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La crisis de la modernidad

La
idea de que los valores son una creación individual se remonta a muchos
años atrás. De los años sesenta a los ochenta, esta corriente
ideológica se infiltró en el sistema educativo americano hasta llegar a
ser el modelo más popular.

En las escuelas, más que enseñarse a los alumnos a reconocer los verdaderos valores y a ponerlos en práctica, se les instaba a esclarecer
sus propios valores sin hacer mucho caso de la realidad objetiva. Se
exigía a los profesores, además, que propiciaran una mentalidad abierta
en los alumnos, dejando de lado los prejuicios y las imposiciones
cuando se trataba de valores. Se aplicó esta técnica por igual al
hablar de la ética sexual, del respeto a los propios padres y a la
autoridad, del uso de drogas, del aborto, de la eutanasia y de otras
cuestiones de la vida humana. Los efectos han sido tan vastos y
asoladores que muchos ya no logran distinguir sencillamente entre lo
bueno y lo malo, entre lo justo y lo injusto. Como ha dicho
recientemente el escritor francés André Frossard: La primera premisa de la modernidad es que no hay valores, ningún valor en absoluto; sólo hay opciones y opiniones.
Esto equivale a decir que se ha perdido el sentido de la objetividad de
los valores, para fijarse sólo en los valores que cada uno se cocina
por su cuenta.

Imagínate al profesor de química explicando tranquilamente en clase: La
sal común se designa con la fórmula NaCl porque generalmente se cree
que está compuesta de sodio y cloro. Por supuesto, si alguno de ustedes
no está de acuerdo, puede proponer cualquier otra combinación de
elementos y tendremos en cuenta su opinión con el mismo respeto y
consideración que la opinión de la mayoría.
Esta escena, por
supuesto, es impensable. En la educación actual existe una firme
convicción de que las matemáticas, las ciencias naturales y las
ciencias verificables empíricamente pertenecen al dominio del saber,
de la certeza; mientras que la religión, la ética, la metafísica y
otras disciplinas similares pertenecen al dominio de la opinión y de
las inclinaciones personales. De acuerdo con esta mentalidad, los
valores no tienen nada que ver con la realidad objetiva, sino que
dependen de lo que cada uno acepta o elige creer. Esto equivale a
decir, en resumidas cuentas, que no existe ningún valor absoluto para
el hombre.

Aunque la sociedad moderna quiere proclamarse totalmente imparcial
ante los valores, existen, con todo, al menos dos valores que suelen
presentarse como absolutos: el valor de la tolerancia y el valor del pluralismo.

¿Tolerancia auténtica, o un sucedáneo barato?

¿Pluralidad o pluralismo?

¿Libertad o anarquía?

¿Tolerancia auténtica, o un sucedáneo barato?

La tolerancia, es decir, el respeto incondicional a los demás y a
sus ideas, se promueve como el bien supremo e inequívoco. La tolerancia
es, sin duda, un gran bien, pero no es el único bien. La tragedia empieza cuando se llama tolerancia a lo que no es más que indiferencia o escepticismo.

La indiferencia consiste en no preocuparse, ni siquiera interesarse, por los demás. Cada uno puede pensar lo que quiera, con tal de que no perjudique a nadie, especialmente a mí. Esta actitud se ve reflejada, por ejemplo, en el famoso No te metas en lo que no te importa.. ¿Alguno consideraría intolerancia desear que todo el mundo goce de buena salud o sea bien educado aunque esto implique intolerancia
contra la enfermedad y la mala educación? La verdadera tolerancia de
ninguna manera implica indiferencia en relación con nuestro prójimo.

El escepticismo, por otra parte, consiste en dudar de la existencia
de la verdad o, al menos, de nuestra capacidad para encontrarla. Relega
los valores personales al ámbito de la opinión, que se contrapone al de los hechos. Los hechos se pueden mostrar; las opiniones son una cuestión personal y es mejor reservarlas para uno mismo.

La confusión se origina en gran parte por no distinguir entre el respeto a alguien y el respeto a las ideas
de alguien. No son lo mismo: Las ideas tienen que ganarse el respeto;
las personas ya se lo merecen, por su dignidad propia. No necesitas
probarme tu valía para merecer mi amor y respeto. Pero, ¿y las ideas?
Las hay de todos tamaños, colores y sabores; verdaderas y falsas;
ridículas y serias, brillantes y aburridas. Te respeto y defiendo tu
derecho a seguir tu conciencia, pero no dudaré en sopesar tus ideas
para escudriñar su propio valor. Algunas serán aceptables; otras quizá
tendrán que ser rechazadas.

