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Cuidarse... ¿de qué? ¿de quién?

Hace poco asistí a una clase de bioética en la que el profesor, un destacado ginecólogo de Roma, nos mencionaba no sin cierto sarcasmo, que muchas veces le tocaba atender a pacientes que acudían con sus hijas prontas a casarse. Ante la proximidad de la boda, la madre preguntaba al doctor qué método le recomendaría a su hija para comenzar a cuidarse...

-“¿Cuidarse? ¿De qué? ¿De quién?”, inquiría el doctor.

-“Bueno, -continuaba la madre entre apenada y confundida-, un método para protegerse y no tener hijos”.

Esta puede ser la mentalidad de hoy en día en muchas familias: hay que cuidarse de los hijos, protegerse de ellos, como si la natalidad fuera un enemigo al que se le debe combatir desde los comienzos del matrimonio. Se concibe al mundo como un lugar en el que se lucha por sobrevivir: la escasez de recursos convierte a los seres humanos en competidores feroces y es lógico pensar que mientras más seamos, menos tendremos.

Frente a esta idea maltusiana en donde los alimentos y los recursos crecen aritméticamente mientras que la población lo hace en forma geométrica, hacia los años sesenta comenzaron a darse las voces de alarma: ¡Nos estamos acabando el planeta! ¡Detengamos el crecimiento de la población! ¡Muy pronto nos estaremos comiendo unos a otros!

Dejando para otro artículo la falacia y el poco sustento de esta argumentación maltusiana (les pido que vayan leyendo “War against population” de Katheleen Kasum, Ed. Harper & Row), nos enfrentamos ahora con las secuelas de esa visión antinatalista: no a los nacimientos, no a los niños. Y para frenar este índice de crecimiento poblacional se escoge, entre otros métodos el uso de los anticonceptivos, que no son sino manipulaciones sobre el cuerpo humano para hacer que el acto sexual sea infecundo.

Este acto sexual tiene un equilibrio en sí mismo que lleva a la armonía del cuerpo y del espíritu. Me explico: el hombre, como animal racional que es, actúa siempre con su cuerpo y con su alma. No podemos separar estas dos dimensiones de su ser, pues estaríamos negando la naturaleza humana. Todo acto humano que realiza, lo realiza siempre con su cuerpo y con su espíritu, es decir, con su libertad, con su voluntad y con su inteligencia, que son los tres elementos constitutivos de la naturaleza humana.

Tomemos por ejemplo el acto de comer. Este acto me lleva a sentir un placer y me proporciona los elementos necesarios para nutrirme y seguir viviendo. Si yo parto por la mitad este acto y me quedo sólo con el placer de comer, puedo llegar a caer en aberraciones como el de provocar el vómito para seguir comiendo o el llegar a excesos como el de una obesidad patológica por una pérdida de control en el comer.

En la enseñanza de la Iglesia Católica sobre la anticoncepción podemos ver que el acto íntimo de los esposos tiene una estructura propia y unas leyes propias inscritas en la naturaleza humana. No realizarlo de acuerdo a esa estructura y a esas leyes nos lleva a negar la naturaleza humana. Así, con los métodos anticonceptivos, estamos introduciendo mecanismos extraños a los de la naturaleza humana.

¿Cuál es la naturaleza propia de este acto? La procreación y la unión de los esposos. Con la contracepción estamos dejando a un lado la parte de la procreación, para quedarnos únicamente con el placer. ¿Queremos decir que el placer es malo? No, de ninguna manera. Es algo que está en la naturaleza, pero unido al aspecto procreativo. Al no respetar la naturaleza de este acto caemos en la falacia de pensar que mi propio cónyuge me puede hacer daño con el nacimiento de un hijo y es por ello que se pretende ver en la natalidad a un enemigo que hay que derrotar.

Además al desasociar el elemento procreativo del elemento unitivo, uno de los cónyuges lleva el peso de toda esta carga, bien sea en el aspecto psicológico o en el aspecto fisiológico. Muchos de los métodos anticonceptivos originan un desequilibrio hormonal que trae como consecuencias cambios físicos y psíquicos, especialmente en la mujer: obesidad, pérdida del sueño, irritabilidad. Y esto, que lo saben perfectamente los laboratorios fabricantes de dichas sustancias, lo ocultan dolosamente para seguir vendiendo sus productos anticonceptivos.

Muchos se han preguntado si el hecho de que el hombre pueda manejar la naturaleza a su libre albedrío le permite tomar medidas por encima de esa naturaleza. Un cuchillo se ha pensado para cortar, pero también puede utilizarse para matar. Con la energía atómica podemos generar electricidad o curar varias enfermedades, pero también podemos matar, como es el caso de las masacres de Hiroshima y Nagasaki en 1945.

El hombre está llamado a dominar la naturaleza. Así lo establece Dios en el libro del Génesis: “Y dijo Dios: ´Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra´”. (Gen 1, 26) Pero dominar la naturaleza no significa estar en contra de ella.

La contracepción también tiene el problema de que va generando en la pareja una mentalidad anticonceptiva, donde se olvida que el carácter del acto conyugal es tanto unitivo como procreativo, es decir, no es un acto meramente biológico, sino físico y espiritual, que ayuda al amor mutuo y se encuentra abierto a la vida.

La contracepción, al dar prioridad única a uno de estos aspectos, va convirtiéndose en un acto físico, sin enriquecimiento espiritual y moral que irá dando cierto fastidio, porque se trata de una expresión de corporeidad más que de amor. Esto lleva al hedonismo, al utilitarismo. El acto conyugal se forma de diversos actos que preparan al encuentro de los esposos (actos preparatorios como son las caricias, el ambiente, la ternura, etc.) y que reflejan la donación que mutuamente se expresan.

Por último, ¿el acto sexual debe estar siempre abierto a la vida? No se trata de que los actos tengan que ser invariablemente fecundos, pues esto es biológicamente imposible, sino que la pareja ejerza una paternidad responsable en la decisión de tener hijos. Esta paternidad responsable no es más que encontrar la verdad de la situación del matrimonio, es decir, a través de la razón, la pareja descubre las leyes que regulan su cuerpo, descubre también que debe someter sus instintos a la razón, descubre que hay condicionantes sociales, económicas, de maduración para tener hijos, y descubre su responsabilidad delante de la sociedad, de Dios, de su propia familia.

De esta manera, en conciencia, buscando la verdad, deciden de cara a Dios cuántos hijos tener. Deciden el “mejor número de hijos” y “cuándo tenerlos”. Esta decisión no está influenciada por hedonismo o factores económicos o egoístas, sino en el correcto orden de las cosas.