“Vivía un caballero que pensaba que era muy bueno, generoso y amoroso... luchaba contra todos sus enemigos, que eran malos, mezquinos y odiosos. Mataba dragones y rescataba damiselas en apuros... tenía la mala costumbre de rescatar damiselas incluso cuando ellas no deseaban ser rescatadas... Y ante la mera mención de una cruzada, el caballero se ponía la armadura entusiasmado, montaba su caballo y cabalgaba en cualquier dirección”. La cita es de Robert Fisher, “El caballero de la armadura oxidada” (Barcelona 1997). Lo malo del caballero en cuestión es que enamorado de su armadura acabó por no quitársela nunca. Es una metáfora de quien se va cerrando en su mundo, por no enfrentarse a la realidad. Vive metido en su coraza, sin ver las preocupaciones de los demás, incluso cuando está “el caballero enlatado” con la familia o los amigos no para de dar “la lata”: suele recitar monólogos sobre sus hazañas. Julieta es la mujer del caballero de la novela, era su mujer, y un día ella le dijo que no la quería, que estaba amargada; él le dijo que sí que la amaba y que por eso la había rescatado, pero ella contestó: “no me amas, lo que tú amabas era la idea de rescatarme. No me amabas realmente entonces ni me amas realmente ahora”. Él, por supuesto, no entendía nada, pues él “sabía” lo que ella necesitaba, y con esto debía bastarle a ella. No basta con que queramos ayudar a los demás, hacerles servicios. Pasa que hay quien piensa que en el fondo no necesita de los demás, y esta “misión” que siente de ayudar a los otros quizá es un modo de sentirse útil, pero no hay ahí realmente amor a los demás, sino egoísmo. El caballero estaba atrapado en su visera metálica que le impidió ver a los demás; y por la cortedad de su visión iba pisando con su armadura de hierro los pies de los demás; no sentía el dolor de los demás.
La vida es como probar una fruta amarga al comienzo pero después apetecible, la vida es buena cuando se acepta, cuando no se huye bajo armaduras ni corazas. A veces nos pasamos la vida huyendo ante las dificultades, pensamos que todo es una conquista y en realidad es un don; pero para descubrir la vida como un don hay que sentirse aceptado.
El “caballero” encerrado en la armadura que somos todos, estaba en realidad usando a los demás, los necesitaba para mostrarse bueno y rescatarlos, pero como no se amaba no podía amar a los demás. Es necesario verse en el espejo de la verdad, y descubrirse amable, y hecho para el amor, para ver ese potencial hermoso, inocente y perfecto que hay dentro de cada uno. Estamos acostumbrados en un mundo algo hipócrita a esconder los sentimientos y no decir lo que nos pasa... pasamos la vida intentando agradar a la gente, y montamos cruzadas y matamos dragones por fuera cuando los que hemos de batallar son los de dentro. En lugar de intentar demostrar que somos buenos y generosos “rescatando damiselas”, el caballero descubre que la ambición mata cuando nos hace pretender ser mejores que los demás, no hemos de demostrar nada sino ser felices siendo simplemente como somos. Un caballero ambicioso quiere como casa el mejor castillo, y cambiar de caballo cada dos años y progresar... y así no vive. En realidad la felicidad está en ganar en riqueza interior: ser más generoso, compasivo, inteligente y altruista, eso es ser rico y ambicioso de verdad. La ambición mala es tener más y la buena es tener un corazón puro. Decía san Josemaría Escrivá que “más que en ‘dar’, la caridad está en ‘comprender’”, conocer al otro en sus afanes y sentimientos, ponerse en sus circunstancias, ver las cosas con serenidad... querer y dejarse querer. No se requiere competir con nadie, no hay que hacer daño a nadie; simplemente darse a los demás, como el manzano, que cuantas más manzanas coge la gente más crece el árbol y más hermoso se vuelve: así el hombre desarrolla su potencial para beneficio de todos, así progresan los que tienen ambiciones del corazón.