Igual dignidad del hombre y de la mujer en la donación de sí
mismos
Cardenal Norberto Rivera Carrera
Cristo les ha enseñado
a abandonar su antiguo modo de vivir,
ese viejo yo, corrompido por deseos de placer (...)
Dejen que el Espíritu renueve su mente.
Las palabras tan luminosas que San Pablo nos dirige en
la liturgia de este domingo, son palabras que tienen que llegamos al
corazón, a lo más profundo de nosotros mismos, pues son palabras que nos
interrogan con seriedad sobre el comportamiento que estamos teniendo en
nuestras vidas.
San Pablo hace una distinción muy clara entre quienes conocen a Cristo y
quienes no lo conocen, entre quienes tienen fe en Cristo y quienes no la
tienen, pues esto debe diferenciar el modo de actuar de las personas.
Quien conoce a Cristo, no puede actuar de cualquier manera en su vida, ya
que tiene un criterio, un modelo al que seguir, y si no lo sigue está
viviendo en la inautenticidad.
Algunos quisieran reducir el influjo de Cristo nada más a ciertas áreas de
la vida humana, facetas puramente religiosas, como si Cristo sólo tuviese
algo que decir al hombre para que rece mejor, y no para que comprometa
todo su actuar. Por ello, el comportamiento del auténtico cristiano no
puede ser de cualquier estilo, sea en la medicina, sea en la enseñanza, en
la economía, en la política, en los negocios, en las diversiones, en la
familia.
Precisamente es el campo de la familia en el que quisiera reflexionar hoy
como un lugar en el que es muy necesaria la visión de Dios, la percepción
de esta realidad desde una nueva mentalidad. Nueva mentalidad que no es
necesariamente la aceptada por el pensamiento moderno; es nueva porque
está renovada por la Palabra de Dios. Se trata de ver la familia desde la
perspectiva de la autenticidad de las relaciones conyugales y familiares,
que consiste en la promoción de la dignidad y vocación de cada una de las
personas que la constituyen.
Parecería que hoy la familia habría superado la diferencia entre sus
miembros, que en el hogar moderno todos son iguales y que a todos se les
respeta según su dignidad. Sin embargo, ante lo que se observa, debemos
volver a afirmar que el criterio primario de las relaciones en la familia
no puede ser el poder que tenga cada uno de los que la componen, es decir,
no puede valer más en una familia quien es más inteligente, o más sano, o
con más capacidad económica que los demás, sino que es la dignidad de cada
una de las personas que forman el hogar lo que ha de fundar las relaciones
familiares. No obstante, constatamos con triste frecuencia, que en
nuestras familias no todos son respetados como personas, o no todos son
respetados en su identidad de personas.
Cabría preguntarse si los esposos son siempre conscientes de la igualdad
sustancial que existe entre ellos, o si, más bien, no hay todavía
prepotencia e imposición. Sería bueno interrogarse si nuestra sociedad,
que se declara tan respetuosa de cada uno de sus miembros, aprecia y en
esto quiero fijarme de modo particular, a la mujer, que está llamada a
ser, por dignidad y vocación natural, madre, esposa y colaboradora del
desarrollo de la sociedad.
Cuántas veces la sociedad se estructura de tal manera que la mujer se ve
obligada a tener que salir contra su voluntad a realizar trabajos que la
apartan de la dedicación que debería tener hacia sus hijos. Cuántas veces
las familias se ven sujetas, contra su querer, a reducir el número de
hijos, porque la organización de nuestra sociedad fuerza a la mujer a un
trabajo que no le permite, o que la discrimina, en el caso de que se
embarace o tenga que cuidar a sus hijos pequeños.
Cuántos casos observamos de mujeres que deben, una vez completada su
jornada laboral semejante a la del varón, empezar una segunda ocupación,
poniendo en orden el hogar que tuvieron que desamparar en la mañana.
Cuántas situaciones en que los hijos crecen sin que nadie les dé otra
atención que, en el mejor de los casos, la del fin de semana, porque ambos
progenitores han de salir a trabajar, o la actividad que realizan es de
tal índole que, al final del día, ya no hay ni tiempo, ni ganas, ni
fuerzas, para llegar a casa y educar a los hijos.
No nos damos cuenta de que el problema principal en todo esto es que el
trabajo en el hogar no goza de estima y reconocimiento, por el simple
hecho de que no es pragmáticamente remunerativo o productivo para los
criterios de la sociedad. En cuántas ocasiones una supuesta liberación de
la mujer no hace otra cosa sino reducirla a una pieza productiva más,
dentro del mecanismo de desarrollo de la sociedad. Y, sin embargo, tenemos
que advertir que, sin el trabajo que se realiza en el hogar, ningún
empleado, ningún obrero, sería rentable en su labor. Pues, ¿quién tiene
ganas de trabajar cuando su casa es un simple hospedaje? ¿Quién se siente
estimulado para tener una mejor empresa, o trabajar mejor en ella, cuando
no hay quien atienda con amor sus necesidades básicas en el hogar?
