Madrid, 02 de abril de 2005
Carta del Cardenal-Arzobispo a los fieles de la Archidiócesis
Mis queridos hermanos y hermanas en el Señor:
El Papa ha muerto, ha llegado ya al umbral de la Casa del Padre para el definitivo encuentro con Jesucristo Resucitado. Así lo esperamos firmemente y así lo pedimos fervientemente al Señor a quien ha servido como su Vicario y como buen Pastor de su Iglesia con entrega y amor admirables durante más de un cuarto de siglo. Se lo confirmamos a María, Madre del Señor y Madre nuestra, la Reina del Cielo, a la que Juan Pablo II dedicó su vida y consagró su ministerio con ternura filial, declarándose “todo tuyo” –“Totus tuus”-.
Si ha vivido con Cristo, abrazado a su Cruz, muriendo constantemente con Él para servir mejor a su Iglesia y a los hombres, también habrá resucitado ya con Él. Sí, es lícito afirmar a la luz de la biografía del Santo Padre, sobre todo desde el momento de su elección como Sucesor de Pedro hasta estos últimos días de su cruel enfermedad, que no vivió para sí mismo, que vivió siempre para el Señor y que muere para Él: ¡verdaderamente en la vida y en la muerte ha sido y es del Señor! (cfr. Rom 14 7-9). Más aún, todo lo que nuestro recuerdo vivo -¡el recuerdo de los hijos!- nos trae a la memoria de su Pontificado, heroico y martirial como los de la primera hora del Papado, nos obliga a sostener que el Papa de este tiempo nuestro, el del paso del segundo milenio al tercer milenio de la era cristiana, no vaciló nunca en mantener viva la respuesta afirmativa a Jesús, ya Resucitado, que le preguntó el día de su elección igual que a Pedro a la orilla del lago de Genesaret: “¿me amas más que a éstos?” Efectivamente lo que sabemos de la vida y ministerio de Juan Pablo II, todo nuestra experiencia de hijos de la Iglesia vivida con él, el Vicario de Cristo para los años más decisivos de nuestra vida, es revelación conmovedora de un Sí de amor a Jesucristo nunca desmentido, afirmado y renovado desde lo más hondo del alma, siempre más y más. En ese amor a Cristo profesado y confesado con una intensidad interior y con una valentía exterior excepcionales se encuentra la clava de su Pontificado, o lo que es lo mismo, la clave para entender su modo y forma de cumplir con el mandato del Señor “¡apacienta mis ovejas1”: sumamente cercana, cálidamente próxima ¡tan humana y tan sobrenatural a la vez!
Juan Pablo se propuso desde el primer día de su ministerio pastoral que los hombres del mundo contemporáneo, por tantas razones atormentados, amedrentados y dolidos, no tuviesen miedo: ¡que le abriesen las puertas a Cristo! ¡de par en par!: las de su corazón, las de sus familias, las de su pueblo, las de toda la humanidad. Así se explica ese Papa amigo del hombre, de los hombres concretos de nuestro tiempo, de los más pobres y afligidos en el alma y en el cuerpo; ese Papa amigo de la verdadera paz que la opinión pública mundial destaca y reconoce en esta hora decisiva de su encuentro con el Señor Resucitado, Jesús Misericordioso, Juez de vivos y muertos. Así se explica también que su presencia en todos los lugares de la tierra y su palabra ardiente de testigo insobornable de Jesucristo -¡hasta el martirio!- y de maestro luminoso de la fe encendiese con tanto fulgor la esperanza en la Iglesia y en el mundo y que sus casi tres décadas de ministerio apostólico significasen una proclamación constante del Evangelio de tal modo, que resonase en todos los rincones de la tierra como un canto firme de la esperanza en la victoria del Señor Resucitado: de su misericordia, de su gracia y de su gloria en el tiempo y en la eternidad. Una victoria operante ya en su Iglesia por la efusión del Espíritu Santo y por el testimonio de sus santos y de sus mártires, visibles en toda la geografía del planeta; victoria que hemos podido experimentar y podemos constatar también de la mano del Papa en la Iglesia que se ha adentrado ya en una nueva época de la historia: la del Tercer Milenio Cristiano.
Nuestras plegarias, las de toda la Archidiócesis de Madrid, se funden con las de la Iglesia extendida por todo el Universo para que la esperanza de la Gloria se haya convertido en realidad poseída por nuestro muy querido Juan Pablo II: ¡qué el Señor Jesús, el Resucitado, haya acogido a su siervo fiel y solícito por toda la eternidad en la Asamblea de los Ángeles y los Santos!
¡Sabemos que Jesucristo, el Señor y Esposo de la Iglesia, no la abandona nunca! Nuestro corazón sabe también con la certeza, nacida del don de la sabiduría, que a nuestro lado vela María, su Madre y Madre nuestra, para que no le falte nunca a la Iglesia el servicio fiel del Vicario de su Hijo, dispuesto igualmente que Pedro a “amarle más que a éstos” y “apacentar sus ovejas” hasta dar la vida por Él y por ellas.
Con todo afecto y mi bendición
+ Antonio Mª Rouco Varela
Cardenal-Arzobispo de Madrid