Un mes después de haber sido firmada (el día de Navidad), sale a la luz la primera y esperada encíclica de Benedicto XVI, que va a lo esencial, como dice el Cardenal Martino en la presentación: el hecho cristiano no es una gran idea, sino un encuentro con la persona de Jesús, que da una dimensión nueva a la vida, una orientación decisiva. Y Jesús de Nazaret, con su mensaje, nos muestra el misterio de amor. Benedicto XVI providencialmente la ha presentado al final del octavario por la unidad de los cristianos: Dios es amor, toda la fe de la Iglesia se puede resumir así; y a partir de aquí debemos buscar la unidad perdida, entre cristianos y con todo el mundo: dialogar, borrar las divisiones, superar los resentimientos, vivir la esperanza de una civilización del amor. En un mundo en que la religión se presenta mezclada con la violencia, el odio, la ignorancia... el mensaje cristiano del amor se levanta como una señera para poder encontrar la identidad; como una estrella para orientar el camino de la vida.
La primera parte del documento es un estudio teológico-filosófico sobre el significado de la palabra «amor» en sus dimensiones diversas, expresadas en lenguaje griego con tres palabras: “eros”, “philia” y “ágape”. Ahí se precisa -ante muchas confusiones- qué son los rasgos esenciales del amor de Dios por el hombre, y la relación de este con el amor humano. «Amor» es una palabra fascinante, que hoy aparece vacía de significado y como desperdiciada, y quiere decir “eros”, estimación con deseo, entre el hombre y la mujer. Quiere decir también “filia”, amistad, altruismo. Y también “ágape”, que para la Biblia, sobre todo en el Nuevo Testamento, significa amor de donación, oblativo: querer el bien del otro de una forma que aparecía nueva, y hacía decir a los paganos: mirad a los cristianos, “¡como se quieren!”.
A lo largo de la historia tenemos una deformación general, en oponer el espíritu al cuerpo, como si un fuese bueno, y el otro malo: el espiritualismo ve la sexualidad como un mal, una deformación, y en épocas pasadas se han dado formas de represión del cuerpo. Ahora vemos todo el contrario, una obsesión por el cuerpo, una visión erotizada de todo. La correcta antropología pone la clave del equilibrio entre las dos. Esto quiere decir acoger el amor como don de Dios y vivir una disciplina, autocontrol, maduración. Es importante la integración de los dos componentes en una cosa armónica: el “eros”, esta forma de amor que Dios ha puesto en el hombre y que es buena, necesita el “ágape” para no perder la dignidad original y no convertir el sexo en mercancía. El cuerpo es noble, como el espíritu, los dos forman la persona, y malo cuando la cosa se polariza sólo hacia una parte. La armonía entre los dos hace a la persona íntegra, le da una belleza particular. Así el “eros” que inicialmente es deseo, con el “ágape” se va transformando en don, al buscar no mi bien (egoísmo) sino la felicidad del otro (amor), y así querer “existir por el otro”. Hay un “éxtasis”, pero no en el sentido de embriaguez efímera de placer, sino un salir del “yo” cerrado y abrirse a los otros. Con el don de sí se vive la liberación auténtica, se encuentra uno a sí mismo, y encuentra a Dios. Esta elevación del ser humano –“éxtasis”- sube a lo divino. En resumen, es cuestión de que “eros” y “ágape” no estén cerrados, sino en equilibrio, según la vocación de cada cual.
Esto es el que nos enseña Jesús, el amor encarnado de Dios, que en su ofrenda a la Cruz se da de forma sublime, y se queda en la Eucaristía para seguir dando este alimento transformador –nuevo maná en el desierto de este mundo- a quien se une a él con la participación eucarística. Ahí no sólo participamos del amor de Dios, sino que nos unimos a los otros formando “un solo cuerpo”, el amor a Dios y a los demás se funden. Este es el contenido de la segunda parte de la encíclica, que trata de las consecuencias: amor en acto, en su ejercicio hacia los demás.