Queridos Hermanos en el Sacerdocio:
1. En este día nos encontramos en torno a la Eucaristía, el tesoro más grande de la Iglesia, como recuerda el Concilio Vaticano II (cfr. Sacrosanctum Concilium, 10). Cuando en la liturgia del Jueves Santo hacemos memoria de la institución de la Eucaristía, está muy claro para nosotros lo que Cristo nos ha dejado en tan sublime Sacramento. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13,1). Esta expresión de san Juan encierra, en un cierto sentido, toda la verdad sobre la Eucaristía: verdad que constituye contemporáneamente el corazón de la verdad sobre la Iglesia. En efecto, es como si la Iglesia naciera cotidianamente de la Eucaristía celebrada en muchos lugares de la tierra, en condiciones tan variadas, entre culturas tan diversas, como para hacer de esta manera que el renovarse del misterio eucarístico casi se convierta en una "creación" diaria. Gracias a la celebración de la Eucaristía cada vez madura más la conciencia evangélica del pueblo de Dios, ya sea en las naciones de secular tradición cristiana, ya sea en los pueblos que han entrado, desde hace poco, en la dimensión nueva que, siempre y en todas partes, es conferida a la cultura de los hombres por el misterio de la encarnación del Verbo, de su muerte en cruz y de su resurrección.
El Triduo Santo nos introduce de modo único en este misterio para todo el año litúrgico. La liturgia de la institución de la Eucaristía constituye una singular anticipación de la Pascua, que se celebra comenzando el Viernes Santo, a través de la Vigilia Pascual, hasta el Domingo y la Octava de la Resurrección.
En el umbral de este gran misterio de la fe, queridos Hermanos en el Sacerdocio, os encontráis hoy, en torno a vuestros Obispos respectivos en las catedrales de las Iglesias diocesanas, para reavivar la institución del Sacramento del Sacerdocio junto al de la Eucaristía. El Obispo de Roma celebra esta liturgia rodeado por el Presbiterio de su Iglesia, así como hacen mis Hermanos en el Episcopado junto con los presbíteros de sus Comunidades diocesanas.
He aquí el motivo del encuentro de hoy. Deseo que en esta circunstancia os llegue una especial palabra mía, para que todos juntos podamos vivir plenamente el gran don que Cristo nos ha dejado. En efecto, para nosotros presbíteros, el Sacerdocio constituye el don supremo, una particular llamada para participar en el misterio de Cristo, que nos confiere la inefable posibilidad de hablar y actuar en su nombre. Cada vez que celebramos la Eucaristía, esta posibilidad se hace realidad. Obramos "in persona Christi" cuando, en el momento de la consagración, pronunciamos las palabras: "Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados. Haced esto en conmemoración mía". Precisamente hacemos esto: con gran humildad y profunda gratitud. Este acto sublime, y al mismo tiempo sencillo, de nuestra misión cotidiana de sacerdotes extiende, se podría decir, nuestra humanidad hasta los últimos confines.
Participamos en el misterio del Verbo "Primogénito de toda la creación" (Col 1,15), que en la Eucaristía restituye al Padre todo lo creado, el mundo del pasado y el del futuro y, ante todo, el mundo contemporáneo, en el cual El vive junto a nosotros, está presente por nuestra mediación y, precisamente por nuestra mediación, ofrece al Padre el sacrificio redentor. Participamos en el misterio de Cristo, "el Primogénito de entre los muertos" (Col 1,18), que en su Pascua transforma incesantemente el mundo haciéndolo progresar hacia "la revelación de los hijos de Dios" (Rom 8,19). Así pues, la entera realidad, en cualquiera de sus ámbitos, se hace presente en nuestro ministerio eucarístico, que se abre contemporáneamente a toda exigencia personal concreta, a todo sufrimiento, esperanza, alegría o tristeza, según las intenciones que los fieles presentan para la Santa Misa. Nosotros recibimos estas intenciones con espíritu de caridad, introduciendo así todo problema humano en la dimensión de la redención universal.
Queridos Hermanos en el Sacerdocio, este ministerio nuestro forma una nueva vida en nosotros y en torno a nosotros. La Eucaristía evangeliza los ambientes humanos y nos consolida en la esperanza de que las palabras de Cristo no pasan (cfr. Lc 21,33). No pasan sus palabras, enraizadas como están en el sacrificio de la Cruz: de la perpetuidad de esta verdad y del amor divino, nosotros somos testigos particulares y ministros privilegiados. Entonces podemos alegrarnos juntos, si los hombres sienten la necesidad del nuevo Catecismo, si toman en sus manos la Encíclica "Veritatis splendor". Todo esto nos confirma en la convicción de que nuestro ministerio del Evangelio se hace fructífero en virtud de la Eucaristía. Por otra parte, durante la Ultima Cena, Cristo dijo a los Apóstoles: "No os llamo ya siervos...; a vosotros os he llamado amigos... No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca" (Jn 15,15-16).
¡Qué inmensa riqueza de contenidos nos ofrece la Iglesia durante el Triduo Santo, y especialmente hoy, Jueves Santo, en la liturgia crismal! Estas palabras mías son solamente un reflejo parcial de la riqueza que cada uno de vosotros lleva ciertamente en el corazón. Y quizás esta Carta para el Jueves Santo servirá para hacer que las múltiples manifestaciones del don de Cristo, esparcidas en el corazón de tantos, confluyan ante la majestad del "gran misterio de la fe" en una significativa condivisión de lo que el Sacerdocio es y para siempre permanecerá en la Iglesia. Que nuestra unión en torno al altar pueda incluir a cuantos llevan en sí el signo indeleble de este Sacramento, recordando también a aquellos hermanos nues