Todo esto nos hace ver que los reales costos sociales del trabajo obligado
de la mujer fuera del hogar son muy altos, pues conducen a una sociedad
quizá más rentable mecánicamente, pero menos productiva humanamente. Más
aún, llevan a una colectividad en la que el ser humano se ve reducido a un
objeto, que vale y es tenido en cuenta en tanto es capaz de generar más
recursos. No creo que ésta sea la comunidad que cada una de nuestras
familias quiera dejar a las generaciones venideras. Por todo ello, la
sociedad debería estructurarse de tal manera que las esposas y madres no
fueran, de hecho, obligadas a trabajar fuera de casa.
Decíamos que el cristiano auténtico no puede contemplar de cualquier forma
las realidades de la tierra, no da igual cómo el cristiano valora la
pobreza, el sufrimiento, el crimen del aborto, o cómo el cristiano mira a
su prójimo: al enfermo, al marginado; cómo el cristiano ve a otro hombre,
ni cómo el cristiano aprecia a la mujer. De aquí que cada uno de nosotros,
como católicos, tengamos que volver a afirmar y a esforzamos por construir
una sociedad en la que la verdadera dignidad de la mujer sea respetada. La
dignidad de la mujer encuentra, como obstáculo y oposición persistente, la
mentalidad que considera al ser humano no como persona, sino como cosa,
como objeto de compraventa, al servicio del interés egoísta y del solo
placer.
Una cultura así tiene a la mujer como su primera víctima. Esto que sucede
en el área laboral, acaece también en los medios de comunicación, de la
publicidad. Por ello, cuanto más estimemos, como mentalidad, el papel de
la mujer en su dimensión conyugal y materna, es decir, en su dimensión
personalista, y no sólo en su dimensión productiva, monetaria, más
estaremos respetando lo que es la mujer en verdad, porque la estaremos
viendo más desde la óptica de quien hizo a la mujer, desde la óptica de
Dios.
La verdadera promoción de la mujer exige que le sea claramente reconocido
el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones y
profesiones que pueden llevarse a cabo. Pues las tareas que se realizan
fuera del hogar son realidades en que el ser humano hace cosas, mientras
que la esponsalidad y la maternidad en la mujer, como la esponsalidad y la
paternidad en el varón, son asuntos en los que la persona humana es.
Ningún programa de "igualdad de derechos" del hombre y la mujer es válido
si no se tiene en cuenta la realidad más profunda de lo que significa ser
madre en la mujer. Cuántas veces una supuesta liberación de la mujer no
hace otra cosa sino reducirla a una pieza productiva más dentro del
mecanismo de desarrollo de la sociedad. Es por ello necesario descubrir el
significado original e insustituible del trabajo de la casa y la educación
de los hijos. Por lo demás, no hay duda de que la igual dignidad y
responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso
de la mujer a todas las funciones públicas.
Es muy claro que el criterio cristiano sobre la misión de la mujer en el
matrimonio y en la sociedad no va a ser siempre idéntico al criterio de la
mentalidad circundante. San Pablo habla de dos mentalidades: una que él
llama antiguo modo de vivir; viejo, corrompido, y otra que denomina el
dejar que el Espíritu renueve su mente, y revístanse del nuevo yo. El que
la mujer tenga la misma dignidad que el hombre, y una tarea insustituible
en el hogar y la educación de los hijos, es una sabiduría que no va a ser
siempre aceptada por la sociedad en la que el cristiano vive.
Sin embargo, queridos hermanos y hermanas, el modo de percibir las cosas
por parte de la fe católica no sigue a las opiniones que hoy son moda y
mañana no, sino que se apoya en la Palabra de Dios. Por ello, a veces, el
hombre y la mujer de nuestros días, desconcertados ante la realidad que
les presenta la visión católica sobre la mujer, parecen repetir la
pregunta: Al ver eso, los israelitas se dijeron unos a otros: "¿Qué es
esto?", pues no sabían lo que era. La Iglesia responde con las palabras de
Moisés: Moisés les dijo: "Este es el pan que el Señor les da por
alimento". ¿ y qué es lo que la Iglesia, basada en la palabra de Dios,
dice?: que creando al hombre "varón y mujer" (Gn 1, 27), Dios dio la
dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, los enriqueció con
derechos inalienables y con responsabilidades que son propias de cada
persona humana.
La Iglesia, hermanos, hermanas, invita a que el hombre y la mujer se vean
a sí mismos desde la perspectiva de Dios y de su Palabra, que es la verdad
más fundamental, la única que llega hasta el corazón y le responde a todos
sus interrogantes. Quiera el Señor que estas reflexiones que nos preparan
al encuentro que el Santo Padre Juan Pablo II tendrá con las familias del
mundo en Río de Janeiro, nos ayuden a cambiar aquellos aspectos de nuestra
vida que podrían ser fruto de una mentalidad vieja, corrompida por la
criterios llenos de vaciedad. Ojalá que cada una de nuestras familias,
respetando el papel que en ellas desarrollan las mujeres, esposas, madres,
hermanas, puedan construirse cada día a imagen de Dios: en la justicia y
en la santidad de la verdad.