Hasta la segunda década del siglo XX, toda la estructura social y política se regía por estilos masculinos de actuación. Sin embargo, desde el 68 y hasta la actualidad, la cultura femenina se ha ido imponiendo. Por primera vez en la historia de la humanidad, en los países desarrollados, el hombre ha pasado a un segundo plano, cediendo el protagonismo a la mujer, cuyas pautas de comportamiento, exigencias, gustos, preferencias y habilidades son consideradas prioritarias e ideales en una sociedad que sospecha de la masculinidad y la presume malvada y nociva para el correcto desarrollo de la persona.
El gran énfasis que durante años se ha puesto en conseguir la emancipación de la mujer ha provocado un fenómeno colateral con el que nadie contaba: un oscurecimiento de lo masculino, cierta indiferencia, cuando no desprecio, hacia los varones y una inevitable relegación de éstos a un segundo plano. Esta situación, si bien puede ser lógica –han sido muchos los siglos de dominación masculina- no debe ser ignorada o minusvalorada, pues una crisis del varón nos conduce –igual que si se tratase de la mujer- a una crisis de la sociedad entera.
Mientras las mujeres, tras siglos de lucha, están logrando situarse en el lugar que les corresponde conforme a su dignidad y derechos, los hombres parecen estar más desubicados que nunca. Los cambios provocados por el feminismo han dejado un paisaje social prácticamente irreconocible, generando novedades ciertamente confusas, como el nuevo papel del hombre en la sociedad actual. Mayo del 68 significó para ellos el inicio de una mutación en su propia esencia que ha culminado actualmente con la implantación por la ideología de género de la neutralidad sexual, provocando una alteración de las relaciones paterno-filiales y de pareja. Las consecuencias de la despersonalización sexual son peores para los hombres, ya que les ha tocado vivir por vez primera «el tiempo de las mujeres», víctimas históricas del machismo y patriarcado a las que hay que reparar. De ahí las constantes iniciativas que se están tomando en su beneficio: cátedras de estudios sobre la mujer; centros e institutos dedicados a ellas; planes de igualdad claramente discriminatorios para el hombre; cuotas para acceder a puestos de trabajo y cargos políticos; leyes de discriminación positiva…
El papel de las mujeres se ha sobrerrepresentado y asistimos a una clara depreciación del varón, del hombre, del padre, que no sabe qué es lo que se espera de él y que se ve obligado a revisar su masculinidad, no sólo en el ámbito público y profesional, sino incluso en el marco más íntimo de su vida personal y familiar, donde se les exige su transformación en hombres «blandos» o intercambiables con las féminas. Muchas de las aptitudes típicamente masculinas han sido erradicadas y resultan mal vistas: cualquier expresión de virilidad se considera virilismo; la exigencia de respeto se confunde con autoritarismo; el intento de imponer alguna norma en la familia le puede llevar a ser tachado de tirano; la valentía o asunción de riesgos se considera temeridad e imprudencia; y ante la introspección y falta de expresividad emocional se presume la existencia de algún problema psíquico oculto o trauma infantil que convendría liberar.
En cuanto a la función paterna, la sociedad la ha devaluado progresivamente hasta el punto de que la presencia y el papel del padre en la procreación resultan prescindibles y la ingeniería genética amenaza con su total sustitución. Las técnicas de laboratorio han logrado que el origen y dependencia de un padre se esfumen definitivamente. El modelo social ideal y dominante es el consistente en la relación madre-hijo. Y el padre solo es valorado y aceptado en la medida en que sea una especie de segunda madre.
El padre, exiliado, es invitado a convertirse, en expresión de Naouri, en una «madre-bis»; papel éste exigido en muchas ocasiones por las propias mujeres que les recriminan no ser capaces de cuidar, atender o entender a los niños exactamente como ellas lo hacen. De este modo, el padre se ve obligado a olvidar que tiene un papel propio y diferente del de la madre, aunque plenamente complementario y equilibrador, que es absolutamente indispensable para la construcción psíquica del niño, como han demostrado científicos de diferentes tendencias e ideologías.
