Cuenta María Simma, experta en el tema del Purgatorio, un caso de la vida real:
Recuerdo a un señor que vino a verme con dos nombres para saber qué había pasado con ellos. Cuando le pedí que me contara un poco de estas personas, se negó diciendo que me había dado esos nombres para ver si yo decía la verdad. Le dije:
—De acuerdo, déme tiempo.
Después de un mes el hombre regresó por la respuesta. Le dije que un ánima, la del hombre, estaba en los lugares más profundos del Purgatorio, mientras que el ánima de la mujer había ido directamente al Paraíso. Le dejé ver las palabras textuales que había anotado en el momento en que las había recibido de un ánima del Purgatorio. El tuvo un shock. Me dijo que yo era una farsante. Le pedí que me comentara algo de estas dos personas.
El hombre era un sacerdote. Según mi huésped el mejor, el sacerdote más pío de toda su zona. La mujer, en cambio, había llevado una vida miserable. Decidí preguntarle a las ánimas, quizás había confundido las respuestas. Después de un tiempo llegó la segunda respuesta idéntica a la primera, y llegó también la explicación: La mujer, que había fallecido primero, había muerto en un terrible accidente bajo un tren. Tuvo tiempo de decirle al Señor: “Es justo que me lleves porque así no podré ofenderte más”. Este único pensamiento hizo que todo su pasado de pecado quedara borrado. Fue directamente al paraíso sin parar en el Purgatorio.
El sacerdote, en cambio, era como lo había descrito el amigo, pero no dejaba nunca de criticar a aquellos que no llegaban a tiempo a Misa como él; se había opuesto a la sepultura de esta mujer en la zona consagrada del cementerio por su mala reputación. Por sus continuas críticas y sus juicios se encontraba en los últimos estadios del Purgatorio. Nunca debemos juzgar.
La concepción y la muerte son dos momentos culminantes en los que Dios está con nosotros ¡por qué no estudiamos estos momentos con la misma atención que dedicamos a otros temas?... (cfr. María Simma y Nicky Eltz, ¡¡Ayúdenos a salir de aquí!!, distribuido por Centro María Reina de la Paz , Frac. La Asunción , Metepec, Toluca 2003, p. 172).
La tumba debería ser sencilla y mantenida con amor, sigue María Simma: Hay que rociarla con agua bendita regularmente y tener una veladora encendida. Estas son las dos cosas que las ánimas gustan de tener. También, junto a la tumba, como en su funeral, ven quien las visita; estas visitas las ayudan a ellas y a nosotros más de lo que imaginamos.
La muerte: un enigma
El máximo enigma de la vida humana es la muerte. Su máximo temor es el de la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar el adiós definitivo. Todos los esfuerzos de la técnica moderna no pueden calmar esta ansiedad humana. “Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia , aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrena (...). Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre” (Gaudium et spes, 18).
“Un solo día pasa el hombre sobre la tierra y sin embargo lo vive mal”, reza un dicho popular. En el mundo moderno todo funciona como si la muerte no existiera. Nadie cuenta con ella. Para el habitante de Nueva York, París o Londres, “la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla”, dice Octavio Paz. Y lo vemos en el famoso corrido de “ La Adelita ”: “si me han de matar mañana, que me maten de una vez”.
En Estados Unidos se va al entierro y no hay entierro. Termina la ceremonia y cada uno se va a su casa, después se lleva a cabo el entierro, ya sin gente. En algunos países europeos esconden los panteones. Se elude la hora de la muerte, cuando hay que verla como parte de la vida. En México, en algunas regiones, nos vamos a comer al panteón el día de los muertos.
Algunas personas tienen el yerro de no ir a las raíces de los males. La vida tiene significado porque vamos a morir. La consideración de la muerte pone a cada cosa en su sitio, y otorga a lo cotidiano, a cada acción por nimia que sea, un valor inusitado, rescata el valor del instante y de la cotidianidad. Nuestra cultura huye de la consideración de la muerte. Jorge Manrique (1440-1473) dice, en las Coplas a la muerte del maestre de Santiago, don Rodrigo Manrique, su padre:
Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte,
contemplando,
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte,
tan callando:
Cuán presto se va el placer,
cómo después de acordado,
da dolor,
cómo a nuestro parecer
cualquiera tiempo pasado
fue mejor (...).
Nuestras vidas son los ríos
que van a dar en el mar,
que es el morir.
Allí van los señoríos
derechos a se acabar
y consumir (...).
