¿Qué
significa educar en medio de las agudas transformaciones que padece
nuestra sociedad en las postrimerías del siglo XX? La dolorosa
respuesta la encontramos en aquellas campañas de publicidad, faltas de
seriedad que, en ocasiones, nos llevan a creer que la educación es una
inversión, pues saber es una garantía para lucrar. Los títulos
académicos constituyen así un seguro para vivir sin molestias y
disfrutar sin sacrificios.
Esta concepción, que ciertamente se encuentra enmarcada en la
idolatría del mercado (producir para consumir, trabajar para gastar),
lejos de conducir a la persona a su plenitud y felicidad, la arroja a
los más oscuros temores. Quienes tienen la fortuna de concluir sus
estudios universitarios se ven envueltos en una despiadada competencia
que anula todo impulso altruista. Los que, por el contrario, se ven
obligados a desertar en cualquier nivel educativo generalmente se
exponen a convertirse en una cifra dentro de las estadísticas de
desempleo y pobreza.
En estas condiciones, la enseñanza institucionalizada aparece como
la vía indiscutible hacia un mejor nivel de vida, pues quien posee el
conocimiento está en mayor aptitud para desplazar a sus competidores.
Al respecto, refiere el pedagogo norteamericano Colin Greer que en la
actualidad la escuela prácticamente ha sustituido a la Iglesia en la
medida en que ha suplantado las promesas de bienaventuranza en el otro
mundo con el anhelo inmediato de movilidad social y prosperidad
material.
Hoy en día, empero, resulta difícil mantener esta fe en nuestras
instituciones escolares. Los pregonados beneficios económicos de la
educación desaparecen paulatinamente bajo el culto a un individualismo
desenfrenado aunado a una supuesta necesidad de innovación.
Cualquier profesionista podrá comprobar que sus estudios no bastan
para asegurar la estabilidad de su fuente de ingresos: a los mayores se
les exige que se instruyan en lo novedoso y se les amenaza con los
graduados más recientes; a los jóvenes se les niega la oportunidad de
trabajar aduciendo que se necesita personal con experiencia.
Sobre este particular, afirma Octavio Paz que la incertidumbre se
ha convertido en la segunda naturaleza de la humanidad. Propietarios y
trabajadores vivimos inmersos en la angustia psicológica, sin saber qué
será de nosotros mañana. Unos y otros somos alimento para el mercado,
hasta que envejecemos o enfermamos y somos arrojados, como desecho, al
asilo o al hospital.
¿Es éste, sin embargo, el único panorama posible? ¿Podrá la
educación todavía, como lo pensaron los autores de la Ilustración,
servir a la victoria de la justicia y la solidaridad entre los hombres?
El antídoto y correctivo a la indiferencia del mercado es, en
nuestra opinión, la educación, siempre que se la entienda como
esperanza. Decía el ilustre filósofo mexicano Antonio Caso, que así
como el astrónomo cree en el retorno de los astros por la razón de que
antes de hoy retornaron, y espera que así retornarán constantemente, el
hombre con esperanza cree en la perennidad del bien porque antes se
cometieron buenas acciones, y se cometen hoy y mañana y siempre.
Hace falta, entonces, dar un nuevo sentido humanista al currículo
escolar. Un pueblo que se educa sólo para sobrevivir es un pueblo sin
entusiasmo ni ideal, a merced de unos medios masivos que contribuyen a
uniformar las conciencias en el utilitarismo. La verdadera educación,
en cambio, abarca la totalidad de la existencia y le recuerda a quien
la recibe que los hombres se instruyen para ser libres y así poder
vivir conforme a sus más íntimas convicciones.
En consecuencia, es necesario reivindicar aquellos aspectos del
saber humano que han sido desplazados para satisfacer los esquemas
materialistas. El liberalismo económico nos ha hecho pensar que la
educación sólo es válida en cuanto aprovecha la acción útil, olvidando
que los fines de la vida son más variados y seguramente más nobles.
Actualmente, ningún padre de familia permitirá que sus hijos
desconozcan los secretos de la computación o el inglés (que, sin lugar
a dudas, son indispensables para ingresar en cualquier bolsa de
trabajo), pero tal vez no se preocupará si no se interesan por el arte
o la historia, disciplinas en las que se aprende el amor por la vida y
la comprensión de nuestros semejantes.
La formación equilibrada del individuo, por ende, abarca todas las
materias que a manera de ejemplo hemos citado, toda vez que si bien es
cierto que no sólo de pan vive el hombre, también lo es que sin pan no
puede vivir.
La persona que es educada sobre la base de que el hombre no nació
para hacerse de riquezas, sino para ser feliz y conseguir la paz
interior, puede contribuir a un auténtico progreso -en el sentido de
esfuerzo de perfección tanto personal como social- a la vez que asegura
su subsistencia. Sobre todo, es alguien con esperanza, pues sabe que
los hombres de hoy y mañana se sacrificarán para evitar el dolor a sus
semejantes. ¿Cómo no habría de esperarlo, si ella misma tiene
conciencia de su capacidad de obrar el bien en la medida en que lo
realiza?
Quizá me acuses de soñador. No lo soy. Simplemente pienso que, en
un siglo en que los hombres obran por hambre o por codicia, si no
comenzamos a humanizarnos, aquello que aborrecemos terminará por
devorarnos. Si intentamos construir una nueva utopía de vida, donde sea
posible el amor, es probable que todavía podamos cambiar el curso de
los acontecimientos y ofrecer un mundo mejor a nuestros hijos. Si no lo
hacemos, no sabremos nunca si somos capaces de volver a ser
auténticamente humanos.
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