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Jugando a casarse

Luis A. Treviño

¿Nunca
ha oído la historia de algun antepasado, quiza su papá o abuelo, y
sobre lo difícil que se las vieron cuando se casaron, sin dinero y sin
ayuda?

A mí me ha tocado y los oigo hablar de ese pasado con un cierto
orgullo por salir adelante solos con su valor y la ayuda de su cónyuge.
Son matrimonios sólidos basados en su amor por el otro y en la
convicción de que toda empresa que se quiere sacar adelante implica
esfuerzo; y no hay empresa más grande ni mas díficil que un buen
matrimonio.

Uno podría pensar que si estas personas vieran a algunas de las
parejas que se casan ahora, con la casa puesta, el carro en la puerta,
el negocio instalado y toda su vida resuelta, dirían que les tocó la
mejor época.

Pero nada más lejos de esto. Los que pasaron por épocas difíciles y
salieron adelante, no quieren olvidar su pasado, sino que por el
contrario, sienten que fue la base que cimentó lo que han logrado,
tanto en lo material como en lo espiritual. No le quiero decir con esto
que fue su mejor etapa, pero sí necesaria.

Empezaron solos, con lo que podían en ese momento, sin espejismos,
ni subsidios y, aunque esto les causó incomodidades y privaciones, no
tomaron una actitud negativa, porque sabían que se tenían el uno al
otro. Además, le encontraron un sentido a su sufrimiento, palabra
inadmisible en nuestros tiempos. Y gran parte de la culpa es de los
papás.

Como siempre -me incluyo-, no queremos que nuestros hijos pasen
incomodidades. Desde niños los dejamos a la puerta de la escuela para
que no caminen, les simplificamos todo para que no batallen y les
dejamos muy claro el mensaje: sufrir y batallar no tiene sentido.

Después, cuando estos niños se casan, los papás les quieren
resolver hasta el último detalle. Si sólo podía ir de luna de miel a
una playa mexicana, no importa, sus papás les pagan el viaje al
extranjero. Si no podían vivir más que en un departamentito, no
importa, sus papás les pueden regalar una casa o un departamento más
grande. Si sólo podían tener un carro para los dos, aprendiendo a
compartir y a ceder, no hay problema, sus papás les regalan otro para
que no se agobien.

Por querer hacerles el camino fácil, se lo hacen cada vez más
difícil, porque llegará un momento en que mamá y papá ya no estarán
allí, o si están, no podrán resolver otros problemas más serios.

Son estos niños jugando a casarse quienes, a la primera
dificultad en su matrimonio deciden mandarlo todo a volar, porque
luchar por sacarlo adelante cuesta mucho trabajo y ellos no estan
acostumbrados a luchar.

¿Para qué? Si todo se les da siempre sin hacer esfuerzo. En el libro The Road Less Traveled
(El camino menos viajado) M. Scott Peck comenta que la vida es difícil,
y una vez que lo sabemos, lo entendemos y lo aceptamos, entonces deja
de serlo.

La vida es una serie de problemas. Aceptándolos y resolviéndolos es
como el individuo crece. He ahí la importancia de que nuestros hijos
aprendan a resolver sus propios problemas. Tal vez esté pensando que
eso de resolver los problemas de los hijos sólo pasa en las familias acomodadas,
que son las únicas que se pueden dar el lujo de mantener otra familia
además de la suya. Pero, excluyendo a los que se encuentran en extrema
pobreza, se asustaría si supiera cómo ayudan los papas de todo tipo de
estratos sociales a sus hijos a no sufrir.

Un chofer que conozco desde niño, trabajó durante toda su vida de
sol a sol sin faltar un solo día. Logró acumular un capital estable y
comprar su casa y los terrenos de a lado. Ahora que sus hijos se
casaron, él les dió un terreno a cada uno, les ayudó a hacer su casa y
les da dinero cada vez que puede. Él sigue trabajando igual, con la
misma filosofía de esfuerzo continuo con la que empezó hace ya casi
cuarenta años. Tiene una familia muy bonita, que les costó mucho
trabajo a él y a su esposa sacar adelante, y el orgullo se le nota. Sus
hijos son trabajadores, pero ni remotamente como él. Lo peor de todo
esto, es que no lo hace con mala intención.

Si estuviéramos conscientes del daño que hacemos a nuestros hijos
al leerles el pensamiento y cumplirles todos los caprichos, estoy
seguro de que no lo haríamos. Pero a veces sentimos que es nuestro
deber y otras veces queremos que tengan todo lo que nosotros no
tuvimos. Un amigo me comentaba que fue a una cena y un sacerdote les
dijo a los allí presentes, en su mayoría jóvenes matrimonios de
muchachos emprendedores, que les estaban dando a sus hijos demasiadas
cosas. Uno de ellos le contestó que ellos simplemente querían que sus
hijos tuvieran todo lo que ellos nunca pudieron tener. El sacerdote le
dijo: Ustedes tienen lo que tienen, precisamente por lo que no tuvieron.

Vuelvo a lo mismo, estos niños mal acostumbrados, son pésimos a la
hora de sacrificarse. Y no me refiero a un gran sacrificio, sino a algo
tan simple como ceder en la convivencia diaria.

En un matrimonio siempre hay prioridades a la hora de comprar algo.
¿De quién serán las prioridades? ¿De él? ¿De ella? Si ninguno
acostumbra prescindir de lo que le gusta, ¿cómo le harán? En el mejor
de los casos, aprenderán a estirar, aflojar y batallar antes de llegar
a un acuerdo. Pero, si el egoísmo está tan arraigado que no hay manera,
¿entonces qué?: llega el divorcio, claro, por incompatibilidad de
caracteres y se acabó. Asunto arreglado.

Desgraciadamente la incompatibilidad de caracteres es nada menos
que la imposibilidad de convivir con los demás, sólo que con el cónyuge
se nota mucho más, porque allí sí viven juntos. Eso sólo viene del
egoísmo, y éste viene de estar acostumbrado a ser el centro de
atención, a que la vida gire a su alrededor, y eso, desgraciadamente,
se enseña en la casa, en donde se prepara a los matrimonios del futuro.

Así que, la próxima vez que su hijo tenga algún problema, ayúdele
si quiere, pero no se lo solucione. No lo subestime, le aseguro que
saldrá adelante. Esto será una gran ayuda para su futuro yerno o nuera.
Ellos se lo agradecerán.