Cuenta una historia oriental que un discípulo y el maestro pasean por el bosque. Entonces, el discípulo le dice al maestro: -“he pasado gran parte del día pensando en cosas que no debía pensar, deseando cosas que no debía desear, haciendo planes que no debía hacer...”
El maestro le señala al discípulo una planta y le pregunta si sabe qué era: “Belladona –dijo el discípulo-. Puede ser mortal para quien coma sus hojas”.
-“Pero no puede matar a quien simplemente las contemple –apostilla el maestro– . Así todas las emociones y sensaciones y sentimientos no nos pueden causar ningún mal si no nos dejamos seducir por ellos”. Los sentimientos negativos no deben vencernos, sino advertirnos de que tenemos aún mucho trabajo para expurgar las malas hierbas de nuestro interior, cultivar las buenas obras.
Muchas cosas que nos hacen sufrir se deben a una visión negativa del mundo, una enfermiza visión deformada de la realidad, que nos hace pensar que somos malos, o que los demás son malos, o que el mundo es malo. Se trata del viejo “dualismo” de dar al mal una categoría que no tiene, como si fuera un semi-dios que nos persigue. Es verdad que en el mundo hay maldad, pero ésta no es más que la ausencia de bien, el mal en sí no tiene consistencia, es el negativo de la bondad, su ausencia. Así la soberbia, avaricia, lujuria, gula, ira, envidia y pereza no son más que expresiones del egoísmo, de la ausencia del amor. El mal genera sentimientos negativos, y el amor positivos. El mal produce un desorden interior, y el bien una armonía que da paz y felicidad. La cultura grecorromana ponía el ideal del sabio en la ausencia de sentimientos (apatheia). Esta “apatía” no es más que una caricatura del ideal de la persona, pues los sentimientos son parte importante de nuestro ser: no son malas las pasiones como no es malo el cuerpo, sino que todo ha de ser encauzado en un dinamismo del amor. Nuestro ideal no es un “nirvana” de ausencia de sentir, sino un amoroso sentir, que también pasa por el dolor. El ideal budista, basado sí en la benevolencia y misericordia universal, pero que rechaza todo apasionamiento, precisamente por eso no es verdaderamente humano: la serenidad auténtica viene de ese amor apasionado, que no es un sentimiento, sino la forma más alta de afectividad del corazón. Hablo de ese corazón que es núcleo íntimo del hombre, donde éste toma sus decisiones. La categoría de una persona, su realización personal, su plenitud, depende de tener buen corazón, que se manifiesta en la solidaridad, la fraternidad, etc. En cambio, las frustraciones, resentimientos y todo tipo de amarguras son causados por la ausencia de este amor de corazón, orientado hacia Dios y los demás.
Las pasiones incontroladas desencadenan pulsiones instintivas y dependencias (alcohol, sexo, drogas). Hay que educar toda pasión para que –integrándola en la interioridad– nos ayuden a tener un corazón bueno, a base de acciones buenas que se convierten en virtudes. Así, las tendencias hacia el bien, la verdad y la belleza van dominando todo lo que hacemos, va creciendo en nosotros un anhelo de sublimidad, de cosas grandes, y el deseo básico de amar y ser amado se va purificando de adherencias egoístas que hacen daño. La nostalgia de no tenerlo aún todo se va transformando en plenitud de tenerlo todo en la esperanza. La pena causada por la limitación de la realidad (limitaciones físicas o psicológicas, mal de la naturaleza y maldad humana) se vuelve entrega, servicio, y la certeza de que todo mal no sería permitido por Dios si no fuera porque de ello puede sacar –por caminos a nosotros desconocidos todavía– un bien más alto: surge de ahí una confianza muy grande en la vida, que ponemos no en nuestras fuerzas o en el destino, sino en algo mucho más alto, que es el amor de Dios y la confianza en que nos salvará.