Homilía de S.S. Juan Pablo.
14 de junio de 1998
Amadísimos hermanos:
1. El pasado mes de febrero, con ocasión de la fiesta anual de la Virgen de la Confianza, patrona del seminario romano mayor, no me fue posible ir a visitar a vuestra comunidad, a pesar de que tenía gran deseo de hacerlo. Por eso, me alegra particularmente acogeros hoy para esta celebración eucarística en un marco tan singular, junto a la gruta de Lourdes, en los jardines vaticanos, que recuerda la presencia espiritual de la Virgen inmaculada.
Saludo ...
Celebramos juntos la eucaristía, en este undécimo domingo del tiempo ordinario. El sacrificio eucarístico es la fuente y cima de la vida de la Iglesia y de nuestro camino personal de santificación (cf. Lumen gentium, 11). El jueves pasado, solemnidad de Corpus Christi, nos reunimos para celebrar la eucaristía en la basílica de San Juan de Letrán, y acompañamos todos al santísimo Sacramento en la tradicional procesión hasta Santa María la Mayor. Hoy celebramos este mismo misterio bajo la mirada solícita de la Madre de los sacerdotes.
2. Amadísimos hermanos, la Virgen guía a todos los hombres hacia Cristo; sabe que para ello es necesario el servicio generoso de ministros santos de la Eucaristía. Por eso, María os indica el altar, que, desde el día de la ordenación, se convierte en el lugar principal del encuentro diario del sacerdote con su Señor. En efecto sobre todo en la santa misa, el sacerdote recorre el itinerario de su conformación a Cristo.
«Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20). Las palabras del apóstol Pablo a los Gálatas, que acabamos de escuchar en la segunda lectura, expresan sintéticamente el fruto existencial de la comunión eucarística: la inhabitación de Cristo en el alma, por obra del Espíritu Santo. ¿Quién más que el sacerdote está llamado a hacer suyas estas palabras y a proponérselas como programa de vida? ¿Quién más que él vive íntegramente del pan de vida eterna, que Cristo dio para la salvación del mundo?
3. La misa es, de verdad, el centro de la vida del sacerdote, el centro de toda su jornada. Esta centralidad es, por tanto, el objetivo prioritario del proyecto formativo del seminario, y exige la adhesión consciente y total de cada candidato al sacerdocio. El seminarista es, ante todo, un apasionado de la Eucaristía: reconoce que su vocación lo orienta a la participación asidua y cada vez más interior e intensa en el sacrificio de la misa, participación que, en determinado momento, cobra el significado de una llamada personalísima. El «haced esto en conmemoración mía» habla a su corazón con íntima elocuencia. Reconoce en la Eucaristía el sacramento vivo de la gracia de Cristo y, por eso, siente que sólo puede pagarlo con la entrega de sí mismo.
Cuando un joven da esta respuesta de fe y amor, el corazón de la Iglesia se alegra; se alegra el corazón de María, cuya solicitud materna precede y acompaña el nacimiento de toda vocación. Ella, invocada con el título de Virgen de la Confianza, vela en particular por cada uno de vosotros, queridos alumnos del seminario romano mayor. En esta misa oro por vosotros, para que seáis sacerdotes santos. Oro por vuestros superiores y profesores, que os guían en este camino. Oro también por vuestros familiares, que siguen conmovidos vuestros pasos con la discreta atención con que María seguía los de su hijo Jesús.
4. Que la Inmaculada os obtenga cultivar siempre un notable sentido de Dios, de su amor gratuito y providencial, de su iniciativa de gracia, que merece una respuesta generosa, como la de la mujer pecadora, de la que habla el evangelio de hoy, que no se avergonzaba de manifestar su amor agradecido a Jesús, su Salvador. Así seréis siempre testigos convencidos del amor misericordioso de Dios, fuente inagotable de conversión y perdón, y, una vez ordenados sacerdotes, ministros celosos del sacramento de la reconciliación.
Que el Espíritu Santo realice todo esto, obrando en la intimidad de vuestro corazón. Que así como plasmó el corazón sacerdotal de Cristo, desde el seno de María hasta la suprema oblación en la cruz y la plenitud de vida de la resurrección, así también forme vuestro corazón según la medida de la plena madurez de Cristo, buen pastor, para la salvación de las almas y la gloria de Dios. Amén.