A nuestras casas y al e-mail llegan con cierta periodicidad mensajes que nos invitan a iniciar o continuar una cadena de oración. Dichas cadenas provienen de diversas partes del mundo, las más de las veces de Sudamérica y generalmente, prometen grandes bendiciones en caso de seguirlas con fidelidad o presagian la desgracia para quien se atreva a interrumpir la cadena, mencionando a renglón seguido los casos afortunados de personas que siguieron la cadena y las desgracias acaecidas a quienes la interrumpieron.
Estas cadenas nos invitan a la oración y a propagar la oración entre nuestros conocidos. No hay duda que ofrecen un buen testimonio de hacer apostolado de la oración. Pero ofrecer la condena y la desgracia o el premio seguro, no va de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia.
La oración es una fuerza liberadora que permite elevar el alma para contemplar a Dios y conocer su divina voluntad sobre nuestras vidas. En la oración, dice Juan Pablo II, “Se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: ´El que me ame, será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a él´ (Jn. 14, 21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, que requiere un intenso compromiso espiritual y que encuentra también dolorosas purificaciones (la noche oscura), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los místicos como ´unión esponsal´”. (Novo Millenio Ineunte cfr. no. 33).
La oración, por lo tanto, es una actividad del amor. En la oración amamos a Dios y somos amados por Él y el amor no se alimenta con premios y castigos. Su alimento es simplemente buscar el mayor bien de la persona amada. En la oración, como decía el Beato Enrique de Ossó: “se busca amar más a Dios, para que Dios sea más amado”. Es una acción espontánea que no busca la recompensa o huye del castigo, como lo proponen las cadenas de oración.
La perseverancia en la oración, motivada por el amor y no por presión de ninguna clase, es un camino a la salvación eterna. Decía Santa Teresa de Jesús: “Dadme un cuarto de hora de oración cada día y os daré el Cielo. Un alma que persevera en la oración, se asegura la propia salvación”. La constancia en la oración, durante toda la vida, es prenda de la gracia de la perseverancia final.
Las cadenas de oración, ciertamente inician en la oración, pero sólo de una manera temporal. Después de que desaparece el tiempo del compromiso, mantenido por la presión del premio o del castigo ofrecidos, desaparece la necesidad de orar. Son cadenas de oración que oprimen, que hacen pesada y fatigosa la carga de orar, cuando en realidad deberían servir para dar alas al alma para alcanzar más rápido el Cielo que Dios nos ha prometido.
Y esta expresión del amor contemplado en la oración no puede reducirse a una acción tan específica como la de orar para no ser castigado o el orar para ser premiado. Los grandes místicos que se han dedicado a la oración saben que el amor que se contempla en la oración no se transmite sólo con palabras. “Dios mío, no sé como expresar mi amor. Desearía tener todas las sinfonías del silencio, toda la poesía del sufrimiento desconocido para cantarte mi amor. Quisiera la elocuencia de todos los mártires y la simplicidad de la nada para modular mi himno de gratitud”. (Dina Bélanguer, santa, religiosa de la Congregación de Jesús- María).
Es cierto que podemos orar por varias necesidades. Es la oración de súplica la que hace que elevemos nuestra alma hacia Dios y reconociendo nuestra miseria, ponemos en las manos del Dios providente aquello que deseamos en nuestro corazón: la curación de un enfermo, la solución a una penuria económica, la paz en nuestras familias.
Pero esta oración de súplica se da siempre buscando que se cumpla la voluntad de Dios, cuando es verdadera oración. Cuando se ponen condiciones en estas oraciones de súplica, como muchas veces sucede en las cadenas, no podemos hablar de una verdadera oración.
Esas cadenas de oración más bien nos atan, nos esclavizan, nos oprimen con sus condicionantes. No pueden ser entonces verdaderas oraciones cristianas.