TERCERA PARTE
LA VIDA EN CRISTO
PRIMERA SECCIÓN
LA VOCACIÓN DEL HOMBRE:
LA
VIDA EN EL ESPÍRITU
CAPÍTULO PRIMERO
LA DIGNIDAD DE LA PERSONA HUMANA
ARTÍCULO 7
LAS VIRTUDES
1803 “Todo cuanto hay de verdadero, de
noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa
digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8).
La virtud es una
disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo
realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas
sensibles y espirituales, la persona virtuosa tiende hacia el bien, lo busca y
lo elige a través de acciones concretas.
El objetivo de una vida virtuosa
consiste en llegar a ser semejante a Dios. (S. Gregorio de Nisa, beat. 1).
I Las
virtudes humanas
1804 Las virtudes humanas son actitudes firmes,
disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la
voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra
conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para
llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica
libremente el bien.
Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas
humanas. Son los frutos y los gérmenes de los actos moralmente buenos. Disponen
todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor divino.
Distinción de las virtudes cardinales
1805 Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama
‘cardinales’; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la
prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. ‘¿Amas la justicia? Las
virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la
prudencia, la justicia y la fortaleza’ (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas
virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.
1806 La
prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda
circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para
realizarlo. ‘El hombre cauto medita sus pasos’ (Pr 14, 15). ‘Sed sensatos
y sobrios para daros a la oración’ (1 Pe 4, 7). La prudencia es la ‘regla
recta de la acción’, escribe santo Tomás (s. th. 2-2, 47, 2), siguiendo a Aristóteles. No se
confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es
llamada ‘auriga virtutum’: conduce las otras virtudes indicándoles regla y
medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El
hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta
virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y
superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.
1807 La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y
firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia
para con Dios es llamada ‘la virtud de la religión’. Para con los hombres,
la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las
relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y
al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas
Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su
conducta con el prójimo. ‘Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del
pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo’ (Lv 19,
15). ‘Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo
presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo’ (Col 4, 1).
1808 La fortaleza es la virtud moral que asegura en las
dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la
resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la
vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a
la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para
ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa
justa. ‘Mi fuerza y mi cántico es el Señor’ (Sal 118, 14). ‘En el mundo
t los medios rectos para
realizarlo. ‘El hombre cauto medita sus pasos’ (Pr 14, 15). ‘Sed sensatos
y sobrios para daros a la oración’ (1 Pe 4, 7). La prudencia es la ‘regla
recta de la acción’, escribe santo Tomás (s. th. 2-2, 47, 2), siguiendo a Aristóteles. No se
confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es
llamada ‘auriga virtutum’: conduce las otras virtudes indicándoles regla y
medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El
hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta
virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y
superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.
1807 La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y
firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia
para con Dios es llamada ‘la virtud de la religión’. Para con los hombres,
la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las
relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y
al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas
Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su
conducta con el prójimo. ‘Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del
pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo’ (Lv 19,
15). ‘Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo
presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo’ (Col 4, 1).
1808 La fortaleza es la virtud moral que asegura en las
dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la
resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la
vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a
la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para
ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa
justa. ‘Mi fuerza y mi cántico es el Señor’ (Sal 118, 14). ‘En el mundo
tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo’ (Jn 16, 33).
1809 La templanza es la virtud moral que modera la atracción de
los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el
dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites
de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos
sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar ‘para seguir la
pasión de su corazón’ (Si 5,2; cf 37, 27-31). La templanza es a menudo
alabada en el Antiguo Testamento: ‘No vayas detrás de tus pasiones, tus
deseos refrena’ (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada ‘moderación’
o ‘sobriedad’. Debemos ‘vivir con moderación, justicia y piedad en el
siglo presente’ (Tt 2, 12).
Vivir bien no es otra cosa que amar a Dios con todo el corazón, con toda el
alma y con todo el obrar. Quien no obedece más que a El (lo cual pertenece a la
justicia), quien vela para discernir todas las cosas por miedo a dejarse
sorprender por la astucia y la mentira (lo cual pertenece a la prudencia), le
entrega un amor entero (por la templanza), que ninguna desgracia puede derribar
(lo cual pertenece a la fortaleza). (S. Agustín, mor. eccl. 1, 25, 46).
Las virtudes y la gracia
1810 Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante
actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son
purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el
carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al
practicarlas.
1811 Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el
equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia
necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir
siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar
con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del
mal.
II Las virtudes
teologales
1812 Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes
teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la
naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren
directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la
Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.
1813 Las virtudes teologales fundan, animan y
caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las
virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para
hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la
garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades
del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la
caridad (cf 1 Co 13, 13).
La fe
1814 La fe es la virtud teologal por la que creemos en
Dios y en todo lo que El nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos
propone, porque El es la verdad misma. Por la fe ‘el hombre se entrega
entera y libremente a Dios’ (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por
conocer y hacer la voluntad de Dios. ‘El justo vivirá por la fe’ (Rm 1,
17). La fe viva ‘actúa por la caridad’ (Ga 5, 6).
1815 El don de la fe permanece en el que no ha pecado
contra ella (cf Cc. Trento: DS 1545). Pero, ‘la fe sin obras está muerta’
(St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente
el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.
