Un
día llamaron a la puerta de un convento, y abrió el hermano portero
llamado Barragán. Éste vio con asombro que un hortelano de las tierras
de al lado le entregaba un hermoso racimo de uvas tan grande que le
causó admiración, diciéndole: Hermano, te regalo este racimo de uvas en agradecimiento por la buena atención que me prestas cada vez que vengo al convento.
Sin pensarlo dos veces el hermano portero le dio las gracias por tan
precioso regalo y le dijo que no tardarían mucho en dar cuenta de él.
Apenas salió el hortelano del convento, ya se relamía pensando en
que se lo comería él sólo y no diría nada a los demás. Al fin y al
cabo, se lo habían regalado a él.
Lo lavó y dejó escurrir en un clavo que había colgado en la pared,
mirándolo con alegría por el gran festín que le esperaba. Pero su viva
conciencia le hizo pensar que en el convento había un hermano enfermo
que no gustaba de comer nada, debido a su enfermedad. Este pensó para
sí que sería una buena obra alegrarle el día al enfermo y de paso
llenarle el estómago, tan necesitado de alimento.
Sin pensarlo mucho descolgó el racimo de uvas y se fue a la
enfermería a regalárselo a tan delicado enfermo, quien al ver el racimo
abrió los ojos sobresaltado por su gran tamaño.
El portero le dijo: Hermano Matías, me han regalado este racimo
para mí, pero pensando en su enfermedad y sabiendo que no le apetece
comer nada, quizás estas uvas le abran el apetito. El hermano
Matías le agradeció de corazón que se hubiese acordado de él,
diciéndole que si se moría le tendría muy presente cuando estuviera en
el Cielo con Nuestro Señor.
El portero le buscó una fuente donde le colocó el racimo para que
fuera picando cuando gustara. Dejándolo solo, se fue para la portería a
continuar con su humilde labor.
El enfermo cogió el racimo como pudo e iba a dar buena cuenta de
él, pero pensó que si lo dejaba haría un buen sacrificio para remisión
de sus pecados y bien de su alma y decidió no comerlo y dárselo al
hermano enfermero que le atendía con tanta caridad y se desvivía por él
por las noches.
Gritó al hermano enfermero y pensando éste que le sucedía algo al
enfermo por la insistencia con que le llamaba, acudió rápidamente. Hermano
Esteban, me ha traído el hermano portero este racimo de uvas para que
lo degustara pensando en mi enfermedad, pero ya que no me entra nada en
el estómago y pudiera ser que me hiciera daño, he pensado que se lo
coma usted, que se porta tan bien conmigo. El Hermano Esteban
insistía en que intentara comérselo, pero cuanto más insistía el
enfermero, más lo rechazaba el enfermo. Este decidió comérselo en su
celda dándole las gracias por tan delicioso regalo.
Y mientras caminaba hacia su celda, pensó que mejor que comérselo
él, se lo daría al hermano cocinero que bien se esmeraba para que todos
lo frailes comieran lo poco que les llegaba de la huerta y de
donativos. Bajó a la cocina
y encontrándose con Buenaventura, el hermano cocinero, le dijo: Mira lo que me han regalado, pero te lo regalo a ti para que saborees estas uvas tan hermosas, como hermoso es tu corazón.
El hermano Buenaventura quitándole importancia a lo que decía, le
insistió que se lo diera mejor al prior ya que era tan responsable con
la comunidad.
Y así fue pasando el racimo de hermano en hermano por todo el
convento, hasta que llegó de nuevo a la portería donde el hermano
portero, extrañado y perplejo por el suceso, decidió que no diera más
vueltas el racimo de uvas, y ni corto ni perezoso se lo comió con tal
gusto que le parecieron las uvas más sabrosas que jamás hubiera comido.
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