El deseo de librarse del orden patriarcal ha provocado que la sociedad actual haya desprovisto de valor la función del padre: no les tiene en cuenta, su autoridad ha sido ridiculizada, las mujeres prescinden de ellos de forma manifiesta. En estas circunstancias, cuando el padre no es significativo para la madre, el niño lo percibe y él mismo se coloca en su lugar. En ausencia del padre, surge una relación de pareja entre la madre y el hijo que perjudica el equilibrio psíquico de ambos. El padre, habiéndose ausentado, física o psíquicamente, no juega ya su papel de «separador», que es, precisamente, el que permite al niño diferenciarse de la madre. Los chicos varones lo tienen peor, pues es probable que en la adolescencia utilicen la violencia-transgresión para afirmar su propia existencia, ya que no tienen otro medio de probar su virilidad más que el de oponerse a la mujer-madre. Como señala Anatrella: «cuando el padre está ausente, cuando los símbolos maternales dominan y el niño está solo con mujeres, se engendra violencia». Estos niños, luego, en la edad adulta, tendrán dificultad para ejercer debidamente la paternidad por falta de ejemplos masculinos.
Actualmente, aunque la mayor parte de los hombres manifiestan una clara preocupación por el bienestar y por la educación de sus hijos, la realidad es que, en un elevado porcentaje, no saben cómo ejercer correctamente su papel. Ser padre no es ser simplemente un progenitor más o menos preocupado por los vástagos. Padre, en sentido estricto, es aquel sujeto que ejerce la «función paterna», permitiendo al hijo individualizarse, separándolo de la madre, lo que es indispensable para la correcta construcción psíquica del niño; es aquel que se ocupa del hijo, con el que crece y se identifica. El padre concede al hijo un sentimiento de seguridad y de alteridad frente a la madre, le permite adquirir el sentido de los límites, marca las prohibiciones, sitúa al hijo en el lugar que le corresponde (le impone el orden de filiación frente a sus pretensiones de omnipotencia) y le ayuda a madurar integrándose en el universo del adulto y así en la realidad. El padre impone la «ley simbólica de la familia», de tal manera que el niño, con tendencia a la tiranía, comprende que no es él a quien compete dictar la ley sino a otra instancia exterior representada por su padre. La figura del padre, como limitador o instancia de frustración del hijo, es indispensable para que el niño asuma su propia individualidad, identidad y autonomía psíquica necesarias para realizarse como sujeto. Además, junto con la madre, el padre debe intervenir en la transmisión de saberes familiares, códigos de conducta y valores morales. Para la salud familiar y social es esencial que el padre se comporte como un padre, no como una madre.
Por otra parte, la diferencia de sexos encarnada por el padre, juega un papel de revelación y confirmación de la identidad sexuada. Tanto la chica como el chico tienen tendencia, al comienzo de su vida, a identificarse con el sexo de la madre, y es el padre, en la medida en que es reconocido por la madre, el que va a permitir al hijo situarse sexualmente.
Los papeles de padre y madre no son intercambiables. Los hombres tienen la obligación de colaborar a fondo en las labores del hogar y son fundamentales en la crianza de los hijos. Pero para lograr una seria implicación de los varones en estas tareas necesitan biológicamente sentirse importantes, respetados y valorados en su entera masculinidad. Esta premisa permitirá al padre captar toda la importancia del lugar que ocupa, lo que le pondrá en posición de aceptar ocuparlo responsablemente. La incomprensión hacia los hombres y sus especificidades como padres, está trayendo una serie de consecuencias psicológicas y sociales cuya perversión no ha sido medida honestamente. Los hombres no necesitan que se les «rescate» de su esencia. El problema de la identidad del varón –niño, joven y adulto- no se resuelve relativizando su masculinidad, sino justamente al contrario, mediante su reconocimiento y adecuada valoración.
Es imprescindible una comprensión, tanto de la masculinidad, como de la feminidad, que aumente la autoestima y la dignidad personal, al tiempo que inspire la confianza mutua, la responsabilidad personal, una mayor cooperación y un amor más grande, para solucionar en gran medida la confusión que origina el trato con el sexo opuesto y el esfuerzo por comprenderlo, resultando una forma inteligente de evitar conflictos innecesarios y favorecer la colaboración entre hombres y mujeres en todos los ámbitos de la vida.
Sin embargo, hoy las políticas y medidas administrativas, en contra de las voces de científicos alertando sobre la necesidad de atender adecuadamente a las diferencias biológicas existentes, siguen empeñadas en emancipar subjetivamente a los individuos de la diferencia sexual, y proclaman que los sexos son idénticos e intercambiables, lo que contribuye a organizar la sociedad sobre la base de la ambigüedad y el desconcierto, desestabilizando el vínculo social que representan la pareja y la familia, y generando a nivel personal frustración y desencanto.