A
pesar de nuestra familiaridad con ella, sigue siendo una noción confusa
que nos cuesta indicar con el dedo. ¿En qué pensamos cuando escuchamos
la palabra conciencia?
Quiza la imaginación se adelanta y pone frente a nuestros ojos dos
figuritas, prendidas de cada uno de nuestros hombros; una toda vestida
de satín blanco, con alas doradas y una aureola resplandeciente; la
otra armada con tridente, cuernos, vestida de rojo y con una malévola
expresión en el rostro. O, tal vez, viene a la memoria la imagen de
Pepe Grillito, el amigo de Pinocho, exhortando a la traviesa marioneta
a dejarse guiar por su conciencia. En cierta ocasión pregunté a una clase de niños de educación básica, qué es la conciencia. Uno me contestó: es una campanita que empieza a tocar cuando hacemos algo que no debemos. Estos ejemplos nos dicen algo, pero no nos dan una imagen completa.
El bien y el mal
El experimentar la obligación moral es parte de la esencia de
nuestra identidad como personas humanas libres y responsables. En su
libro El problema del dolor, C.S. Lewis lo expresa estupendamente: Todos
los seres humanos que la historia conozca han admitido algún tipo de
moralidad; es decir, han experimentado ante determinadas acciones esa
sensación que puede expresarse con las palabras debo y no debo.
Estas experiencias... no se pueden deducir lógicamente del entorno ni
de la experiencia física del hombre que las vive. Se podrán barajar
todo lo que se quiera frases como yo quiero, me veo forzado, convendría estar bien asesorado, y no me atrevo, pero jamás se extraerán de ellas ni una pizca de un debo y un no debo.
Los intentos por reducir la experiencia moral a cualquier otra cosa
nunca dejan de presuponer precisamente lo que intentan probar.
Es importante reconocer la existencia del bien y del mal objetivos
para apreciar el valor de la conciencia. La conciencia dirige nuestras
acciones hacia el bien, hacia algo que existe realmente y nos atrae.
Nuestra alma posee una tendencia espontánea que le urge, con la fuerza
de un mandato, a hacer el bien y evitar el mal. Esta
inclinación interior tan irresistible no nos la enseñó nadie, ni la
asimilamos de nuestra cultura, ni es una decisión que tomamos por
cuenta nuestra. Es una característica común de todos los seres humanos.
El bien no se identifica simplemente con lo que me atrae o que me resulta agradable o útil. Algo es bueno cuando es lo que debería ser, y algo es ‘bueno para mí’ cuando me ayuda a ser lo que debo ser. La bondad
es la perfección de la naturaleza y la plenitud de la existencia. Una
‘buena comida’ es una comida que cumple lo que debe cumplir: deleitar
el paladar y alimentar. Una comida a base de pastelillos y batido de
fresa no es una buena comida, aunque pueda agradar a algunos paladares,
porque le falta una cualidad esencial: la de alimentar. Un partido de
fútbol es bueno cuando reúne todos los elementos que debe reunir:
competitividad, destreza atlética, jugadas limpias y emoción.
Y ¿qué podemos decir de una persona buena? Sin importar la
abundancia (o escasez) de otras cualidades o talentos, la bondad moral
es siempre el peso que se pone en la balanza cuando se trata de
calificar a una persona como buena o mala. Por ejemplo, ¿cuál podría
ser la calificación de Adolfo Hitler en valores humanos? Tal vez sería
algo así: Valentía 9.5
Astucia 9.8
Inteligencia 9.9
Fuerza de voluntad 10
Valor moral 0
Valor como persona 0
A pesar de sus elevadas notas en algunos sectores, su calificación
como persona refleja su vida moral. El valor moral se sobrepone a los
demás valores. La conciencia es la voz de la verdad, y hace cuanto de
ella depende para preservarnos de vivir en la mentira. Cuando actuamos
bien ratificamos la verdad de nuestro ser. Por otro lado, cuando obramos mal, negamos
esta verdad. El remordimiento de conciencia funciona a modo de alarma
que se activa cuando algún acto cometido no ha sido coherente con la
verdad de nuestro ser.
El verdadero tú
La conciencia no es una especie de policía que está sentado
esperando la ocasión para acusarnos cuando violamos la ley moral. No es
una ley fría, arbitraria y externa, sino una ley razonable, escrita en
nuestros corazones. De hecho, es nuestra propia razón, pero en su papel
de juzgar el valor de nuestras acciones. Santo Tomás de Aquino la
define así: el juicio práctico de nuestra razón que decide sobre la bondad o maldad de nuestros actos humanos.
