Había
una vez en un pueblo, un rey muy bondadoso, amado por todos. Preocupado
por el destino que tendría su pueblo al morir él y su esposa, mandó
llamar a sus tres hijos, para ver quién de ellos era el más apto para
gobernar, y les hizo una prueba.
Les dijo: Aquí hay tres semillas, siémbrenlas y de cada una de ellas brotará un árbol. Esa es su misión.
El hijo mayor sembró su semilla y todos los días la regaba. Durante
el invierno la cubrió para conservar el calor de las raíces. En la
Primavera le construyó un refugio para protegerlo del viento. Creció el
árbol tan grande que los rayos del sol no atravesaban su follaje, la
vegetación de su alrededor murió por falta de sol. Durante los meses de
calor, el príncipe acarreaba cubetas de agua del arroyo porque el árbol
no toleraba otra agua.
Para el hijo de en medio, la forma de su árbol era más importante
que su tamaño. Ató el tronco a unos postes para que creciera muy
derechito, alambró las ramas para que se curvaran con gracia,
inspeccionó cada rama y cada hoja y cortaba lo que no le gustaba.
Invertía casi todo su tiempo en podar, alambrar, atar e inspeccionar.
El más joven, cuando su árbol aún estaba muy pequeño, ató el tronco
a unos postes para que el viento no lo doblara. Al paso del tiempo
quitó los postes y permitió que el árbol se sostuviera por sí mismo.
Solamente le llevaba agua cuando hacía mucho calor y escaseaba la
lluvia. Lo podaba lo indispensable para que los rayos del sol
atravesaran el follaje. Durante el invierno su árbol se cuidaba a sí
mismo de la crudeza del tiempo.
Muchos años después, una terrible tormenta azotó el valle en donde
estaban sembrados los árboles. El único que quedó en pie fue el del
hijo menor.
Fueron los tres con su padre y esto es lo que les explicó:
Al mayor le dijo: A tu árbol le diste amor, pero no le diste
guía, ni orientación. Se volvió egoísta y exigente. Ni siquiera quiso
compartir la luz del sol con la hierba que lo rodeaba y ésta murió.
Como no había hierba que sostuviera la tierra, con la tormenta se
desmoronó.
Al segundo le dijo: Tú le diste orientación y guía a tu árbol
pero no le diste amor. Tenía una forma muy bella, pero sus raíces
carecieron de la profundidad y la fuerza necesaria para sostenerse
durante la tormenta.
Al más chico le dijo: Para tu corta edad has aprendido mucho y
mereces heredar el trono, pues tienes la proporción adecuada de amor y
de sentido orientador. Y es así como deben cuidarse los seres vivientes.
El respeto
Desde hace alrededor de 25 años nos hemos vuelto más dependientes
de que los expertos nos indiquen cómo educar a nuestros hijos. Por
desgracia alguno de sus consejos han hecho más daño que proporcionando
beneficios.
Se nos dijo que respetáramos a nuestros hijos. Respetar
significa, para muchos, que los padres debemos tratar democráticamente
a los hijos: como iguales. Todos sabemos que cualquier ser humano es
digno de respeto; los padres debemos respetar a los hijos por lo que
son y por aquello en lo que se van convirtiendo, pero no como a
iguales.
Los padres que insisten en la obediencia de sus hijos, están
cuidando una de sus necesidades más básicas. Hay quienes identifican la
obediencia con la pasividad y creen que imponiéndose ahogarán la
independencia de sus hijos, y es todo lo contrario: aprender a
obedecer, refuerza la independencia del niño.
Algo que da seguridad al niño, es saber que existen unos límites y
que deben ser respetados. Dentro de ese encuadre, los hijos tienen
libertad para explorar, para ser curiosos, creativos, etc.
Sin embargo, el padre autoritario exhibe otra clase de respeto.
Para él, el respeto y el miedo son lo mismo: los niños que temen a sus
padres no los obedecen, se someten. Los hijos obedientes no tienen miedo, tienen seguridad y
confianza en sí mismos. Quienes temen a sus padres se vuelven
hipócritas: aprenden a mentir para escapar de las restricciones.
En el extremo opuesto encontramos a los que no exigen respeto
alguno. Los niños cuyos padres no exigen obediencia, viven en un mundo
sin límites, constantemente cambiante.
Estos padres son los que no aceptan sus responsabilidades y prefieren ser amigos
de sus hijos más que padres, y esto es un error, pues los hijos pueden
escoger todos los amigos que quieran, pero no a sus padres. El ser
padre es un privilegio y una responsabilidad y es muchísimo más que ser
un amigo.
La autora es especialista en educación familiar.
Fuente: Desarrollo y Formación Familiar.
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