La auténtica tolerancia no exige que abandonemos nuestras
convicciones, sino que respetemos la inviolabilidad de la conciencia
ajena y su derecho a seguir sus creencias. Implica también reconocer
como intrínsecamente malo el uso de la fuerza para cambiar el modo de
pensar de alguno, aunque estemos ciertos de que está equivocado.

Ahora bien, no es correcto el decir que las teorías verdaderas son toleradas;
se aceptan, más bien, porque son razonables, por su propio peso. Los
errores, en cambio, algunas veces son tolerados en vista de un bien
mayor: por ejemplo, el respeto hacia una persona. Esta es la esencia de
la genuina tolerancia. Con respeto, pero con decisión, debemos
esforzarnos por guiar a los demás hacia una existencia cada vez más
plena, mostrándoles el camino que lleva a los valores superiores.

El considerar la tolerancia como valor absoluto conlleva finalmente
un serio problema: no se puede tolerar cualquier cosa. No toleramos la
viruela, ni el abuso de menores, ni la contaminación de aceite en los
mares, ni otros muchos males que aquejan a la sociedad.

George Bernard Shaw escribió: Podemos hablar de tolerancia como
queramos, pero la sociedad siempre tendrá que trazar en alguna parte
una línea divisoria entre la conducta aceptable y la locura o el crimen
.

¿Pluralidad o pluralismo?

Juntamente con la tolerancia, la sociedad contemporánea promueve el valor del pluralismo.
El pluralismo se puede entender de dos maneras. Uno es el
reconocimiento objetivo de que existe la diversidad. El otro considera
que se ha de buscar como ideal una creciente diversidad.

De acuerdo con el primer significado, el pluralismo es un simple reconocimiento de que la pluralidad
existe y que, por tanto, se han de tomar en cuenta los diversos modos
de pensar y de comportarse. Las personas que son diferentes tienen
necesidades diferentes; hemos de tomar en consideración las necesidades
particulares de todos y no sólo las de aquéllos que son como nosotros.

La otra forma de pluralismo parece más bien una ideología. Esta
ideología sostiene que para que haya una sociedad perfecta o ideal es
necesario construirla sobre la variedad más amplia posible de valores.
La variedad es buena. La uniformidad es mala.

A primera vista esta postura parece plausible y los argumentos de
los expositores convincentes. Después de todo, ¿no le da la variedad sabor
a la vida? La variedad de los valores, dirán, añade a la belleza de la
sociedad lo que la diversidad de las flores añade a la belleza de un
jardín o la variedad de los instrumentos a la belleza de una orquesta.
Sin embargo, nos topamos con dos dificultades. Ante todo, ¿es la
variedad un bien absoluto? Parecería, más bien, que es buena en la
medida en que complementa y perfecciona el todo. En el caso del jardín,
es verdad que el añadir diversas especies de flores aumenta la belleza
y la armonía del conjunto, pero sólo porque cada una de ellas es bella en sí misma.

¿Qué pasaría si dispersásemos latas de cerveza, bolsas de plástico
y cáscaras de naranja en medio de las flores? La variedad aumentaría,
pero se destruiría la belleza. De modo similar, un valor humano
completa y perfecciona nuestra naturaleza y contribuye a la armonía de
la persona. La variedad es buena solamente cuando los elementos
individuales que la componen son buenos.

Ningún organismo puede constituirse de pura diversidad. La unidad
fortalece, la división debilita. Los padres fundadores de los Estados
Unidos escogieron como lema De todos, uno. Esta elección
manifiesta la diversidad de los orígenes y de las culturas del nuevo
pueblo. Al mismo tiempo, podemos percibir el proceso claramente
unidireccional: no de homogeneización, sino de unificación.
Muchos individuos, de muy diversos antecedentes sociológicos y
culturales, se juntan para conformar una nación basada en ciertos
valores comunes. Aquí no hay traza de ese moderno multiculturismo
que quiere acentuar las diferencias. Se ve, más bien, el deseo de
formar una unidad, enriquecida con la natural diversidad de sus
miembros.

