos
mismos. El éxito de una educación se manifestará en la percepción del
amor humano que tenga un joven, que para que sea real, deberá basarse
en la diferencia y la complementariedad de los sexos.

La mundialización nos preocupa; la construcción de la Europa unida
decepciona a muchas personas, pues todos somos responsables del futuro
del mundo. Pero me gustaría recordar las palabras de Mary Ann Glendon,
líder de la delegación de la Santa Sede en la Conferencia de Beijing de
1995 sobre la mujer:

Nosotras, mujeres y madres, debemos adoptar un papel activo en
el proceso democrático. Si no lo hacemos, nadie más lo hará por
nosotras. Y los hombres deben ayudarnos
.