1816 El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la
fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y
difundirla: ‘Todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los
hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones
que nunca faltan a la Iglesia’ (LG 42; cf DH 14). El servicio y el
testimonio de la fe son requeridos para la salvación: ‘Todo aquel que se
declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi
Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le
negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos’ (Mt 10, 32-33).
La esperanza
1817. La esperanza es la virtud teologal por la que
aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra,
poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en
nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. ‘Mantengamos
firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa’ (Hb
10,23). Este es ‘el Espíritu Santo que El derramó sobre nosotros con
largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por
su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna’ (Tt
3, 6-7).
1818 La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de
felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas
que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al
Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo
desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza
eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha
de la caridad.
1819 La esperanza cristiana recoge y perfecciona la
esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza
de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y
purificada por la prueba del sacrificio. ‘Esperando contra toda esperanza,
creyó y fue hecho padre de muchas naciones’ (Rm 4, 18).
1820 La esperanza cristiana se manifiesta desde el
comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las
bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia
el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a
través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los
méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en ‘la esperanza que
no falla’ (Rm 5, 5). La esperanza es ‘el ancla del alma’, segura y
firme, ‘que penetra... a donde entró por nosotros como precursor Jesús’
(Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la
salvación: ‘Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de
la esperanza de salvación’ (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba
misma: ‘Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación’ (Rm
12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre
Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.
1821 Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo
prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf
Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de
Dios, ‘perseverar hasta el fin’ (cf Mt 10, 22; cf Cc. Trento: DS 1541) y
obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas
realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que
‘todos los hombres se salven’ (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del
cielo unida a Cristo, su esposo:
Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la
hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace
lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares,
más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado
con gozo y deleite que no puede tener fin. (S. Teresa de Jesús, excl. 15,
3)
1822 La caridad es la virtud teologal por la cual
amamos a Dios sobre todas las cosas por El mismo y a nuestro prójimo como a
nosotros mismos por amor de Dios.
1823 Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo
(cf Jn 13, 34). Amando a los suyos ‘hasta el fin’ (Jn 13, 1), manifiesta
el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos
imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice:
‘Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi
amor’ (Jn 15, 9). Y también: ‘Este es el mandamiento mío: que os améis
unos a otros como yo os he amado’ (Jn 15, 12).
1824 “Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la
caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: ‘Permaneced en
mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor’ (Jn 15,
9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8_10).
1825 Cristo murió por amor a nosotros ‘cuando
éramos todavía enemigos’ (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como El
hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del
más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los
pobres como a El mismo (cf Mt 25, 40.45).
El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable
de la caridad: ‘La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es
envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su
interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la
injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo
espera. Todo lo soporta (1 Co 13, 4-7).
1826 “‘Si no tengo caridad -dice también el
apóstol- nada soy...’. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud
misma... ‘si no tengo caridad, nada me aprovecha’ (1 Co 13, 1-4). La
caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes
teologales: ‘Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres.
Pero la mayor de todas ellas es la caridad’ (1 Co 13,13). 1827
El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad.
Esta es ‘el vínculo de la perfección’ (Col 3, 14); es la forma de las
virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su
práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de
amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.
1828 “La práctica de la vida moral animada por la
caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no
se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario
en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del ‘que nos
amó primero’ (1 Jn 4,19):
O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en
la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos
parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor
del que manda... y entonces estamos en la disposición de hijos (S. Basilio,
reg. fus. prol. 3).
1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz
y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es
benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es
amistad y comunión:
La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es
el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en
él reposamos (S. Agustín, ep.Jo. 10, 4).
III Dones
y frutos del Espíritu Santo
1830. La vida moral de los cristianos está sostenida
por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que
hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.
1831 Los siete dones del Espíritu Santo son:
sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y
llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los
fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.
Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana (Sal 143,10).
Todos
los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y, si
hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo (Rm
8,14.17)
1832 Los frutos del Espíritu son perfecciones
que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna.
La tradición de la Iglesia enumera doce: ‘caridad, gozo, paz, paciencia,
longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia,
continencia, castidad’ (Ga 5,22-23, vg.).
Resumen
1833 La virtud es una disposición habitual y firme
para hacer el bien.
1834 Las virtudes humanas son disposiciones estables
del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan
nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Pueden
agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia,
fortaleza y templanza.
1835 La prudencia dispone la razón práctica para
discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y elegir los medios
justos para realizarlo.
1836 La justicia consiste en la constante y firme
voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.
1837 La fortaleza asegura, en las dificultades, la
firmeza y la constancia en la práctica del bien.
1838 La templanza modera la atracción hacia los
placeres sensibles y procura la moderación en el uso de los bienes creados.
1839 Las virtudes morales crecen mediante la
educación, mediante actos deliberados y con el esfuerzo perseverante. La
gracia divina las purifica y las eleva.
1840 Las virtudes teologales disponen a los
cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como
origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por El
mismo.
1841 Las virtudes teologales son tres: la fe, la
esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13). Informan y vivifican todas las
virtudes morales.
1842 Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que
El nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe.
1843 Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios
con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla.
1844 Por la caridad amamos a Dios sobre todas las
cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el
‘vínculo de la perfección’ (Col 3, 14) y la forma de todas las virtudes.
1845 Los siete dones del Espíritu Santo concedidos
a los cristianos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia,
piedad y temor de Dios.
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