Tú eres tu propia conciencia. Tu verdadero yo, tu yo profundo, espiritual y trascendente, él
es tu conciencia. Todos experimentamos en nuestro interior tendencias
opuestas: nuestro espíritu quiere volar alto, mientras que nuestras
pasiones e instintos quieren arrastrarnos hacia abajo. La imagen que
tenemos de la conciencia depende de la imagen que tenemos de nosotros
mismos. Si reconocemos en nosotros dos tendencias opuestas, no nos
queda más remedio que tomar partido. Tenemos que decidir cuál de las
dos será nuestro verdadero yo.
Si me identifico con mis pasiones y tendencias instintivas,
entonces me parecerá que la conciencia y la razón son una camisa de
fuerza de la que debo liberarme. Éste es el punto de vista freudiano,
perpetuado por el psicoanálisis clásico y en los movimientos que
glorifican lo primitivo y lo instintivo. La teoría de la educación de
Jean Jacques Rousseau se basa también en esta visión del hombre. Para
Rousseau, cuanto más primario e instintivo, tanto mejor. Deshagámonos
de la razón y dejemos que brotes los sentimientos más silvestres. Bajo
esta perspectiva, la conciencia se convierte en un tabú, en superego, una personificación de normas sociales que hemos de vencer.
Si, por otro lado, me identifico con mi espíritu, que anhela la
verdad y el bien, entonces encauzaré y aprovecharé la fuerza de mis
pasiones en lugar de someterme servilmente a su tiranía. Ningún caballo
se siente cómodo con un freno en el hocico, como tampoco nuestra carne
se sienta a gusto cuando la sujetamos a nuestra voluntad. Todo depende,
por tanto, de que decidamos ser caballo o jinete.
Enfoque moral
En la actualidad se glorifica, a menudo, la conciencia como si
fuera una guía de conducta infalible, único e indiscutible punto de
referencia para el bien y el mal. Es un asunto personal entre mi
conciencia y yo; Usted siga su conciencia y yo seguiré la mía; Si su
conciencia está de acuerdo, entonces está bien.
Este subjetivismo moral sostiene que todo depende del punto de
vista de cada uno, y que no hay una moral absoluta. Lo que está bien
para una persona no tiene nada que ver con lo que está bien o mal para
otra. Apoyándonos en este subjetivismo, podemos sentir la inclinación a
justificar moralmente todo lo que nos plazca, siempre y cuando se
acomode a nuestra conciencia subjetiva. En esta moral de cafetería, cada uno escoge las doctrinas, dogmas, normas y enseñanzas que le gustan o que coinciden con su estilo de vida.
Ninguno de nosotros tiene la última palabra sobre el valor moral.
El bien y el mal no son fabricación humana. Asesinar voluntaria e
injustamente a alguien es siempre moralmente malo; no cabe más que
sujetarse a la norma, y no querer sujetar la norma a mi propia opinión.
Si somos honestos, hemos de reconocer que en el fondo de nuestra
conciencia existe una ley que no ha sido escrita por nosotros, y a la
cual nos sentimos obligados a obedecer. Podemos obrar el bien o el mal, pero no podemos decidir por nosotros mismos que algo sea bueno o malo. Podemos decidir que el cianuro sea saludable pero si lo ingerimos compramos un boleto de sólo ida al cementerio. Algunas cosas son como son a pesar de nuestras opiniones o deseos.
Al mismo tiempo, el bien y el mal no son arbitrarios, sino
razonables. No son los antojos de un legislador caprichoso. Lo
moralmente bueno es tal en virtud de que es bueno para nosotros. En efecto, cuanto más examinamos la vondad, más atractiva y prometedora la encontramos en todos sentidos.
La conciencia es la brújula que mantiene al barco en ruta. Si es
veraz, todo lo que tiene que hacer el timonel es seguir la dirección
que marca. Pero ésta puede fallar y así, el piloto equivocarse. De esta
manera el piloto estaría subjetivamente en lo correcto, pero objetivamente
equivocado. Para que la conciencia emita juicios certeros, es
indispensable que se encuentre sana; de otro modo percibirá la realidad
deformada y pronunciará sentencias equivocadas.
Tomado del libro: Construyendo sobre roca firme
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