El poeta Jorge Manrique nos invita a contemplar la muerte con serenidad. La presenta como motivo para ordenar nuestro vivir y como ocasión para que el ser humano manifieste nobleza. Comenta:
Si fuese en nuestro poder
hacer la cara hermosa
corporal,
como podemos hacer
el alma tan gloriosa,
angelical,
¡qué diligencia tan viva
toviéramos toda hora
e tan presta,
en componer la cativa,
dejándonos la señora
descompuesta!
Para todo ser humano la muerte es un trance tan amargo como ineludible. El cristiano sabe por la fe que la muerte es tan solo una puerta que nos hace entrar en un nuevo mundo, temido cuanto desconocido. Y que, como dicen los italianos, una buena muerte salva una mala vida.
En De la brevedad de la vida, escribe Séneca: “Salvo unos pocos hombres, a todos los hombres los abandona la vida en el momento mismo en que se disponen a vivirla”. No tenemos seguro ni un solo día.
«De todos los males humanos, el peor es la muerte.» Ella constituye «el dolor más extremo de todos los que el hombre puede padecer, porque nos despoja del más amado de todos los bienes: la vida.» Estas expresiones implacables proceden de Santo Tomás de Aquino. Contra todas las sentencias más o menos estoicas, según las cuales deberíamos aceptar la muerte como algo natural, pues todo lo que nace está destinado obviamente a morir, la muerte continúa siendo para todos «no sólo algo espantoso, sino algo incomprensible…, una violación, una afrenta, un escándalo» (J. Maritain). Freud dijo drásticamente: «en el fondo, nadie cree en la propia muerte»; pero todos, sin excepción, nos esforzamos por vivir como si la propia muerte fuera real tan sólo en teoría.
Nadie puede vivir sin saber con qué fin existe. “La evasión contemporánea más elemental ante la muerte es el silencio, dice Carlos Llano, como si el problema desapareciera no hablando de él”.
Caminamos por la vida, entre fatigas y amores, entre amigos y contrincantes, siguiendo la marcha colectiva hacia la conquista del éxito, de la seguridad, de la independencia y de la satisfacción…; pero, de pronto, rasgan el aire las notas sutiles de las flautas de la muerte y lo imposible se convierte en realidad: una persona amada se desploma junto a nosotros, y nuestro amor, nuestros cuidados y nuestra ciencia se demuestran impotentes y ridículos. Procuramos darnos ánimo y emprendemos de nuevo la carrera, nos aturdimos con nuevas empresas, ideales e ilusiones, pero una angustia secreta nos muerde el alma y temblamos ante la eventualidad de que cualquier día se levante otra vez el son de las flautas plañideras, sin saber por quién será en esa ocasión. Sólo el amor descubre la crueldad de la muerte.
Los mismos santos que fueron al encuentro de la muerte propia como quien va a una fiesta no supieron disimular su escalofrío y su congoja ante el fallecimiento y los despojos de los seres amados. Este nuevo modo de hablar nada tiene que ver con la sonrisa feliz de algunos creyentes inundados de gracia que saludan a la muerte como al encuentro mil veces deseado del Rostro de Dios, no más vislumbrado «como en un espejo» en sus imágenes y huellas temporales y terrestres, sino sin velos, cara a cara. Si el pensamiento de la muerte puede ciertamente estimular a todo hombre, como incluso ha sabido recoger la psicoterapia existencial de Viktor E. Frankl, pues despierta el sentido de responsabilidad e ilumina las tareas a asumir en la vida, no extrañará que la fe en aquel Señor que un día hizo enmudecer las flautas de la muerte, frente a la casa de Jairo, y convirtió el morir en un plácido morir y el féretro en una cuna, logre resolver la natural rebeldía en una rendición amorosa. (Del libro Psicología Abierta Ed. Rialp).
El literato inglés C. S. Lewis siempre defendió que “la vida sin una doctrina de las cosas postreras sería simplemente un túnel de desesperación”. Así, afirmaba que cuando cayese la bomba H siempre tendríamos esa décima de segundo para poder decir: “Tú eres sólo una bomba, yo soy un alma inmortal”. O también: “La naturaleza es mortal, pero nosotros viviremos fuera de ella; cuando todos los soles y nebulosas hayan desaparecido, cada uno de nosotros vivirá”.
La muerte no es el final, es el principio. La muerte es la vida, es el descanso, es encontrar al amor, si se ha vivido bien, o si no ha vivido tan bien pero hay arrepentimiento. Hay un juego que se llama “engarróteseme allí”, así pasa con la muerte, la voluntad de esa persona queda petrificada en el bien o en el mal.
Al final de nuestra vida, quizás digamos lo que aparece escrito en la tumba de Miguel de Unamuno: “Méteme, Padre eterno, en tu pecho, misterioso hogar. Dormiré allí, pues vengo deshecho de