La fuerza de toda asociación, nación o sociedad puede medirse pro
la unidad fundamental de sus propósitos y de sus ideales. El conocido
adagio romano divide y vencerás, que sintetiza una estrategia
militar altamente efectiva, nos da la clave para prever los posibles
efectos cuando se busca deliberadamente la división interna. Como
enseña la experiencia pensemos en Bosnia y Rwanda; el acentuar las
diferencias obtiene muy pocos frutos, aparte de conflictos, odio y
guerra.

La segunda falacia de este argumento es la suposición de que toda uniformidad es mala. Yo diría, más bien, que el conformismo y el inconformismo
son siempre parámetros insuficientes para actuar, mientras que la
uniformidad puede ser buena o mala dependiendo de otros factores.

El conformista y el que se opone obstinadamente a todo no son
contrarios, aunque lo parezcan. En realidad sólo cantan dos versiones
de la misma pieza. Su mayor defecto es que asumen la conducta de los
demás como criterio para sus acciones, en lugar de apelar a sus propios
principios. El conformista es un imitador de la conducta ajena. El
opositor obstinado observa el proceder de los demás y actúa, como por
reflejo, de modo diverso. En realidad, estos dos comportamientos
demuestran inseguridad y excesiva dependencia de los demás. El
conformista y el opositor dejan su libertad personal en manos de la
moda, de la opinión pública, de lo que es socialmente aceptable, en
lugar de tomar decisiones basadas en sus propias convicciones.

La uniformidad, en cambio, resulta natural y buena si lo que todos
escogen es un valor en sí mismo. Si nadie copia en el examen de
biología, y Carlitos tampoco, no quiere decir que él sea un borrego o
una víctima de la presión ambiental. Él es honesto porque la honestidad
es un valor en sí mismo. Su decisión es independiente de lo que hagan
los demás.

Si todos fuésemos leales, rectos y trabajadores, tendríamos más
uniformidad, y no por eso la sociedad se tornaría insípida o aburrida.
La uniformidad o la mismeidad es secundaria.

¿Libertad o anarquía?

Surge incluso un problema aún mayor y de más graves consecuencias
cuando se cree que los valores son puramente subjetivos. Si afirmamos
que no existe ningún bien para el hombre fuera de sus deseos personales
e individuales, estamos preparando el pedestal para la anarquía. La
sociedad propondrá la tolerancia como principio, pero siempre habrá
quién verá las cosas de otro modo. Puesto que los valores no se pueden imponer,
el intolerante tendrá el mismo derecho a su postura como el tolerante.
Y lo mismo cabe decir del antisemita, del distribuidor de droga y del
asesino. Si no existen valores objetivos y absolutos que sirvan de
referencia, cada uno jugará con sus propias reglas.

Alguno dirá: Sí, es verdad, pero allí es donde interviene la
ley. La ley nos protege del fanatismo, preserva el bien común y
mantiene el orden social.
Es cierto; las leyes son útiles, incluso
necesarias, pero ellas mismas deben apelar a los valores universales
como la justicia, la imparcialidad, el orden social, el bien común. La
ley no es una mera convención; se apoya en valores objetivos y en los
derechos universales.

Si no hay valores absolutos, la ley pierde todo su fundamento; no
hay parámetros para evaluar los actos de los políticos, de los
criminales, de los dictadores; ni siquiera para evaluar las mismas
leyes particulares. La ley no será más que un valor arbitrario más,
respaldado por la fuerza. Siempre ha sido verdad que quien está en el
poder puede realizar su voluntad y dominar a quien no esté de acuerdo
con él. Pero éste es el código de los salvajes. Pensemos en las
atrocidades cometidas en Francia después de la Revolución, bajo el
reinado del terror. Robespierre presumía de encarnar la voluntad general y amparado en este título no vaciló en masacrar a sus opositores.

Un grupo de personas o una ley pueden estar equivocados lo mismo
que un individuo. Una determinada sociedad puede votar a favor de la
esclavitud o del aborto o del exterminio de parte de su población.
Hitler fue elegido democráticamente, pero la legalidad no garantiza la
legitimidad moral o el valor de estas acciones. Cuando se cree que el
derecho no es más que el capricho de cada hombre, es lógico que impere
la ley del más fuerte. Por eso, para que la ley pueda de verdad
promover el bien común, tiene que apoyarse sobre el fundamento sólido
de valores objetivos.

Tomado del libro: Construyendo sobre roca firme