Hablaba hace poco con una relevante personalidad eclesial, hispanoamericana, buen amigo, y seguidor apasionado, desde Chile, de la realidad actual española.
En tiempos no muy lejanos, España ha sido para las naciones hermanas, un referente obligado a tener en cuenta y un ejemplo a seguir en tantos aspectos políticos, sociales y religiosos.
Con cierta tristeza, no exenta de dolor y realismo, me confesaba: “España, amigo mío, actualmente, es un muerto sin alma. Ha dejado su puesto de liderazgo, y su ejemplaridad se ha oscurecido en la defensa de los valores trascendentes. Poco o nada cuenta ya en el concierto global de naciones y nosotros hispanoamericanos, seguimos desconcertados y confusos el panorama actual español”.
He aquí un duro diagnóstico, que pocos se atreverán a negar y desmentir. Lo menos grave que podemos constatar es que España camina hoy día sin rumbo claro. Se cuestiona su identidad y unidad como nación. Ignoramos de donde venimos y no sabemos a donde vamos.
Se han perdido valores e ideales perennes y se han cambiado por el oropel de las nuevas ideologías, que han ido minando la base de la familia, la religión, la educación y la vida humana. No le falta razón a mi insigne amigo chileno. España es un cadáver sin alma.